Introducción
Durante las transiciones democráticas de finales de los ochenta e inicios de los noventa, el paradigma democrático ofreció una novedosa ruta de investigación que en ese contexto parecía la forma más realista y apropiada para comprender el cambio político a nivel mundial. Casi cuatro décadas después, la definición minimalista de democracia requiere una revisión de su marco analítico, pues la capacidad explicativa del paradigma democrático luce estancada y genera explicaciones parciales de fenómenos actuales como el populismo o la desdemocratización.
Para señalar estos desfases entre el andamiaje teórico-conceptual del paradigma democrático y la compleja realidad contemporánea, en este artículo realizo un análisis metateórico del paradigma transicional con el objetivo de comprender la evolución del núcleo teórico-político del paradigma democrático. Esta revisión de la teoría de la democracia no busca hacer un juicio valorativo de ella o de sus supuestos; me interesa mostrar más bien cómo y por qué en el contexto actual estas perspectivas han perdido parte de su potencia interpretativa.
El artículo está dividido en cinco apartados. En el primer y segundo apartados, esquematizo las premisas generalizadas de la transitología y de la concepción minimalista de la democracia que considero relevantes para rastrear puntos ciegos teóricos y sesgos normativos en los análisis sobre las transiciones. Recapituladas las premisas de la transitología, en el tercer apartado sostengo que los puntos ciegos y sesgos de la teoría democrática pueden explicarse mejor si se considera la dimensión ideológica y normativa de la democracia. Para observar cómo se entreteje el aspecto político en la teoría politológica, el cuarto apartado explora la tensión entre la capacidad explicativa y la carga normativa del paradigma democrático. Finalmente, en la quinta parte del artículo se sugiere que parte de la inadecuación conceptual y metodológico del paradigma democrático está relacionada con la forma en que se construyó desde un principio dicha teoría. Asimismo, se señalan ciertos paralelismos críticos con la teoría de la modernización, que pueden ser útiles para reexaminar y renovar el andamiaje teórico del paradigma democrático.
Inicios del paradigma transicional
Sería un despropósito tratar de reproducir aquí el bagaje teórico de lo que se conoció como «investigación de la transición», «transitología» o «literatura de las transiciones». En todo caso, proporcionaré coordenadas básicas de la teoría, conceptos y perspectivas que dan cuenta de la vasta, heterogénea e incluso contradictoria literatura que se produjo sobre el tema. Realizaré el esfuerzo de esquematizar los puntos y premisas generalizados de estos estudios, que considero relevantes para más adelante rastrear algunos puntos ciegos teóricos, cuya crítica y planteamiento puede servir para renovar los debates teóricos sobre la democracia contemporánea.
Para Gerardo Munck (2002: 581), es el libro La poliarquía de Robert Dahl (1971) el que impulsó una aceptación generalizada en las Ciencias Sociales de la definición schumpeteriana de la democracia, entendida como estrictamente procedimental: «El método democrático es aquel arreglo institucional para llegar a decisiones políticas a partir de las cuales los individuos adquieren el poder de decidir a través de la contienda competitiva por el voto de la gente» (Munck, 2007: 27). Partiendo de esta definición procedimental de Schumpeter, Dahl agregó que la democracia existe si a los ciudadanos se les garantizan tres condiciones necesarias, pero no suficientes: (1) formular sus preferencias, (2) manifestar sus preferencias pública y libremente, y (3) recibir del gobierno igualdad de trato. Estas garantías tendrían que ser proporcionadas por el Estado mediante ocho cláusulas precisas: (1) libertad de asociación, (2) libertad de expresión, (3) libre voto, (4) elegibilidad para ser servidor público, (5) derecho de los líderes políticos a competir por el apoyo de los ciudadanos, (6) diversidad de fuentes de información, (7) elecciones libres e imparciales, y (8) instituciones que garanticen que la política dependa de los votos y demás formas de expresión de preferencias.
Para aterrizar estas definiciones de la democracia fue necesario delimitar los significados de la democracia, razón por la que se redujo la democracia a régimen político. De esta manera, los alcances de la democracia se circunscribieron al conjunto de reglas e instituciones formales que sirven de marco para el desarrollo de las relaciones políticas. Es decir, la democracia, entendida como régimen, se concentró en el entramado formal, jurídico e institucional del sistema político.
El parteaguas a nivel global para la teoría democrática fue la publicación en 1986 de Transiciones desde un gobierno autoritario, de O´Donnell, Schmitter y Whitehead. Esta obra de cuatro tomos estableció los términos iniciales del debate y el campo de estudios sobre las transiciones. La gran pregunta que surgió de estos trabajos fue: ¿Por qué algunos países tienen transiciones democráticas y otros no?
Gracias a la difusión de esta obra en América Latina, se aceptó la definición de democracia como una serie mínima de comportamientos institucionales (elecciones libres y competitivas, reglas de competencia justas). Y con el interés de operacionalizar los conceptos y explicar los reacomodos políticos a nivel global, se desarrolló el conjunto de conceptos clave para los estudios sobre las transiciones.
El concepto central, además de democracia, fue el de «transición», el cual se definió como el periodo que tiene lugar entre un régimen político y otro. Esta concepción de la transición democrática no sólo requería de una delimitación de los alcances de la democracia; también necesitaba que se definiese lo que se dejaba atrás: autoritarismo/dictadura. La definición de «autoritarismo» que recuperaron los estudiosos de la transitología fue aquella de Juan Linz, quien lo había definido como un sistema político que se caracteriza por un pluralismo político limitado y no responsable; sin una ideología elaborada, pero sí con una mentalidad peculiar; carencia de movilización política intensa y un líder o grupo reducido que ejerce el poder dentro de los límites formalmente mal definidos, pero medianamente predecibles (1970: 212).
