Introducción
Mucho ha cambiado en México desde la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en 2018. Sin embargo, en importantes aspectos la conversación pública sigue siendo la misma. Intelectuales y periodistas continúan repitiendo tropos que han existido desde hace más de una década alrededor del tres veces candidato y hoy presidente: se trata de «un peligro para México». Como señaló la analista Blanca Heredia (2021), parece como si la mayoría de los comentaristas de nuestra vida pública padecieran una renuencia a pensar, indispuestos o incapaces de entender el «momento populista» (Mudde, 2004) que vive el país.1 Este trabajo es un intento de escapar de esa inercia.
En el verano de 2021, México celebró unas elecciones legislativas que marcaron la mitad del gobierno de AMLO. La campaña que precedió a dichos comicios gravitó en torno al conflicto entre el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), el partido del gobierno que buscaba refrendar su mayoría parlamentaria, y sus principales opositores, los tres partidos que protagonizaron la transición a la democracia a finales del siglo XX: el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD).
Desde el discurso de la oposición, las elecciones fueron presentadas como una disputa entre democracia y autoritarismo. Durante la campaña, medios nacionales e internacionales2 adoptaron también esta narrativa, presentando a López Obrador como una amenaza para la democracia. He aquí quizá el más desconcertante rompecabezas de la política mexicana actual: un gobierno con el margen de victoria más amplio del que se tenga memoria y consistentemente respaldado por la mayoría de los ciudadanos3 es también considerado el mayor peligro para la democracia. ¿A qué apuntan las denuncias de estos críticos? ¿Cuál es la visión de la democracia que está detrás? ¿Y cómo difiere esta idea de la que defiende el lopezobradorismo? Son algunas de las preguntas que este estudio intenta responder.
Mi planteamiento es que la conversación pública mexicana se encuentra en un impasse del que no saldrá hasta que se reconozca que lo que está en el centro de la discusión no es un conflicto entre democracia y autoritarismo, sino un debate en torno a qué tipo específico de democracia hoy busca implantarse en México. En pocas palabras, mi tesis es que tanto AMLO como sus críticos apelan a dos formas distintas de democracia para legitimar sus proyectos: por un lado, una que enfatiza lo que podemos llamar su componente «popular», y por el otro, una que prioriza su componente «constitucional» o «liberal».
Para entender esta coyuntura, es preciso volver al trabajo del politólogo Peter Mair (1951-2011) y a una de sus obras póstumas, el libro Ruling the Void (2013). El hilo de mi argumento es el siguiente: en primer lugar, planteo que el estado actual de la política mexicana es el resultado de un proceso concomitante, el de la cartelización del sistema de partidos durante la transición a la democracia y el de lo que Mair llama «vaciamiento democrático». Por vaciamiento democrático entiendo la transferencia de la toma de decisiones públicas a instituciones no electas (no mayoritarias) integradas por expertos, un fenómeno que en México tomó la forma de un conjunto de instituciones llamadas OCA (organismos constitucionales autónomos). En segundo lugar, sugiero que este proceso tuvo un elemento deliberado: el privilegiar una idea específica de democracia, caracterizada por una visión tecnocrática y un lugar secundario para la participación popular y la rendición de cuentas electoral. En tercer lugar, argumento que estos fenómenos abrieron una ventana de oportunidad para el surgimiento de una opción populista al crear un vacío de representación. En 2018, AMLO fue capaz de encuadrar la elección presidencial en términos populistas al oponer una «mafia del poder» (una élite de tecnócratas y expertos junto a un cartel de partidos caracterizado en su discurso como corrupto) a un «pueblo bueno». Tal y como Mair intuyó para el caso europeo, estos eventos condujeron en México a un escenario en el que los ciudadanos tienen hoy frente a sí dos alternativas políticas: una versión popular (o populista) de la democracia, la de AMLO y Morena, y una versión liberal y tecnocrática de este régimen, la de la oposición partidista a la llamada Cuarta Transformación.
El objetivo de este texto es, por tanto, ofrecer una interpretación alternativa del momento actual, caracterizando las dos concepciones de la democracia que hoy definen la política mexicana, rastreando su origen y analizando su despliegue en algunos eventos clave.
La primera sección del artículo presenta una lectura de la política contemporánea en términos maireanos. La segunda sección analiza la política mexicana siguiendo estas coordenadas. La tercera sección del artículo ofrece una caracterización de la democracia de AMLO y la de sus críticos, así como un comentario sobre el conflicto en torno a los OCA, uno de los eventos en las que estas dos versiones de la democracia han entrado en disputa. Finalmente, la cuarta sección concluye.
Del partido cartel al vaciamiento democrático: un análisis maireano de la política
A. Peter Mair y el vaciamiento de las democracias
En su libro póstumo,4 Ruling the Void (2013), Peter Mair describió lo que, a principios de la década pasada, le pareció el ocaso de la democracia de partidos. Hay muchos temas relevantes en esa pequeña obra maestra, desgraciadamente inacabada, pero me interesa sobre todo uno, sobre el que Mair construye todo su argumento: la idea del «vaciamiento de la democracia».
Ruling the Void comienza con una disquisición sobre la manera en que la democracia ha sido entendida en Occidente, subrayando los intentos que a lo largo de las últimas décadas se han sucedido para modificar el concepto. El recuento de Mair es el siguiente: durante el siglo XX, la democracia se convirtió en la forma más extendida de gobierno en el mundo. Sin embargo, el concepto mismo de democracia no estaba exento de controversia ni de una disputa ideológica. Tradicionalmente, la democracia había sido entendida como una forma de gobierno compuesta de dos elementos: por un lado, lo que Mair llama su «componente constitucional», que enfatiza la necesidad de frenos y contrapesos, la división de poderes y el gobierno por medio de representantes. En términos del célebre discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln, se trata del gobierno «para» el pueblo. Por el otro lado está lo que Mair denomina el «componente popular» de la democracia, que se refiere al gobierno «por» el pueblo a través de la idea de igualdad política, la participación electoral, la rendición de cuentas y la regla de la mayoría.
Por un largo tiempo se pensó que este binomio, que aprenderíamos a llamar democracia liberal, era indisociable. Ambos componentes coexistían y se complementaban entre sí. Sin embargo, durante las últimas décadas del siglo pasado, Mair identificó una tendencia por la que avanzaba una redefinición del concepto en la que el componente popular perdía peso, alimentada por un sentimiento antipolítico y las ideas de la llamada Nueva Gestión Pública. De acuerdo con el autor, este proceso estaba presente tanto en la teoría como en la práctica, entre académicos y políticos. En su recuento, si el fin de siglo fue testigo de una creciente indiferencia entre la ciudadanía hacia la política, esta redefinición de la democracia no tenía la intención de corregirla, incentivando una mayor participación o dotando de un nuevo vigor a este régimen. Al contrario: «lejos de ser una respuesta al desapego popular, el propósito de esta renovación conceptual de la democracia era hacer las paces con dicho fenómeno» (Mair, 2013: 9).
De acuerdo con Mair, la idea que ganó peso durante esos años fue que si el binomio de la democracia liberal no podía existir más de la manera en que lo conocíamos -debido a los efectos de la globalización, el fracaso de los partidos políticos o los cambios en el capitalismo-, lo que tenía que ser salvado era el componente «liberal» del mismo. Es decir, su parte «constitucional», no el elemento propiamente democrático, es decir, «popular». Esta distinción entre los dos componentes del binomio allanó el camino para un «proceso de ponderación relativa, en el que el componente popular de la democracia era degradado respecto al componente constitucional» (Mair, 2013: 10) . En el más extremo de los casos, esto significó hablar de una democracia sin el demos en su centro, en las que los políticos electos se limitaban a «gobernar el vacío».
Probablemente, el síntoma más claro de esta tendencia hacia el vaciamiento democrático fue el proceso mediante el cual cada vez más áreas de la vida pública fueron aisladas del juego político electoral. A lo largo de los últimos treinta años, lo que se ha denominado «instituciones no mayoritarias» se han extendido a lo largo de los sistemas políticos, en un intento de transferir el modelo de los bancos centrales (dirigidos por expertos no electos y supuestamente neutrales) a más instituciones y áreas de la sociedad.
¿La razón? Hay temas tan sensibles e importantes que no pueden ser dejados en las manos de políticos miopes, sesgados por sus intereses electorales de corto plazo y sus inclinaciones partidistas. Se trata de un proceso en cuyo análisis fue pionero Majone (1996), quien argumentó que estas instituciones podrían resolver el problema del cortoplacismo y la falta de credibilidad de los gobiernos. De esta manera, la tecnocracia como forma de gobierno entraba en escena. Con ella, lo hacía también una nueva forma de legitimar la toma de decisiones públicas «despolitizada».
Como Mair explica en un trabajo publicado posteriormente con Richard Katz (2018: 162), gobernar siempre implica cuestiones tanto de «preferencias» como de «técnica», y la manipulación de la distinción entre una y otra puede ser una útil herramienta política. Esto puede servir como una estrategia para incrementar la influencia propia, especialmente para burócratas y expertos. Al encuadrar una decisión como una cuestión de técnica, señalan, «el tema es sacado de la arena política y al experto se le otorga la posición de privilegio en la que puede decidir, mientras que las preferencias expresadas por el público son definidas como ingenuas o mal informadas» (Katz y Mair, 2018: 162).
En consecuencia, el problema del gobierno tecnocrático no es solo que es menos técnico y más político que lo que se pretende, sino que su caracterización como una forma de democracia solo es posible partiendo de una definición muy limitada del término, en el que la soberanía popular tiene muy poco espacio. Si el politólogo Elmer Schattschneider (1975) célebremente definió al pueblo americano como un pueblo «semi-soberano» en la práctica, para Mair el vaciamiento de la democracia había convertido a los ciudadanos de las democracias occidentales de finales del siglo XX en pueblos no soberanos en absoluto.
La distinción que hace Mair entre dos componentes de la democracia es deudora del trabajo de Dahl (2006) sobre la democracia «populista» y «madisoniana». De igual modo, está vinculada con otra tensión sobre la que Mair (2009) reflexionó al final de su vida: la que hay entre lo que llamó gobiernos y partidos «responsables» y «representativos». Sobre ella construyo este trabajo.
B. Mair, Katz y el nacimiento del partido cartel
El proceso de vaciamiento democrático de las democracias occidentales fue mano a mano con la culminación de un largo proceso de oligopolización política. A la par de una creciente concentración de la riqueza, durante las últimas décadas el mundo ha sido testigo de una concentración análoga del poder político. Esto es lo que Mair, en una serie de trabajos clásicos con Katz, bautizó como la emergencia del «partido cartel».
En una nuez, la idea de la cartelización es que los partidos, otrora vasos comunicantes entre la sociedad y el Estado, han abandonado la primera para irse en brazos del segundo. De forma análoga a lo que ha ocurrido en los mercados, un número de democracias occidentales se han convertido en oligopolios de facto, en el que un puñado de jugadores se ponen de acuerdo entre sí para dar la impresión de que compiten mientras que, de hecho, cierran la posibilidad para que outsiders y posibles adversarios reales entren a la arena política.
En su trabajo clásico sobre el tema, Katz y Mair (2004) proponen la idea de la «cartelización de los partidos» como la etapa final de la evolución de los partidos en el siglo XX, una trayectoria en la que los cambios en los partidos políticos han reflejado los que ocurrían en la sociedad. Primero, los partidos de masas que caracterizaron la primera mitad del siglo XX, basados en fuertes identidades partidistas y vinculados a los sindicatos y organizaciones de base, habrían dado paso al surgimiento de los partidos catch-all o «atrapatodo», que dependían de los medios masivos de comunicación y se enfocaban en el votante mediano. Posteriormente, el fin de siglo habría marcado el nacimiento del partido cartel, en el que el propósito de estas organizaciones políticas no era representar los intereses sociales, sino permanecer en el gobierno y beneficiarse del financiamiento público. Todo mientras estos partidos imponen colectivamente altas barreras para sus adversarios potenciales.