Definidos el autoritarismo y la dictadura, se determinó un punto de inicio de los procesos democráticos. Y gracias a estos puntos de origen (autoritarismo/dictadura) y de llegada (democracia), fue posible reflexionar en torno a las especificidades de lo que estaba en medio. El estudio de ese interregno fue el propósito de la transitología.
Después de establecer el campo de estudio, la transitología propuso distintos grados y secuencias para cada «tránsito». De hecho, se nombraron etapas de transición con la finalidad de caracterizar y explicar patrones de democratización, dando lugar a modelos y tipologías de transiciones, de régimen y de actores políticos. A partir de estos presupuestos se verifica y mide el nivel de democracia de un régimen, qué actitudes y estrategias tenía una sociedad hacia la democracia, y se determina si siguen o no «las reglas del juego democrático». Así, las preguntas comenzaron a multiplicarse: ¿Cuáles son los sucesos y acuerdos que permiten hablar de instauración de la democracia? ¿Cómo y cuáles son las trayectorias y contenidos políticos propensos a la permanencia de la democracia?
Si leemos hoy el cuarto tomo de conclusiones tentativas de Transiciones desde un gobierno autoritario, se aprecia que el panorama presentado por O´Donnell y Schmitter es bastante amplio y atiende distintas dimensiones de las transiciones que van más allá de lo electoral o institucional. Pero después de la publicación de dicha obra seminal se multiplicaron las investigaciones que, contra esa complejidad, limitaron teóricamente la democracia para operacionalizar el concepto y aplicarlo a los cambios políticos de distintos países.
En este marco de interpretación, las elecciones dejaron de ser una condición necesaria, pero insuficiente, y se convirtieron en la condición clave para que un régimen fuese democrático. Es decir, las condiciones y garantías mínimas necesarias planteadas por Dahl pasaron en muchos casos a segundo plano, y la atención se centró en el análisis de la dimensión electoral de la democracia. En este sentido, es significativo el contraste entre la definición procedimental original de Dahl y la ofrecida por Burton, Gunther y Higley (1992), para quienes la democracia es un régimen político de elecciones libres y abiertas con relativamente pocas barreras para la participación y competencia política.2 Este concepto de democracia reduce complejidad al momento de operacionalizar y realizar investigaciones empíricas, pero es una concepción empobrecida si se compara con la de Dahl.
Y no sólo se desmejorará la definición de democracia de Dahl: con el paso de los años y la multiplicación de investigaciones, se obviará además que si bien la obra seminal de los estudios de la transición (Transiciones desde un gobierno autoritario) brindó las herramientas conceptuales para abordar los procesos de cambio político, lo hizo sin la intención de predecir parámetros sociales, económicos o institucionales (O´Donnell y Schmitter, 1994: 17). Es decir, las propuestas no pretendían delimitar el horizonte del debate sobre el cambio político ni asumían que su manera de interpretarlo era la única.
Entre los primeros trabajos sobre la transición democrática se aprecia, en efecto, bastante cautela metodológica por parte de los autores. Schmitter, por ejemplo, hizo énfasis en que la democracia no podía ser definida en singular puesto que hay muchas formulaciones, escribiendo así que «la democracia no es inevitable y es revocable. La democracia no es necesaria, ni constituye un requisito funcional para el desarrollo actual del capitalismo, ni responde a un imperativo ético de evolución social» (Schmitter, 1991: 103). Con el mismo sentido crítico, y a pesar de no incluir factores económicos y recursos sociales en su lista de atributos de la poliarquía, Dahl (2004) nunca dejó de subrayar que la desigualdad económica y social representaban un gran problema para la democracia porque aquellos con más recursos naturalmente tenderían a usarlos para influir el sistema político en su beneficio.
Recupero estas reflexiones porque nos ayudan a observar cómo con el paso de los años la teoría democrática dominante y la teoría de las transiciones desplazaron gran parte de las dudas plasmadas sobre la complejidad que rodea a la democracia, tales como el tema de las precondiciones, la injerencia del campo económico o el crimen organizado en lo político, así como visiones más sustantivas de la democracia (transferidas al terreno de la filosofía política).
La predilección por ciertos temas y perspectivas delimitará, de este modo, la discusión de la democracia, facilitando la permanencia de una visión liberal, electoral e institucional, cuyas raíces provienen de la politología norteamericana, escuela que hasta la fecha mantiene su dominio sobre la Ciencia Política latinoamericana.
La mirada del paradigma dominante: democracia liberal, electoral e institucional
A pesar de la inicial apertura y cautela de la teoría transicional, la necesidad de operacionalizar la teoría y producir modelos de interpretación útiles para casos múltiples de transiciones democráticas fue generando acuerdos básicos sobre la democracia.
Influido por la Ciencia Política norteamericana, el enfoque dominante de la teoría transicional se caracterizó por ser una teoría de alcance medio, utilizar el análisis comparativo apoyado en un enfoque neoinstitucionalista ligado a la elección racional y proponer una concepción de la democracia bastante limitada. Esta será la operacionalización procedimental de la democracia, una forma que después resultará ampliamente cuestionada, pero que durante los noventa gozó de plena legitimidad y cuya huella es perceptible en las reflexiones sobre la democracia de hoy día.
Las definiciones de esta corriente dominante de análisis del cambio político serán mínimas, concentrándose así en el menor número posible de en apariencia viables y aplicables a un sinfín de casos y realidades; pero este minimalismo conceptual mostrará sus límites cuando no pueda explicar del todo la realidad (Collier y Levitsky, 1997).
Paradójicamente, la reducción de la complejidad a través de definiciones mínimas, supuestamente claras y delimitadas, resultará contraproducente porque estas definiciones se ajustarán ad hoc provocando confusión y desorden teórico-conceptual. La proliferación de conceptos y términos que en ocasiones significaban la misma cosa, y el hecho de que las definiciones no esclarecían realmente qué tipo de democracia se conceptualizaba, serán sólo algunos de los problemas de las definiciones minimalistas de la democracia.