En Ruling the Void, Mair retoma esta tesis. Para él, «durante las últimas décadas del siglo XX se llevó a cabo un alejamiento gradual pero inexorable de los partidos de la sociedad hacia el gobierno y el estado» (Mair, 2013: 82). Esta tendencia habría conducido a una situación «en la que cada partido se iba distanciando de los votantes a los que supuestamente buscaba representar mientras al mismo tiempo se vinculaba de forma más cercana con los rivales contra los que en teoría debía competir» (Mair, 2013: 83).
Las razones para este movimiento son varias y pueden sintetizarse como sigue: en las democracias contemporáneas, los partidos se han convertido en organizaciones cuya supervivencia depende más y más del financiamiento público y del apoyo estatal, y cada vez menos de sus miembros u organizaciones afiliadas. Esta dependencia ha sido acentuada por el hecho de que, en muchos casos, el financiamiento público implica una mayor regulación de los procedimientos internos y la organización de los partidos en la ley, lo que acaba por convertirlos de hecho en instituciones cuasi estatales, debilitando su autonomía organizativa. Finalmente, los partidos mismos han profundizado esta dependencia al priorizar su papel como instituciones de gobierno frente a su rol como representantes populares. Es en este sentido que los partidos «han reducido su presencia en la sociedad y se han transformado en partes del Estado» (Mair, 2013: 97). Al final del día, la cartelización de los partidos equivale a un alejamiento de las élites, que ha sido acompañado por una mayor desafección por parte de la ciudadanía, cada vez más indiferentes a la política y a la democracia.
C. Respuestas a los partidos cartel: la dialéctica populista
En sus trabajos, Katz y Mair usan un enfoque dialéctico en el que cada nueva forma de partido «estimula» el nacimiento de una nueva forma de oposición. Como una reacción a la cartelización partidista, ellos previeron la emergencia de partidos de oposición «anti-sistema». En Ruling the Void, Mair explícitamente argumenta que la cartelización de las democracias abre un espacio para el surgimiento de una oposición populista (2013: 19).
Desde el punto de vista de Mair, estos «desafíos populistas» estarían marcados por una oposición explícita no a uno o dos partidos, sino a la clase política en su conjunto. Solo hace falta dar un paso más para plantear que la élite frente a la que se levanta este tipo de populismo está compuesta, en buena medida, por los partidos cartel y los tecnócratas al mando de instituciones no mayoritarias. Si bien los políticos populistas rara vez usan el término «cartel» en sus diatribas, la creciente separación entre los ciudadanos y políticos que caracteriza este modelo de partido es un sospechoso habitual en su retórica (Katz y Mair, 2018: 181). La sucesión de estos eventos, advertía Mair, dejaría a la ciudadanía con solo dos alternativas: la del populista o la del experto apolítico.5
Mutatis mutandis, una cadena de eventos similar puede explicar el estado actual de la política mexicana. Mi argumento es que la transición mexicana a la democracia implicó dos procesos concomitantes: la cartelización de nuestro sistema de partidos y el vaciamiento de nuestra democracia. Ambos procesos fueron puestos en la picota por un desafío populista en 2018.
México: pactos oligárquicos, autonomías tecnocráticas y desafíos populistas
A. La cartelización del sistema de partidos mexicano: el Pacto por México
Los años transcurridos entre el momento en que el PRI pierde por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados (1997) y la elección de Andrés Manuel López Obrador como presidente (2018) fueron un momento de una estabilidad inusual para el sistema de partidos mexicano. Luego de más de 70 años de gobiernos del PRI, el proceso que llamamos «transición a la democracia» permitió que un régimen de partido hegemónico se convirtiera en un sistema de partidos competitivo en que tres fuerzas políticas -el PRI, el PAN y el PRD - obtuvieran alrededor del 90% de los votos en las elecciones (López Cafaggi, 2020: 13). Sin embargo, el éxito de este aparentemente ejemplar proceso de democratización pronto generó sus propios demonios. Como el politólogo Eduardo López Cafaggi explica en una tesis presentada en la London School of Economics, «la institucionalización del sistema de partidos creó también una oligarquía política en la que un pequeño grupo de camarillas concentraban poder y recursos financieros» (2020: 13). En pocas palabras, explica este politólogo, tan pronto como nacía, el nuevo sistema de partidos de la democracia mexicana comenzó a «cartelizarse».
Ha habido diversos intentos de aplicar la tesis del «partido cartel» al caso mexicano. Se trata de una empresa compleja, toda vez que la obra de Katz y Mair fue pensada originalmente en sistemas de partidos de democracias maduras. Con todo, trabajos como los de Leonhardt (2015), Díaz Jiménez (2018) y, sobre todo, López Cafaggi (2020), han mostrado que la política mexicana del cambio de siglo puede leerse también en esos términos.
Los oligopolios no son un fenómeno extraño para los mexicanos. Mientras el autoritarismo político se relajaba, durante los últimos gobiernos del PRI una generación de tecnócratas llevó a cabo una ambiciosa transformación de la economía del país. En su agenda, la privatización de empresas públicas fue fundamental. El resultado fue la concentración de importantes sectores de la economía en unas pocas compañías.6
En la arena política, la oligarquización del sistema mexicano de partidos tuvo diversas causas. Las principales, como apunta López Cafaggi, fueron el tratamiento que se le da a los partidos en la legislación mexicana, la primacía del financiamiento público y un contexto político -el del Consenso de Washington- que incentivaba la convergencia ideológica (2013: 19-24).