Al estandarizar las experiencias de cambio social y democrático, la teoría transicional fomentaría dos ideas paradigmáticas: (1) la democracia liberal era el modelo a adoptar por ser el más «realista», y (2) la existencia de caminos indiscutibles para alcanzar dicha democracia, que además de positiva, era inevitable. Esta mirada aparentemente más realista del cambio político no lo fue a la larga, pues obvió datos, trayectorias y evidencias de la época que contradecían los modelos, supuestos e interpretaciones de la teoría transicional.
En el caso de América Latina, los problemas se potenciaron por la necesidad de traducir y ajustar las ideas e investigaciones de la Ciencia Política norteamericana a la realidad de la región. Este reto de adecuación teórica para nada fue sorpresivo. Terry Lynn Karl sugirió pensar las transiciones en América Latina con mucha precaución y considerar escenarios poco prometedores. Llegó incluso a plantear que quizá las condiciones que permitían la permanencia de las democracias latinoamericanas en el corto plazo, en el largo término «podrían limitar su potencia para resolver los enormes problemas de pobreza y desigualdad que caracterizan al continente» produciendo «transiciones congeladas» (1991: 411-412).
He mencionado estos reparos presentes en la teoría de las transiciones para subrayar que no había motivos teóricos ni racionales para pensar que la democracia en América Latina pudiese considerarse un proceso inevitable, ni que las transiciones siguieran un camino determinado, o que la llegada de la democracia generaría algún tipo de modernización o mejora más allá del ámbito electoral. Incluso, a pesar de que las concepciones de la democracia fuesen minimalistas, se sabía que las condiciones sociales, económicas y estructurales jugaban un papel importantísimo en el «juego democrático».
Habiendo tantas señales de alerta, ¿por qué aun así se popularizó la teoría de las transiciones en América Latina? Una de las múltiples razones es que a partir de los noventa hubo un aumento de estudiantes latinoamericanos en posgrados de Ciencia Política en Estados Unidos, quienes al regresar a sus países de origen introdujeron y utilizaron el paradigma transicional para explicar el cambio político y diseñar el andamiaje institucional de la transición democrática. No obstante, al traducirse esta mirada politológica no se puso la atención necesaria al cambio de contexto, creando de este modo explicaciones parciales de los procesos políticos.
Para ilustrar este desfase entre la teoría democrática estadounidense y la realidad política latinoamericana, Mario Torrico, en Supuestos inadecuados en los estudios sobre instituciones políticas en América Latina (2020), hizo un recuento de los supuestos epistémicos implícitos del neoinsitucionalismo con la finalidad de exponer que
[…] dado que la ciencia política se desarrolló principalmente en Estados Unidos, sus planteamientos teóricos contienen premisas que se cumplen regularmente en ese país, pero que en sociedades menos desarrolladas y con democracias poco arraigadas se presentan en grado muy variable. (2020: 139).
Básicamente, Torrico sugiere que la traducción de estas teorías a nuestra realidad no consideró las diferencias entre los supuestos teóricos y la cultura política propia de la región, el tipo de Estado, la desigualdad social, la presencia del crimen organizado, entre otros factores fundamentales.
Aunque desde principios de los noventa se habían realizado críticas importantes a la perspectiva de la transición, es así hasta la primera década del siglo XXI en la que se abren los debates sobre la democracia sustantiva, la consolidación y la calidad de la democracia en un intento de ampliar la capacidad de observación y explicación del paradigma democrático. Es interesante que muchos de estos debates sobre la democracia ya estaban planteados, de alguna u otra manera, en la primera literatura sobre las transiciones, pero en su momento se pensó que su prioridad inmediata era menor.
Se debe señalar que estos «nuevos» ángulos analíticos, si bien es cierto que realizan una crítica importante al paradigma tradicional y dominante, las reflexiones en torno a la consolidación y calidad democrática no cambian sustancialmente el modelo teórico. El esquema de la democracia seguirá teniendo un enfoque que no da tanta importancia al efecto de aspectos sociales y económicos en el proceso político.
Es decir, las críticas contenidas en los debates sobre consolidación y calidad democrática cuestionan cómo se está observando el fenómeno político desde la teoría y se plantean el perfeccionamiento de métodos y herramientas analíticas, pero no se discute qué de la realidad abarca el paradigma democrático dominante.
¿Cuál podría pensarse como el origen de esta reticencia a hacer una crítica más profunda del paradigma democrático? Una posible explicación, mas no la única, es que existe una fortísima carga normativa en las miradas teóricas sobre la democracia que implica una amplia gama de presupuestos y sesgos teóricos. Esta dimensión ideológica y normativa de la democracia inexorablemente está ligada al ejercicio del poder político. A continuación, se analizará brevemente ese aspecto político entretejido en la teoría.
La política de la ciencia política
El paradigma democrático fue impulsado por factores externos como el reacomodo político de finales de los ochenta, la caída del socialismo, la apertura del mercado económico, pero también por un esfuerzo de un conjunto de instituciones y organizaciones, así como de académicos e intelectuales que se dedicaron a analizar, fortalecer y crear la narrativa y marco de análisis de la democracia.
El fomento de la democracia requería de un marco para conceptualizar y responder a los eventos políticos del momento, razón por la que a finales de los años ochenta se crearon amplias redes académicas y se reclutaron a científicos de todo el mundo para construir, a partir de análisis de casos, una metodología y una teoría de alcance medio que permitiese clasificar y explicar los tipos de transición con ayuda del análisis comparado. Este paradigma tendrá una fuerte carga normativa y pretensiones universalistas, que impactan claramente en las soluciones que se ofrecen ante problemas específicos de las sociedades contemporáneas.
Este aspecto normativo está explicitado en las palabras preliminares y el prefacio de Abraham Lowenthal a los tomos de Transiciones desde un gobierno autoritario. Allí, Lowenthal informa que los libros son fruto del proyecto: «Los periodos de transición posteriores a los gobiernos autoritarios: perspectivas para la democracia en América Latina y Europa meridional». Proyecto que inició en 1979 por iniciativa del Consejo Académico del Programa Latinoamericano del centro del Woodrow Wilson Center. En este marco de investigación, entre 1979 y 1981 se realizó una serie de encuentros y conferencias en Washington que sirvieron para el desarrollo y realización de los cuatro tomos que presenta Lowenthal.
En estas palabras previas, Lowenthal recuerda que el Woodrow Wilson Center fue creado en 1968 por una ley del Congreso de Estados Unidos para honrar al vigésimo presidente norteamericano y reconocer «su erudición, su capacidad política y su visión internacional, pero también por sus actitudes intervencionistas y las medidas que en tal sentido tomó con respecto a América Latina y el Caribe» (1986: 7). Después de rememorar el origen del centro, Lowenthal reconoce que se ha promovido el proyecto sobre transiciones «con un franco sesgo en favor de la democracia y de la restauración de los derechos básicos de participación política en América Latina» (1986: 8).
Lowenthal evidencia la clara existencia de una conciencia del sesgo que yacía detrás de las reflexiones teóricas sobre las transiciones a la democracia en América Latina; había, pues, un evidente interés en influir en el desarrollo político de la región. En otro sentido, Lowenthal ilumina el hecho de que el paradigma democrático no se convirtió espontáneamente en el enfoque hegemónico para entender el cambio político, sino que fue una combinación de múltiples factores que hicieron incuestionable esta postura teórica. Hubo instituciones intergubernamentales y académicas que apoyaron el desarrollo y difusión del paradigma democrático; se tejieron redes intelectuales y académicas para discutir y construir los argumentos e investigaciones de la teoría democrática; se crearon centros y proyectos de investigación afines a la perspectiva y se rediseñaron los programas de estudios en las universidades y centros de investigación.
Sobre esta política detrás de la Ciencia Política, Lawrence Whitehead afirmará: «este compromiso normativo no es sólo una preferencia de valor del investigador o una implicación perspectiva de sus hallazgos; está retejido dentro de la verdadera tela de análisis» (2001: 516). Es decir, ese «franco sesgo a favor de la democracia» no se limita al terreno de la preferencia de valor, el sesgo se filtra durante la construcción teórica, se vuelve parte del análisis científico mismo. Para ilustrar este hecho, Whitehead rememora que, frente a la dictadura franquista en España, muchos demócratas consideraron que el camino a seguir era una «ruptura democrática» que implicara una movilización de masas desde abajo. Pero la corriente teórica politológica sobre el cambio político y el análisis comparado empujaban otra visión: la negociación estratégica entre élites.
En esta visión, continúa Whitehead, «una transición a la democracia se aseguraba mejor por medio de un proceso interactivo de negociación de las élites, en el curso del cual importantes elementos del viejo régimen ofrecerían un nuevo comienzo y la oposición antidictatorial se moderaría» (2001: 517). El triunfo de la propuesta teórica con una visión liberal, más elitista, de la democracia en el caso español demostró constituir una prescripción efectiva, así como un instrumento para dar mayor poder a ciertos grupos y quitárselos a otros.
El éxito práctico de esta postura llevará a que el paradigma democrático intente replicar esta experiencia en otros países, y se creen a partir de ella modelos de transición que implícitamente privilegian la participación de élites en la construcción del régimen democrático, excluyendo cualquier tipo de movilización de masas.
La relectura que Whitehead hace de la transición española muestra el efecto que tuvo el paradigma democrático en los procesos políticos de los países, y nos lleva a preguntarnos lo siguiente: ¿es posible conservar la pretensión de objetividad de una teoría sobre el cambio político cuando el interés de transformar la realidad es más grande que el deseo de entender esa misma realidad?
A pesar de lo fascinante del dilema entre compromiso y neutralidad dentro del campo académico, éste no es el centro del artículo. Me interesa más explorar la manera en la que el «sesgo democrático» (el descarte de ciertos temas y la legitimación de otros en su lugar) tiene un impacto clave en el tipo de teoría social y en la visión que se tiene de las sociedades y sus problemas. Es decir, me interesa entender el paradigma democrático como una estructura de sentido que esboza los límites de la política, convirtiéndose incluso en una especie de verdad existencial que va más allá de lo científico. El siguiente apartado profundizará en estas cuestiones.
Tensiones entre lo normativo y lo analítico
Si el compromiso axiológico que acompaña el paradigma democrático va más allá de la preferencia de valor del investigador, y se inmiscuye en el proceso mismo de construcción teórica como afirma Whitehead, resulta imperativo hacer una revisión de los presupuestos del paradigma transicional y democrático para observar puntos ciegos teóricos y sesgos normativos.
La finalidad de realizar esta inspección teórica sería encontrar un equilibrio entre la carga normativa del paradigma democrático y su capacidad científica de explicar el mundo. Además del primer paso obvio de reconocer la carga normativa e ideológica del paradigma democrático, sería útil evidenciar qué elementos teóricos han contribuido a la sobrecarga ideológica que entorpece el análisis de los procesos y fenómenos políticos de las sociedades contemporáneas. Obviamente, será necesario no sólo criticar cómo se interpreta la realidad a partir del paradigma democrático; es clave también cuestionar qué es lo que se alcanza a ver desde dicho enfoque.
Dentro del paradigma democrático es posible encontrar al menos dos posibles fuentes de sesgo analítico: (1) los presupuestos teóricos del paradigma democrático que no son universales ni aplicables a todas las sociedades, y (2) los aspectos normativos que pueden generar una sobrecarga ideológica. Ambas fuentes han contribuido a que durante el proceso de teorización y operacionalización de conceptos se hayan creado verdades parciales, interpretaciones incompletas de la realidad e intervenciones y expectativas poco realistas.