Desde el principio de la transición mexicana a la democracia, no fueron los sindicatos ni los movimientos sociales, sino los partidos quienes tomaron un rol protagónico, lo que los acabaría convirtiendo en los únicos vehículos para la participación electoral reconocidos por ley y, con ello, en poseedores del monopolio de la representación política. La Constitución mexicana considera a los partidos «entidades de interés público», lo que les garantiza espacios en los medios y un generoso sistema de financiamiento, que se convertiría en su principal fuente de recursos. Como Katz y Mair planteaban, esta dependencia al financiamiento estatal hizo que los partidos mexicanos acabaran por alejarse del mundo de la sociedad y se refugiaran en el del Estado.
La importancia de este financiamiento puede verse a través de la reforma electoral de 1996, aprobada tan solo un año antes de que el PRI perdiera la mayoría legislativa. Como López Cafaggi destaca, esta ley incrementó el presupuesto público de los partidos en 600%, haciendo de las elecciones mexicanas las más costosas de Latinoamérica (2013: 20). Desde entonces, los principales partidos mexicanos unieron esfuerzos sistemáticamente para mantener o incrementar dichos recursos y hacer más difícil que nuevos competidores compartan el botín. En un giro inesperado de la historia, en México el financiamiento público se ha convertido en una barrera para la entrada de nuevos partidos, dada la peculiaridad de la legislación mexicana, que asigna fondos públicos de forma retrospectiva, de acuerdo con el desempeño que los partidos tuvieron en la elección anterior. Este arreglo favorece a los jugadores ya establecidos frente a los novatos. De igual modo, este esquema ha dificultado la participación en elecciones de candidaturas independientes sin partido.
Si la resistencia a permitir la entrada de nuevos rivales fue un signo de la complicidad existente entre los principales partidos mexicanos, otra faceta de su colusión tiene que ver con la ideología. Desde los años ochenta, los dos mayores partidos políticos de México (el PRI y el PAN) convergieron en una agenda política: la de la liberalización económica, la privatización y la reducción del tamaño del Estado. El PRD, por su parte, como heredero de la izquierda tradicional mexicana, había mantenido cierto grado de autonomía programática en sus críticas al neoliberalismo. Entonces llegó el 2012.
Ese año marcó el regreso del PRI a la Presidencia, luego de dos gobiernos del PAN. El primer acto del priista Enrique Peña Nieto como nuevo presidente fue anunciar la firma del Pacto por México , un acuerdo político que incluía a la Presidencia y las dirigencias del PRI, PAN y PRD. El Pacto fue recibido como un éxito democrático histórico. El propio Peña Nieto lo promovió como «una manera para dar solución a los grandes problemas nacionales, superando así una época marcada por la polarización política y la parálisis legislativa» (2014). Su carácter excepcional llevó a analistas a considerarlo «uno de los acuerdos políticos más ambiciosos de las últimas décadas», cuya construcción fue sorprendentemente mantenida en secreto durante meses (López Noriega y Velázquez, 2018). En realidad, el acuerdo fue la prueba más cándida de la existencia de un oligopolio de partidos cuya convergencia ideológica en torno al neoliberalismo los volvía prácticamente indistinguibles. Si usualmente se piensa en los oligopolios como acuerdos implícitos que se mantienen en las sombras, el Pacto por México y las 11 reformas estructurales que generó (en campos como la energía, los impuestos y la educación) mostró hasta qué punto el sistema de partidos de la transición a la democracia funcionaba, en la práctica, como un cartel.7
B. El vaciamiento de la democracia mexicana: los organismos constitucionales autónomos (OCA)
Así como el Pacto por México de 2012 encarnó la cartelización del sistema de partidos, el proceso que Mair llamó «vaciamiento de la democracia» fue llevado a cabo de manera igualmente ejemplar en nuestro país. Este vaciamiento ocurrió de la mano de la proliferación de un grupo de instituciones públicas llamadas OCA. Los OCA fueron creados con el propósito de cambiar el locus de la toma de decisiones públicas del gobierno a instancias dirigidas por expertos apartidistas. El supuesto detrás de la creación de los OCA, como escribe Christopher Ballinas (2018), era que la autonomía les permitiría tomar en consideración las herramientas que fueran técnicamente óptimas para el desempeño de sus funciones, sin tener que estar sujetas a decisiones políticas, es decir, partidistas.8
La principal característica de los OCA es que no pertenecían formalmente a ninguno de los tres poderes tradicionales del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Un producto de la década de los noventa, el nacimiento de los OCA estuvo vinculado con las ideas de la Nueva Gestión Pública (Contreras, 2020), entonces en boga, así como con la influencia de los organismos financieros internacionales (Cárdenas, 2015) sobre la política mexicana durante los gobiernos neoliberales del cambio de siglo. Autores como Dussauge (2016) los consideran una señal de la modernización del entramado institucional del Estado mexicano. Mi planteamiento es que también estuvo íntimamente relacionado con el avance de una idea específica de democracia.
Empezando con el Banco de México, creado en 1925, pero convertido en una institución independiente de 1993, los OCA actualmente actúan sobre un conjunto amplio y diverso de campos en la política mexicana. Entre ellos están la organización de las elecciones, la defensa de los derechos humanos, la elaboración de las estadísticas nacionales, la evaluación educativa, las telecomunicaciones, la competencia económica, la protección de datos personales, el acceso a la información pública, la evaluación de la política social y la procuración de justicia.
La lista es larga. Tomados en conjunto, estos organismos se convirtieron en una especie de «exoesqueleto del Estado», como sugirió el sociólogo Fernando Escalante (2019), en un tiempo en que los tecnócratas del PRI intentaban encontrar «soluciones técnicas a los problemas (políticos) de legitimidad» del régimen.
La mayoría de estas instituciones no nacieron con el status legal por el que son conocidas hoy, sino que emergieron como parte del Poder Ejecutivo y el gobierno. Fue hasta después que se les dio autonomía constitucional. Por lo anterior, no sorprende que una de las consecuencias más directas de la creación de los OCA fue el debilitamiento de la antaño omnipotente Presidencia mexicana. De acuerdo con el jurista Pedro Salazar (2017), la creación de los OCA constituyó el mayor cambio en el Poder Ejecutivo mexicano en las últimas décadas. Después de más de medio siglo de centralismo autoritario, este debilitamiento relativo fue celebrado como un logro, aunque nada garantizaba que el menor poder del gobierno se traduciría en un fortalecimiento del Estado (Salazar, 2014).
Algo que ha estado ausente de la mayoría de los análisis sobre los OCA han sido las consecuencias políticas de su creación más allá del balance de poder dentro del gobierno, específicamente, sus efectos en términos democráticos y de rendición de cuentas. Partiendo de la distinción entre los dos componentes de la democracia que plantea Mair, la creación de los OCA fue un duro golpe al elemento «popular» de la democracia mexicana, al blindar varias áreas clave de la política pública del juego electoral. En este sentido, además de debilitar al Poder Ejecutivo, los OCA actuaron como una especie de escudo que blindó a un proyecto particular de país, el del neoliberalismo del cartel de partidos, de cualquier revés electoral futuro y de los cambios de la voluntad popular.
De forma un tanto paradójica, lo que podría dar la impresión de haber sido un momento de claudicación de la clase política del fin de siglo en México, que parecía abdicar de los asuntos públicos y delegarlos a un nuevo grupo de técnicos y expertos, pudo hacer sido su proyecto más ambicioso (Morales, 2021). Estas «demasiadas autonomías», como Salazar Ugarte las llamó (2014), bien pudieron haber sido una manera de intentar dejar la política pública mexicana «atada y bien atada» de forma preventiva ante posibles cambios en el futuro.9 Esta ilusión duró hasta 2018, cuando tanto el cartel de partidos como los OCA fueron puestos en entredicho en la campaña presidencial que llevaría a Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia del país.
Un aspecto relevante de la historia política contemporánea de México que no ha recibido la atención que merece es el hecho de que la cartelización del sistema de partidos fue una precondición para el vaciamiento de su democracia. Fueron los tres partidos del régimen de la transición, el PRI, PAN y PRD, los que hicieron posibles las reformas constitucionales que dieron lugar a los OCA en un contexto de gobierno dividido. Eso no es todo: los OCA fueron un elemento central también de la agenda del Pacto por México al grado de que, si se estudia la historia de este grupo de instituciones, tiene que hacerse una división tajante entre dos momentos de su trayectoria. Por un lado, el periodo enmarcado en la transición a la democracia (1993-2006), y por otro, el que ocurre durante el Pacto por México (Peschard, 2021). Aunque los OCA nacieron originalmente durante la década de los noventa, fueron los tiempos del Pacto y el regreso del PRI los que llevaron la «locura autonomista» al paroxismo.
La expansión del modelo de los OCA a más y más áreas de la vida pública ha implicado claros riesgos: de entrada, puede diluir la participación política de los ciudadanos, al darle un papel tan preponderante a instituciones presididas por individuos que no han sido electos por el pueblo ni son responsables ante él (al menos, no directamente). Algunas voces como Contreras (2020) han advertido que esta tendencia puede abrir la puerta a una tecnocracia autoritaria que puede, en última instancia, amenazar la soberanía popular. Desde mi perspectiva, la proliferación de los OCA evidencia la apuesta por un tipo de democracia no politizada en la que los elementos no participativos (liberales o constitucionales, en términos de Mair) son la prioridad. Fue esta concepción de la democracia, de la mano con el cartel de partidos y las instituciones tecnocráticas, la que fue desafiada en 2018.
C. El desafío populista: AMLO y las elecciones de 2018
Como explican Castro Cornejo, Ley y Beltrán (2021), al menos tres condiciones son requeridas para que ocurra una «activación populista» del electorado en una elección: un agravio, una retórica populista que politice ese agravio y la movilización del enojo del electorado de modo que pueda ser convertida en apoyo electoral. Eso es lo que ocurrió en la elección presidencial de 2018 en México, en la que AMLO y su partido, Morena, lograron ganar la presidencia con 53% de los votos, así como las mayorías en el Congreso.
Desde 2006, cuando compitió por primera vez por la Presidencia y es declarado perdedor por un estrecho margen en medio de acusaciones de fraude, AMLO ha usado una retórica populista en la que confronta al pueblo con una élite corrupta a la que llama «mafia del poder». Originalmente, esta «mafia» consistía en los líderes del PRI y el PAN. Sin embargo, a partir de 2012, con la ruptura entre López Obrador y la participación del PRD en el Pacto por México, las denuncias de AMLO comenzaron a incluir a los tres principales partidos de la política mexicana. Para AMLO y el lopezobradorismo, la élite a la que se enfrentaban era el cartel de partidos de la transición.
La campaña de 2018 que llevó a López Obrador a la Presidencia estuvo enfocada en denunciar la corrupción de esos partidos y en revocar las reformas emanadas del Pacto por México. Una vez que las elecciones pasaron, la élite con la que AMLO antagonizó no solo estaría conformada por los partidos, sino por los dirigentes de algunos OCA como el Instituto Nacional Electoral (INE), el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), la CRE (Comisión Reguladora de Energía), entre otros, considerados el último bastión del antiguo régimen por el nuevo gobierno.
La política en tiempos de AMLO: historia de dos democracias
Desde las elecciones de 2018, la política mexicana se ha convertido en un campo de batalla entre dos concepciones de la democracia. La primera, impulsada por AMLO y sus seguidores, que enfatiza los elementos «populares» de la democracia. La segunda es la impulsada por el antiguo cartel de partidos, ahora en la oposición, cuyo programa es un regreso más o menos explícito a la democracia «vaciada» anterior a 2018, subrayando la preeminencia de los frenos y contrapesos, las instituciones independientes y el expertise técnico.
A. La democracia del lopezobradorismo
Para AMLO y sus simpatizantes, la democracia está definida primordialmente por su componente popular. En sus libros,10 así como en sus discursos y en su programa de gobierno, López Obrador equipara la democracia con la participación, el poder popular y la formación de mayorías. De ahí el énfasis dado en la narrativa de su gobierno a los 30 millones de votos que recibió en 2018, la cifra más alta recibida por un candidato en la democracia mexicana (García y Jiménez, 2018).