La revisión de la teoría transicional y democrática no implica que estas perspectivas sean estériles o inútiles para analizar los procesos políticos. Por el contrario: este paradigma dinamizó un desarrollo importante de la teoría, del mismo modo que la obtención de datos ha ayudado a comprender aspectos clave de la democracia. Lo único que afirmo es que sería ventajoso problematizar la carga normativa y los supuestos del paradigma democrático para construir teorías más multidimensionales, complejas y conscientes de sus sesgos y puntos ciegos.
La teoría es al mismo tiempo un programa de investigación y un discurso generalizado que da sentido y confecciona visiones específicas de la sociedad. Y para profundizar en el análisis sobre la teoría democrática y transicional es útil explicar, aunque sea brevemente, cómo se legitimó la visión liberal, procedimental, mínima y electoral de la democracia.
Al analizar la teoría social de finales del siglo XX, Jeffrey Alexander (1995) se percató de que el desarrollo económico había provocado un reavivamiento de la narrativa emancipativa del mercado, una idea de mercado racional que no funcionaba correctamente por la intervención opresiva de un Estado que no se limitaba a cumplir sus funciones políticas. Esta narrativa positiva del mercado, incluso romántica, engarzaría muy bien con las discusiones sobre las transiciones democráticas que se desarrollaban a finales del siglo pasado a nivel mundial.
Tanto el discurso de la liberalización económica, como el de la liberalización política, compartían un enemigo en común: el Estado autoritario o interventor que detenía el desarrollo pleno del individuo y amenazaba la libertad y los derechos políticos. Los presupuestos de ambos enfoques ponían un énfasis desmedido en las decisiones de los actores, pasando a un segundo plano el análisis de las estructuras económicas, políticas y sociales que delimitan las posibilidades de acción del individuo.
Estos discursos fueron reforzados por los cambios históricos de finales de los ochenta, un contexto que llevó a muchos intelectuales desilusionados con el marxismo y el socialismo realmente existente a virar hacia el liberalismo. En este giro ideológico, el Rational Choice fue clave para que académicos intentaran explicar los decepcionantes fracasos de la conciencia de clase (Przerworski, 1985; Elster, 1989), o para buscar maneras en las que el Estado comunista pudiese transformarse y orientarse al mercado para ser menos opresivo y más racional (Moene y Wallerstein, 1992; Pzreworski, 1991).
A la par que se forjaron nociones positivas y racionales del mercado, dentro de los estudios de la política resurgieron diversas ideas liberales sobre la vida política que se plantearon originalmente durante los siglos XVIII y XIX. Dicha convergencia intelectual terminaría a su vez estimulando un cierto tipo de teorización de la democracia. Como parte de este avivamiento del debate democrático, se discutieron nuevamente, e incluso se pusieron de moda, conceptos como «sociedad civil» a partir del cual se replantearon los confines de lo formal, lo informal, lo estatal, lo económico, lo político, lo público y lo individual. En suma, el tema de la sociedad civil brindó un marco conceptual para entender los conflictos de las sociedades contemporáneas, sugiriendo que la racionalidad, la individualidad y la confianza son cualidades propias de una esfera civil «moderna», mientras que la incivilidad, la inconformidad, la desconfianza y el engaño se asumen como características de sociedades tradicionales que deben ser excluidas y sancionadas.
El presupuesto de que este último conjunto de características es propio de sociedades «atrasadas» o «tradicionales» las coloca fuera del marco democrático, desestimando la necesidad de entenderlos como elementos que, de hecho, forman parte de las sociedades democráticas «modernas». Este tipo de supuestos teóricos necesitarían debatirse para explicar mejor los procesos de «desafección de la democracia», así como para que procesos como la polarización, violencia y «crisis civilizatorias» sean reconocidos como parte de las sociedades contemporáneas y no un vestigio de una sociedad tradicional o atrasada. Claramente, la democracia está ligada al movimiento de la historia y nuestros marcos explicativos permanecen, como menciona Charles Tilly, influidos por las ilusiones civilizatorias del siglo XIX (Tilly, 1991).
En este mismo orden de ideas, durante la década de los ochenta, tanto la teoría democrática como las nociones positivas y racionales del mercado encontraron en el realismo de mercado de Schumpeter la mejor definición de la democracia, y algunos autores sugirieron que las sociedades contemporáneas poseían, o debían aspirar, a una economía de mercado y diseño e institucionalización liberal de la política.
A este fenómeno dentro de la teoría social de finales del siglo XX, Alexander lo definió como «neomodernismo» para evidenciar el carácter utópico, así como la fe y la esperanza (no necesariamente racional) detrás de estas posturas. Esa cuota de utopismo hizo posible que la historia fuese concebida teleológicamente, brindándole a la narrativa democrática una fuerza incuestionada, tanto teórica como ideológicamente, lo mismo que un carácter universalista.
¿Qué posturas teóricas e ideológicas se combinan para crear el neomodernismo del que habla Alexander? Principalmente se puede pensar en la teoría de la modernización, porque ésta suponía un esfuerzo y deseo para transformar históricamente preceptos y conceptos en una teoría científica del desarrollo universalista, es decir, deseable y aplicable a cualquier país y cultura. En el apartado siguiente realizaré el necesario ejercicio de retomar algunos rasgos de la teoría de la modernización para comprender su posible conexión con el paradigma democrático.
El espectro de la teoría de la modernización en el paradigma democrático
La teoría de la modernización ganó impulso durante la etapa de Posguerra, pues en ese contexto histórico intelectuales y académicos muy distintos entre sí coincidieron en que presenciaban un cambio social inédito que debía ser analizado. Sin importar si eran teóricos sociales de izquierda que veían la masificación social como el más grave problema (C. Wright Mills), académicos liberales que pensaban que la sociedad se había hecho más igualitaria, inclusiva y tolerante (Talcott Parsons), o pensadores de derecha que se preocupaban porque el Estado Burocrático sometía al individuo (William F. Buckley Jr.), todos ellos se dedicaron a explorar la dramática transformación social durante la Posguerra. (Alexander,1995: 14-19).
Dicha intuición de cambio profundo fue el terreno perfecto para construir una visión binaria del proceso de transformación social, asumiéndose que existía un punto de salida (la sociedad tradicional) y uno de llegada (la sociedad moderna). Asimismo, se interpretó el cambio social a partir de una narrativa romántica del progreso universalista, que bien se podía considerar positiva o negativa dependiendo del autor.
Recordemos algunos rasgos típicos de la teoría de la modernización:
Las sociedades se conciben como sistemas coherentemente organizados e íntimamente interdependientes.
El desarrollo histórico se delinea en dos tipos de sistemas sociales: el tradicional y el moderno.
Lo moderno tiene como referente la organización social y cultural de las sociedades occidentales, es decir, sociedades individualistas, democráticas, capitalistas, científicas, seculares y estables.
Como proceso histórico, la modernización implica un cambio paulatino y no revolucionario.
El proceso de modernización es considerado una obligada aspiración para las sociedades tradicionales, puesto que la salida de lo tradicional y la llegada a lo moderno vendría con la industrialización, la democratización vía la ley y reformas, así como la secularización a través de la ciencia y la educación.
Entre los problemas de la teoría de la modernización, se puede subrayar que ésta se construye sobre un código binario que piensa en términos dicotómicos (tradicional-moderno o atraso-progreso), dándole casi siempre una connotación positiva al movimiento hacia lo moderno o el progreso. Esta connotación positiva va de la mano de una narrativa (con una importante carga ideológica) que provee sentido y motivación, un metalenguaje que influye en cómo se debe de vivir y cómo deberían ser las sociedades, o al menos a qué deberían aspirar.
Otro problema que se encuentra detrás de los conceptos y modelos de interpretación de la sociedad propuestos por la teoría de la modernización, es que el modelo de sociedad ideal se pensaba como un sistema coherente y organizado, cometiendo así el error de no reconocer la pluralidad y heterogeneidad de las variantes nacionales de las sociedades occidentales que servían de ejemplo. Esta inflexibilidad teórica provocó que muchos de los fenómenos que no cabían dentro de las categorías, conceptos y explicaciones de la teoría de modernización se descartaran o desestimaran, en lugar de reajustar y repensar los propios preceptos de la teoría para intentar comprender mejor la realidad.
¿Y qué de la teoría de la modernización se puede rastrear en el paradigma democrático de finales de la década de los ochenta y noventa? La teoría democrática en estos años coincide con corrientes de pensamiento, teorías y enfoques como el liberalismo norteamericano, la elección racional y el neoinstitucionalismo. Con la teoría de la modernización, el paradigma democrático compartió, por ejemplo, la intención de transformar históricamente a la sociedad a partir de propuestas universalistas. Por mucho que el posmodernismo y la caída del socialismo se hayan leído como el fin de las ideologías y el inicio de una época más racional, abierta y moderna, esto claramente no fue así, puesto que se conservó una fuerte carga ideológica y normativa en los nuevos paradigmas de las ciencias sociales.
Aquella intención de transformar la sociedad se fortalecerá con el sentimiento de «fin de época», de «cambio de siglo» y de transformación social percibida por intelectuales y académicos que impulsaron la teoría de la modernización. La conjunción de un deseo de cambio y las ansiedades del momento influyeron así en las reflexiones que hicieron las ciencias sociales. En este sentido, se puede apreciar el efecto que tuvo la cercanía de un nuevo siglo en el pensamiento sociológico de Anthony Giddens:
Hoy en las ciencias sociales, así como en el mundo social mismo, nos enfrentamos a una nueva agenda. Vivimos, como todos lo saben, en un tiempo de finales […] Fin de siècle se ha ampliamente identificado con sentimientos de desorientación y malestar […] nos encontramos en un periodo de evidente transición -y el «nosotros» no sólo es el Occidente sino el mundo como un todo. (Giddens, 1994: 43).
En el caso específico de la teoría democrática, las ansiedades del presente, el cambio inminente que parecía venir con el siglo XXI y el hecho de que el socialismo (su política, su visión de Estado, su economía y su propuesta de organización social) se hubiese mostrado como una «falsa salida», hicieron muy atractivo optar por una democracia política o electoral que podría eventualmente transformarse en una democracia liberal o participativa. Entretejida en esta narrativa se encontraban también la posibilidad y el deseo de que la liberalización política y económica viniese acompañada de bienestar social.
Si bien al principio de la teorización de la tercera ola de democratizaciones había muchas dudas sobre la naturaleza, el significado y los resultados de las transiciones a la democracia, la necesidad de explicar la coyuntura y de atender problemas inmediatos fue descartando los fenómenos que se salían del campo de explicación del paradigma democrático, dejando en manos de la filosofía política las discusiones sobre la sustancia y significado de la democracia para concentrarse en la construcción de modelos de interpretación para estudiar sociedades muy disímiles entre sí con ayuda del neoinstitucionalismo, la elección racional y el análisis comparado. El rigor y perfeccionamiento metodológico hizo posible que los científicos sociales intervinieran en el espacio público desde una posición de autoridad, y con un aura de cientificismo objetivo que les permitió desatenderse de los resultados políticos de la visión liberal de la democracia que impulsaron.
Contra ese desbordado entusiasmo, Jeffrey Alexander (1995) en el libro Fin de Siecle Social Theory. Relativism, Reduction and the Problem of Reason plantea el concepto de neomodernismo para referirse, justamente, a la teoría democrática y su empalme con nociones positivas y utópicas del mercado, pero no traza las líneas que unen la teoría de la modernización y el paradigma democrático. Por esta razón, a continuación doy algunas pistas que pueden ser útiles para comenzar un debate pendiente que debe ser desarrollado puntillosamente.