Este énfasis en los elementos «populares» de la democracia también explica la relevancia que los mecanismos de democracia directa11 han tenido en el discurso y la política del gobierno de AMLO. Entre estos instrumentos, los más destacados durante su gobierno han sido las consultas y la revocatoria de mandato.12
Las llamadas «consultas populares» son una herramienta de participación que ha existido en México desde hace décadas,13 aunque nunca se habían utilizado a nivel nacional. Desde su campaña presidencial, AMLO expresó su intención de revertir las «mal llamadas» reformas estructurales (laboral, educativa, fiscal, energética) aprobadas a través del Pacto por México. Sin embargo, señaló que «no respondería a la imposición con otra imposición. La gente va a ser consultada sobre si dichas reformas son mantenidas o canceladas» (López Obrador, 2017).
Si bien la ley federal que hace posibles las «consultas populares» fue aprobada en 2014, durante la Presidencia de Enrique Peña Nieto, el gobierno de AMLO dio a estos ejercicios un rango inédito, al incluirlos en el catálogo de derechos políticos de los ciudadanos incluidos en la Constitución (en su artículo 35). Dichos procedimientos deben ser aprobados por la Suprema Corte de Justicia y organizados por el INE.
Hasta ahora, el gobierno de AMLO ha propuesto solamente un referéndum usando este marco legal. A través de dicho ejercicio, en agosto de 2021 se sometió a votación la decisión de tomar acciones penales o no contra las decisiones políticas de los presidentes mexicanos del llamado «periodo neoliberal» (1982-2018). López Obrador calificó dicho evento como el «inicio formal de la democracia participativa» en México, un régimen en el que el pueblo «[puede] estar constantemente opinando, gobernando». Al mismo tiempo, estimó que estas consultas se convertirían en un legado de su gobierno en términos de cultura política (El Economista, 2021).
No obstante, desde el periodo de transición entre la victoria electoral de julio de 2018 y la toma de posesión de López Obrador en diciembre de ese año, el equipo del nuevo presidente organizó una serie de consultas populares sin la asistencia de la autoridad electoral. A partir de sus resultados, AMLO cumplió con varias de sus promesas de campaña, como la cancelación de la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, un proyecto de infraestructura envuelto en acusaciones de corrupción. De igual manera, estos referéndums sirvieron al gobierno entrante como un refrendo popular a sus propios «megaproyectos», tales como la construcción de un tren de pasajeros en el sureste mexicano (el Tren Maya). A pesar de que estas consultas no fueron vinculantes y su legalidad fue cuestionada, son un ejemplo de cómo, para el lopezobradorismo, el ejercicio de la legitimidad popular es imprescindible, incluso si este se realiza al margen del marco institucional vigente.
El énfasis en el elemento «popular» de la democracia para el gobierno de AMLO puede también ser rastreado en su propuesta de introducir la figura de la «revocación del mandato» en la legislación mexicana. Durante su periodo como alcalde de la Ciudad de México (2000-2006), AMLO se sometió a un referéndum revocatorio (Ramírez, 2004).14 Como presidente electo, la fracción parlamentaria de Morena presentó una iniciativa de ley que incluía la posibilidad de revocación de mandato por medio de una consulta pública a celebrarse en 2022, procedimiento que fue incluido en la Constitución. En 2020, AMLO resumió su propuesta como una manera de poner en práctica la idea de que «el pueblo pone, el pueblo quita». El 10 de abril de 2022 se llevó a cabo la primera consulta de revocación de mandato para un presidente de la república en México,15 que AMLO promovió como una forma de «convertir a la democracia en un hábito» (González, 2022).
Con todo, quizá el lugar donde esta preferencia por un tipo de democracia «popular» es más claro es en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) del gobierno, el documento que guía cada administración presidencial mexicana. El PND del gobierno de AMLO lo establece de forma diáfana en el título de uno de sus capítulos: «democracia significa el poder del pueblo».
Contrario a lo que había sucedido por décadas, durante el gobierno de AMLO es el componente popular de la democracia el que ha ganado peso, mientras que el componente constitucional es el que está en riesgo de ser degradado. Esta concepción de la democracia puede generar un compromiso de empoderamiento ciudadano más que bienvenido. Sin embargo, también entraña problemas. Si la democracia del lopezobraodorismo implica por definición una devaluación de los elementos «constitucionales» del régimen (frenos y contrapesos, equilibrio de poderes, etc.), los conflictos entre el gobierno y tribunales, organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación y organismos autónomos no son una anomalía, sino una consecuencia lógica de su esencia (Morales, 2019). En este sentido, el lopezobradorismo puede ser entendido, parafraseando la célebre definición de populismo de Mudde y Rovira (2017), como una respuesta democrática, pero no liberal, a un liberalismo no democrático: el del México de fin de siglo.
B. La democracia de la oposición
¿Qué ocurre con los críticos de AMLO y la oposición a su gobierno? De lo que puede extraerse de sus intervenciones públicas, su idea de democracia consiste, sobre todo, en una defensa de la figura de los checks and balances, que han adquirido un carácter central en su discurso, así como del expertise técnico. Descontando algunas excepciones que han tratado de reproducir sin mucho éxito la estrategia populista del propio AMLO, la oferta política de la oposición al lopezobradorismo consiste en una versión idealizada de la democracia «vaciada» de Mair, enfatizando la primacía de los elementos «constitucionales» de este régimen político: el equilibrio de poderes, los límites a las mayorías y la necesidad de instituciones independientes que estén blindadas del juego electoral.
Continuando con la imagen que Mair utiliza en su obra, si el problema de la democracia mexicana anterior a 2018 era que estaba siendo «vaciada», el problema que el lopezobradorismo plantea (de acuerdo con sus críticos) es el de un «desbordamiento» democrático. En él, la dinámica electoral y las decisiones impulsadas por las mayorías no solo estiran, sino que rompen el marco que las debería contener.
Esta versión alternativa de la democracia y sus preocupaciones ocuparon un espacio central durante la campaña electoral de 2021. En las elecciones legislativas de junio de ese año, los que por más de dos décadas fueron los partidos más importantes de la política mexicana -PRI, PAN y PRD- decidieron encarnar las acusaciones de AMLO y competir juntos como una coalición. El cartel de partidos se convirtió en la coalición Va por México, cuyo eje discursivo fue «salvar a la democracia» del autoritarismo de López Obrador.
En la conferencia de prensa del lanzamiento del proyecto de Va por México, sus líderes dejaron claro que su proyecto partía de la necesidad «[de] una verdadera democracia» y que los unía «una forma de entender el sistema democrático y político» (Forbes, 2020).
Ya desde principios de 2021, para Marko Cortés (dirigente del PAN), el objetivo de las elecciones de 2021 era uno solo: «reestablecer el equilibrio de poderes», pues «toda democracia necesita equilibrios y contrapesos […], para que no se siga manejando el país al contentillo de un solo hombre» (El Comentario, 2021).
Pasadas las elecciones,16 el líder del PRD, Jesús Zambrano, fue explícito al vincular las ideas del freno a Morena, el equilibrio de poderes y los organismos autónomos como centro del proyecto opositor. En una conferencia de prensa realizada el 8 de junio de ese año, Zambrano (Latinus, 2021) estimó que los resultados obtenidos por Va por México «permitirían retomar el equilibrio de poderes por primera vez desde 2018» y que el aumento de diputados opositores significaría que «habrá un Banco de México autónomo […], habrá INE, habrá INAI, habrá INEGI, habrá CONEVAL; habrá COFECE; habrá organismos constitucionales autónomos como mecanismos de control de la sociedad sobre el gobierno».
Resulta sintomático que el eje de la campaña opositora en dichas elecciones legislativas no haya sido la persistencia de casos de corrupción en el gobierno mexicano, los índices de violencia y criminalidad o el deslucido desempeño de la economía mexicana, pese a que esos tres temas continúan siendo los principales predictores del voto entre los mexicanos (Altamirano y Ley, 2020). Tampoco el manejo de la pandemia de Covid-19 por parte del gobierno. El encuadre que se le dio a las elecciones por parte de la oposición fue eminentemente político. Su idea central fue la necesidad de ponerle «frenos» al poder de López Obrador.
Una estampa elocuente de la campaña de la coalición opositora fue el regreso a la vida pública de Diego Fernández de Cevallos, patricio histórico de la derecha mexicana que llamó a la ciudadanía a «votar por quien quieran, menos por ellos», al tiempo que definía a las elecciones como una oportunidad para frenar el «golpe de Morena a la democracia» (El Financiero, 2021).
En el discurso de la oposición, los frenos al lopezobradorismo tomaron varias formas: la primera fue un Congreso en el que Morena no tuviera mayoría. De ahí las constantes llamadas al «voto útil», como el de Fernández de Cevallos. La segunda han sido los organismos autónomos. A continuación, presento la controversia que ha existido en torno a estas instituciones como un evento en el que las dos concepciones de la democracia en disputa pueden estudiarse.
C. El conflicto en torno a los OCA
Aunque los desencuentros entre AMLO y organismos autónomos como el INE y su antecesor, el IFE, pueden rastrearse a conflictos poselectorales como el de 2006, la controversia actual entre el presidente y los OCA en su conjunto nace con la actual administración federal.
Desde el inicio de su presencia, AMLO recibió a los OCA con escepticismo. Fuera de la lógica electoral y mayoritaria, estas instituciones fueron vistas como obstáculos potenciales al proyecto político del lopezobradorismo. Así, en diversas ocasiones a lo largo de los últimos cuatro años el presidente ha calificado a los OCA como enclaves del «antiguo régimen» ocupados por tecnócratas, además de considerarlos costosos e inservibles. Para un importante sector de la oposición, por el contrario, los OCA se han convertido en una especie de último recurso: refugio y última línea de defensa de un proyecto que parece haber dejado de intentar formar una mayoría popular (Morales, 2021).
El conflicto entre los OCA y el presidente alcanzó una nueva dimensión a principios de 2021, durante una de las conferencias de prensa matutinas de López Obrador. El 7 de enero, el presidente los llamó «caros» y «no beneficiosos» para el pueblo, y anunció que tenía la intención de modificar la ley para hacerlos desaparecer (Animal Político, 2021). El 28 de abril, AMLO se lanzó una vez más contra estas instituciones, comparándolos con un «ogro» que solo ve «por los de arriba». Como antes, el presidente enfatizó que estas agencias fueron creadas por gobiernos neoliberales y reiteró que servían como «cómplices» de la «mafia del poder» a defender los intereses de los pocos (Domínguez, 2021).
Jacqueline Peschard (2021), miembro del consejo del INAI, el organismo autónomo encargado de la política de transparencia, ha documentado las maneras en las que el presidente ha criticado públicamente esta institución. De diciembre de 2018 a julio de 2020, encontró que AMLO ha hablado del INAI 18 veces durante sus conferencias. La mayoría de las veces lo ha hecho en términos negativos, llamándolo «una simulación», «corrupto», «una moda importada», «conservador» y «caro».
Hay verdad en las acusaciones de AMLO. Los OCA fueron diseñados por la facción tecnocrática del PRI y creados por reformas legislativas aprobadas por el cartel de partidos de la transición, antes y durante el Pacto por México. Sus dirigentes han sido tecnócratas cuya independencia es cuestionable habida cuenta de sus vínculos formales e informales con los partidos políticos actualmente en la oposición. Sus salarios son más altos incluso que el del presidente (Patiño, 2021).17 Sus resultados, además, están lejos de ser extraordinarios. Como señala Ballinas (2018), la creencia de que los organismos autónomos, por sus características, son instituciones más transparentes y efectivas no se sostiene en México. Los OCA no muestran mejores niveles de transparencia que las agencias del propio gobierno federal, y su desempeño alcanza niveles apenas aceptables. Evaluaciones cualitativas acerca del desempeño de los OCA en México, como el realizado por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias en 2009 (citado en Dussauge, op. cit.), apuntan al mismo resultado: el desempeño de estas instituciones no ha sido destacado.18
No obstante, la continuidad de los ataques de AMLO revela algo más. Mi tesis es que hay algo en los OCA que va en contra del corazón de su proyecto político.