Exploremos entonces algunos de los límites que se construyeron alrededor de los análisis sobre las transiciones democráticas, y que pueden ligarse a la teoría de la modernización.
Teleología de la democracia
Del mismo modo que la teoría de la modernización, el paradigma democrático tendrá que luchar contra la confusión que se puede suscitar entre la interdependencia funcional y la inevitabilidad histórica, es decir, se deberá constantemente regular el carácter teleológico de la teoría democrática. En la práctica, en varias ocasiones los modelos de interpretación se han inclinado más hacia lo ideológico fomentando una ilusión de inevitabilidad de la democracia, reforzado ello por el planteamiento de que existe un estadio o punto superior y deseable al cual se puede llegar si se cumplen ciertos procesos. Así, se dibuja una línea que conduce del autoritarismo a la democracia.
Sin importar que durante los inicios de la teorización de las transiciones democráticas hubo un claro rechazo a la idea de la «inevitabilidad de la democracia», en ciertos momentos y contextos se dio un desequilibrio entre la carga normativa y la explicativa del paradigma que provocó que el discurso académico asumiera la inevitabilidad del proceso, incluso cuando en medio de la ola democrática de finales del siglo XX existía evidencia de que las democracias alcanzadas no tenían muchas posibilidades de subsistir con el paso del tiempo (Diamond, 1999). Para este punto, en el caso de México se puede pensar en dos textos fundamentales en la narrativa de la transición democrática: Democracia sin adjetivos, de Enrique Krauze (1986), y La mecánica del cambio político en México. Elecciones, partidos y reformas, de Ricardo Becerra, Pedro Salazar y José Woldenberg (2000). Ambos textos transmiten, desde la esfera pública y académica, esa carga normativa y esbozan cierto carácter teleológico de la transición democrática.
Autores como Guillermo O´Donnell (1996) y Andreas Schedler (1998) discutirían este carácter teleológico de la teoría democrática; el primero para criticarlo y el segundo para asumirlo. Schedler afirma que no ve nada de malo en la teleología siempre y cuando: (1) no se le oscurezca, (2) se disocie de la inevitabilidad del proceso, y (3) se reconozca que la calidad de la democracia no tiene un telos específico, sino muchos (Schedler,1998: 93). La observación de Schedler es acertada y parece resolver el dilema teleológico, pero debe resaltarse que en la mayoría de los estudios e investigaciones no se hace explícito este rasgo teleológico y, mucho menos, se mencionan las consecuencias teóricas que conlleva.
En este dilema del carácter teleológico de la teoría democrática se unen los problemas de la construcción teórica con los de la carga ideológica del paradigma democrático. Las construcciones teóricas que no hacen explícitas la cuota normativa que existe en todo pensamiento teórico e interpretación de la realidad, invisibilizan temas fundamentales y crean verdades parciales y sobrevaloradas. Una de las más grandes confusiones, provocadas alrededor de la teoría democrática a nivel del debate público, es la de que se haya pensado que la democracia política podía ser el primer paso para alcanzar otros tipos de democracia (social, liberal, económica, etc.).
La democracia existe cuando un régimen deja de ser autoritario, dictadura o totalitarismo
Esta idea presenta momentos opuestos, dicotómicos, del régimen político y en principio parece no aceptar puntos medios. Aquel interregno fue el que la transitología analizó, explicó y encauzó hacia una instauración democrática. El problema es que las aperturas y liberalizaciones políticas iniciales de muchos países no decantaron en una democracia. En lugares como Uzbequistán, Bielorrusia y muchos otros hubo incluso una vuelta al autoritarismo al poco tiempo de sus aperturas políticas.
El recorrido del autoritarismo y la dictadura a la democracia fue mucho más complejo y accidentado. Recordemos que Terry Lynn Karl (1991) sugirió pensar las transiciones latinoamericanas sin perder de vista que quizá las condiciones que permitían la permanencia de las democracias latinoamericanas en el corto plazo, en el largo término quizás limitarían su capacidad de resolver problemas sociales como la pobreza y la desigualdad.
En muchos casos, la «transición» se convirtió así en un estado permanente, en una transición híbrida o «congelada» que no se logra explicar del todo a través de la teoría democrática dominante. Este terreno híbrido, ni democrático ni autoritario, abarca regímenes políticos con atributos de la vida democrática, pero que no representan los intereses ciudadanos, no cuentan con la confianza en las instituciones gubernamentales ni en las elecciones, y cuyos funcionarios públicos violan constantemente las leyes. Estos tipos de regímenes, en realidad, serán la regla y no la excepción, pero se situaron en una categoría que Carothers (2002) denominó «zona gris», un espacio en el que se colocó todo lo que parecía salirse del modelo de interpretación dominante de las transiciones democráticas.
La incapacidad de explicar las «excepciones» o «retrocesos democráticos» con el paso de los años se expandió, pero la teoría democrática ha seguido sin modificarse sustancialmente para comprender esa zona gris de la política donde se dispone todo lo que no embona con los modelos de interpretación: la desconfianza, la corrupción, el desinterés ciudadano, la desafección democrática, la desdemocratización, la informalidad y muchos otros procesos que acontecen en las sociedades democráticas. Dichos fenómenos hasta la fecha se siguen pensando como anomalías, problemas no necesariamente ligados a la visión del mundo y organización social que construye la teoría democrática.
Muchos de estos dilemas democráticos se piensan, incluso, como problemas sociales o de los ciudadanos, y no tanto del modelo democrático o de la inadecuación de los supuestos de la teoría democrática a realidades como la latinoamericana. Como sugiere Godofredo Vidal (2013: 110), a pesar de sus revisitaciones, la teoría democrática sigue minimizando condescendientemente las fallas democráticas para privilegiar las virtudes de este tipo de régimen. En este sentido, se ha convertido en un lugar común llamar populista a todo activismo sociopolítico en lugar de hacerse estudios de los problemas de la «oferta» democrática, que en parte es responsable de que surjan esos nuevos «populismos».
La transición democrática consiste en la institucionalización del régimen político
Este planteamiento sugiere que aquello que existe antes de la democracia no tiene un orden claro, constituido y racional; recuérdense las características ambiguas, tradicionales y desorganizadas que se atribuían al autoritarismo a partir de la definición de Juan Linz (1970). De nuevo, hay una contraposición entre lo que es una sociedad tradicional con un régimen autoritario y una sociedad moderna con un régimen político institucionalizado. Toda disrupción se hace a un lado, se desestima porque se piensa que es algo que se está dejando atrás, creándose cierres artificiales temporales y teóricos.
Desde esta óptica, esto es, lo que sucede durante la transición a la democracia es la institucionalización, la creación de un ordenamiento de las dinámicas políticas del régimen. Si bien las instituciones electorales fueron una novedad, durante las transiciones existían muchas otras formas institucionalizadas del régimen político, pero éstas no cabían dentro del esquema teórico del paradigma democrático. Las reglas informales, el corporativismo y otras prácticas políticas estaban institucionalizadas en los autoritarismos, pero se hicieron a un lado, estableciendo una nueva «zona gris» inexplicable para el paradigma democrático. O´Donnell ya hablaba de esta incapacidad de ver diferentes formas de instituciones en el artículo Otra institucionalización, publicado en 1995.
Estos tres sesgos teóricos de la teoría democrática, probablemente heredados de un vínculo analítico con la teoría de la modernización, son algunas de las posibles derivas para repensar el paradigma democrático.
Conclusiones
Si bien en un principio el paradigma democrático planteaba la necesidad de ciertas precondiciones sociales y estructurales para alcanzar la democracia, conforme los estudios comparativos ampliaron el número de sociedades y procesos de cambio político que deseaban interpretar, aquella lista de precondiciones fue fluctuando y finalmente desapareciendo. Así, se nombraron de la misma manera a procesos políticos de Europa del Este y del Sur, del Cono Sur Americano, de países asiáticos y africanos. Este desarrollo del análisis de las transiciones generó uno de los problemas más comunes y delicados de la política comparada: la peregrinación de modelos de interpretación y el estiramiento conceptual en detrimento de la capacidad analítica de la teoría democrática.
El estiramiento conceptual es un fenómeno sumamente interesante y complejo porque comienza con la intención de crear conceptos que expliquen más casos y fenómenos (reduciendo aparentemente la complejidad de las realidades que se quieren comprender), creando así conceptos adaptables y versátiles, pero técnicamente unidimensionales. Dicha unidimensionalidad lleva a que los conceptos terminen explicando menos de lo que pretendían. Es decir, al reducir complejidad a través de la formación de conceptos mínimos que sirvan para analizar mejor los fenómenos que nos interesan, paradójicamente se van nutriendo puntos ciegos y categorías residuales que limitan el alcance de las observaciones e interpretaciones.
La zona política gris de la que habló Carothers (2002), aquel espacio en el que se colocaban los casos incompatibles con los modelos interpretativos dominantes, puede servir de metáfora para pensar el andamiaje teórico del paradigma democrático. Podría sugerirse que esos grises son, justamente, las categorías residuales que una teoría de alcance medio como la teoría democrática no consigue explicar.
Para reconocer todo lo que escapa en términos analíticos a una teoría, Talcott Parsons (1968) utilizó en sus escritos metodológicos el concepto de «categorías residuales», y para ilustrarlo se sirvió de la metáfora de un reflector que ilumina un punto específico dentro de una vasta oscuridad. Lo iluminado es el esquema conceptual de una teoría que pretende explicar algún aspecto de la realidad; la oscuridad, «la zona gris», es lo residual, todo aquello que del fenómeno una teoría no puede explicar y ni siquiera puede ver. Parsons sugiere que, para observar las categorías residuales, se debe desplazar el reflector y alumbrar otras zonas; así, de alguna manera los esquemas conceptuales se enriquecen e intentan sumar a su andamiaje algunas otras categorías y perspectivas que pueden ser esenciales para sus explicaciones.
El uso de conceptos mínimos sirve para disminuir complejidad y dividir los fenómenos en partes más manejables, pero con el paso de los años esta operacionalización teórica agota su capacidad de explicación. En el caso de la teoría democrática, la reducción de complejidad que implicó su operacionalización ha llevado a varios puntos muertos en términos teóricos. Con la finalidad de entender mejor la realidad, se disociaron, de este modo, fenómenos y procesos que no pueden separarse todo el tiempo. En este sentido, actualmente es necesario que las definiciones de democracia recuperen aspectos estructurales y sociales para poder dar cuenta de la realidad.
La fortaleza de un paradigma o propuesta teórica reside no sólo en su capacidad de darle una lógica explicativa a lo que está iluminando, sino también en su capacidad de relacionarse con las categorías residuales, aceptando la necesidad de iluminar esas nuevas áreas sin sentir que se tambalea su andamiaje conceptual. En este momento, la teoría democrática parece estarse resistiendo a iluminar otras zonas de la realidad social e incorporar categorías residuales, aferrándose a supuestos que parecen inamovibles; pero para que las definiciones minimalistas no pierdan su potencia analítica, es imperativo replantear los presupuestos y pilares teóricos que las han sostenido desde los ochenta.
Hoy la posibilidad de reducir la distancia entre la democracia ideal y la realidad pasa por el debate teórico y la renovación del propio paradigma democrático. Nos enfrentamos a la tarea no sólo de hacer una evaluación de la teoría democrática para determinar sus logros; es preciso identificar los desafíos teóricos que aún deben abordarse.