En su centro, el conflicto entre el presidente y los OCA es otra cara de la disputa entre las dos maneras de entender la democracia que hoy se enfrentan en México: por un lado, un gobierno federal con un respaldo ciudadano inédito para el que la democracia se define, por encima de todo, por la regla de la mayoría. Para el movimiento en torno a López Obrador, lo primero son los votos y la popularidad, así como llevar a cabo un programa de gobierno en cuyo centro está una Presidencia fuerte, centralista y con un importante componente carismático. Desde esta perspectiva, todo lo que no responda a esta lógica es un lujo o un estorbo (Morales, 2021). En el otro lado está la oposición partidista mexicana, que defiende una idea de democracia en cuyo centro está el sistema institucional de frenos y contrapesos, en el que resulta fundamental el equilibrio de poderes y proteger a las minorías del posible abuso de las mayorías. En el México posterior a 2018, estas dos ideas de democracia, que en otro tiempo llegaron a formar un binomio indisociable, hoy se encuentran enfrentadas.
Los OCA son a la vez síntoma, campo de batalla y daño colateral de este enfrentamiento. Existen pocas dudas respecto a que algunas de estas instituciones cumplen importantes funciones para la sociedad mexicana. Sin embargo, lo que marca en la disputa actual no es una discusión sobre el desempeño específico de cada uno de los OCA ni propuestas para su reforma o mejora. Por el contrario, el centro de la polémica es el papel que tanto los críticos como los defensores de AMLO consideran que este conjunto de instituciones juega o puede jugar como freno a las decisiones del gobierno de Morena.
A finales de 2020, al presentar la coalición Va por México, Jesús Zambrano lo dejó claro: para el proyecto opositor y su idea de democracia, los OCA resultaban tan importantes como el equilibrio de poderes (Forbes, 2020). Mientras que el político del PRD juzgaba a los primeros como instituciones «sometidos» (por AMLO), veía con preocupación que el segundo estaba «roto».
No es casual que, justo cuando los proyectos de infraestructura del gobierno de López Obrador (como el Tren Maya) estaban siendo cuestionados desde la oposición, un think tank privado propuso crear un OCA para encargarse de la política pública de infraestructura del gobierno.19 De esta manera, habría una agencia «dedicada a la planeación de largo plazo en cuestiones de infraestructura, separadas de campañas e intereses políticos» (Cano, 2021). «¿Hay un problema? Se resuelva con un OCA», parece ser lema de un sector de la oposición. Más recientemente, un exsecretario de salud (Chertorivski, 2021) que buscaba un asiento en el Congreso propuso la creación de un OCA más para proteger «la inversión privada» como una solución para la pobreza y el cierre de negocios durante la pandemia de Covid-19.
Conclusión
La política mexicana adopta a menudo tintes oscuros. Ante un panorama así, el trabajo de Peter Mair arroja nueva luz sobre lo que ha ocurrido en el país en los últimos años. Desde una perspectiva maireana, el triunfo de un proyecto populista como el encabezado por AMLO está lejos de ser simplemente una manipulación demagógica de las emociones de los ciudadanos. Más bien, se trata del más reciente episodio de un proceso político de larga duración (casi una «dialéctica») que aparente ser inevitable dentro del desarrollo histórico de algunos países.
Al analizar la política mexicana actual, resulta prudente evitar la dicotomía entre autoritarismo y democracia levantada por la oposición al lopezobradorismo, pero también mantener un prudente escepticismo frente al enfoque de AMLO y sus simpatizantes, que etiquetan a sus oponentes como conservadores que tratan de interrumpir una marcha inexorable hacia el progreso y el bienestar popular.
He sugerido que una forma más productiva de entender el momento actual del país es como una disputa entre dos versiones de la democracia: una que enfatiza sus componentes populares, subrayando el papel de la participación electoral, la regla de la mayoría y la soberanía popular, y otra que prioriza sus elementos constitucionales, centrada en los checks and balances, el expertise técnico y la independencia. La disputa entre ambas versiones de la democracia puede verse en la mayoría de los principales procesos políticos de los últimos años. En este trabajo he destacado dos: las elecciones legislativas de 2021 y las controversias en torno a los OCA. Trabajos posteriores deberán añadir a ellos el primer ejercicio de revocación de mandato o la propuesta de reforma político-electoral del gobierno de AMLO.
Hoy la política mexicana está dividida entre quienes defienden el primer proyecto y quienes abogan por el segundo. Si esta tendencia continúa, este cisma no hará más que profundizarse, al grado de que la pospolítica acabará por prevalecer, ya sea en la forma de un gobierno de expertos o una nueva forma de amateurismo. Con todo, creo que encuadrar la situación como una disputa entre diferentes versiones de la democracia, un régimen político que sigue siendo el horizonte normativo de todos los jugadores, puede ser el principio de un remedio para prevenir ese desenlace.
Para lograrlo, debemos comenzar por reconocer que las dos concepciones de democracia hoy en pugna tienen elementos que rescatar, y que ambas dependen de algunas ficciones también. Los críticos de AMLO deben entender que el momento de los gobiernos elitistas o tenocráticos ha pasado, y que los signos de los tiempos no favorecen a una versión mínima de la «democracia liberal». Más aún, han de reconocer que instituciones como los OCA están lejos de ser perfectas y que su diseño y funcionamiento ha respondido también a luchas políticas y partidistas. Por su parte, el lopezobradorismo haría bien en aprender que para volverse un correctivo y no una amenaza a la democracia en México debe también domar su lado «iliberal». Se trata de la única manera de escapar del vacío del que hablaba Mair sin por ello caer en un abismo distinto.