INTRODUCCIÓN
Durante las décadas de los ochenta y noventa, el artículo 115 se reformó para otorgarle más facultades al ayuntamiento en cuanto órgano de gobierno y con ello se establecieron las bases, al menos en el marco jurídico, para dar paso del Federalismo jerárquico al tripartito. Bajo este modelo, los gobiernos subnacionales (estados y municipios) se posicionan en un plano de igualdad frente al orden federal. Este estudio parte de la hipótesis de que las diferencias estructurales y económicas entre los distintos órdenes de gobierno son variables o factores que le han impedido al municipio mexicano posicionarse en una situación igualitaria, como lo plantea el modelo tripartito. Para estudiar el estado que guarda el municipio mexicano, la investigación recurre al término «capacidad institucional»; en específico, se empleó el término «capacidad local» de Fiszbein. Como su autor lo sostiene, se trata de una variable que no mide los resultados; más bien, se trata de un «factor posibilitante» en el sentido de que alude a aquellos instrumentos que pueden permitirle al gobierno local obtener un buen desempeño. El término «capacidad institucional» ha evolucionado a tal grado que la mayoría de los estudiosos de ese tema lo relaciona con el ámbito burocrático-administrativo, pero también con las interacciones políticas entre actores gubernamentales y no gubernamentales; no obstante, la presente investigación únicamente retoma las tres categorías que sugiere Fiszbein (1997) para medir la capacidad local. Se trata de la mano de obra, que se refiere a la profesionalización de los servidores públicos; el capital, que alude a la infraestructura física en la cual se apoya el gobierno local para alcanzar las metas que se trazó, y la tecnología, que considera la planeación, el control y la evaluación. Se trata de elementos básicos que pueden hacer posible la ejecución de las tareas administrativas por los gobiernos municipales, pero que al mismo tiempo su disposición o carencia los puede colocar en una situación de subordinación frente al orden federal.
El trabajo se divide en tres secciones. En la primera se presenta una breve revisión teórica de los elementos constitutivos del federalismo, así como algunas de sus tipologías. La segunda sección está dedicada a la exposición del nacimiento y evolución del federalismo en México. En la tercera sección se parte de una revisión teórica de la capacidad institucional y capacidad local y se retoman algunas de sus variables para determinar si los municipios mexicanos disponen de los elementos necesarios para entablar una relación igualitaria con la federación, característica esencial del federalismo tripartito.
EL FEDERALISMO. BREVE REVISIÓN TEÓRICA
Para la doctrina de la cosoberanía, la federación puede entenderse como una estructura de organización político-territorial reconocida constitucionalmente, que descansa en una «pluralidad de centros de poder soberanos coordinados entre sí». Aunque el federalismo es una estructura que supone un acuerdo entre las partes para distribuirse ciertas competencias, al gobierno federal se le otorga el poder que garantice la unidad política y económica. La repartición de las competencias entre los distintos órdenes de gobierno (federal/subnacional) implica que cada parte del territorio y cada individuo se somete a dos poderes soberanos, «al del gobierno federal y al de un estado federado» (Levi, 2008: 634). Pese a que la doctrina de la cosoberanía considera que en el federalismo las partes federadas conservan su soberanía, para otros estudiosos de este tipo de organización del Estado es más apropiado hablar de autonomía y no de soberanía. Este es el caso de Ignacio Burgoa Orihuela, para quien la génesis de un sistema federativo supone una metamorfosis de soberanía a autonomía. Para Burgoa, el último acto de soberanía por parte de los estados federados se da cuando deciden formar la federación y participar en su organización. Es más apropiado hablar de autonomía porque bajo el federalismo la constitución y las leyes federales son supremas a las promulgadas por los estados federados, lo que significa que éstos «ya no tienen la facultad de autodeterminarse sin restricciones heterónomas» porque su estructura jurídica y política debe ceñirse a principios y reglas superiores que fueron creadas en el orden federal. También es así porque la soberanía es indivisible, razón por la cual únicamente el sistema federal, entendido como un todo, es soberano frente a otros sistemas. En un sentido político, la soberanía se manifiesta como libertad e independencia. La soberanía se expresa como libertad cuando la federación tiene la facultad y capacidad de autodeterminación y autolimitación. Se presenta como independencia cuando, «dentro del concierto internacional, goza de personalidad propia», en el sentido de que no está subordinada a otra entidad (Burgoa, 1984: 408).
Por su parte, la autonomía alude a la capacidad que tienen los estados federados de crear y regirse por sus propias leyes, pero siempre bajo los principios y reglas generales.
Burgoa considera que la autonomía de un régimen federal posee cuatro cualidades. La primera la denomina autonomía democrática de las entidades; se refiere a la facultad que tienen los estados miembros para «designar a sus órganos de gobierno administrativo, legislativo y judicial». La segunda es la autonomía constitucional; alude a la potestad que tienen las entidades para organizarse jurídica y políticamente, pero siempre bajo los principios de la Constitución nacional. La tercera es la autonomía legislativa, administrativa y judicial; se refiere a las tareas y funciones que llevan a cabo las entidades en materias no atribuidas al ámbito federal. Esta es la que garantiza la participación de los estados miembros en la formación de la voluntad política nacional, a través del parlamento (Burgoa, 1984: 410).
La alianza entre los miembros que conforman la federación está sustentada en un acto voluntario mediante el cual cada uno de los integrantes decide acotar su margen de autonomía y libertad, al mismo tiempo que acepta elaborar normas que deberán ser acatadas por todos los miembros asociados. De acuerdo con Enrique Cabrero (2007), esa alianza va más allá de un contrato, en tanto éste únicamente significa el cumplimiento de un acuerdo cabal de un pacto escrito, mientras que una alianza se fundamenta en un interés común, que es el que permite la unión de las partes.
En cuanto modelo político-administrativo, el federalismo supone un método de cooperación entre las partes para la consecución de intereses regionales, nacionales, incluso internacionales, aunque también implica competencia. Esto es así porque cada uno de los poderes persigue intereses arraigados territorialmente que a veces pueden resultar contrarios al resto de los miembros.
La relación que puede entablarse entre los dos órdenes de gobierno, así como la preponderancia que puede asumir uno de ellos sobre el otro, ha llevado a los estudiosos del federalismo a plantear distintas tipologías de federalismo. Una de ellas es la propuesta por Sanford Schram en 2005, citado por Pérez (2013). Según ese politólogo estadounidense, existen tres tipos de federalismo. Ellos son:
Federalismo dual. Este modelo se basa en la separación de poderes, autoridades y funciones entre los diferentes órdenes de gobierno. Cierra la posibilidad de traslapes. Este modelo se inspiró en el nacimiento de Estados Unidos y en el diseño de su constitución. En el Art. XXXIX de El Federalista, James Madison alude a la división de poderes y al carácter federal de la Constitución de 1787. Como puede apreciarse en dicho artículo, Madison advertía que el acto por el que se elaboraría la constitución debía ser federal y no nacional. Eso significaba que el asentimiento de la unión no significaba la aprobación de la mayoría del pueblo de la Unión, sino que debía ser un acto unánime de los distintos Estados que participaran de ella. Al respecto, Madison sostenía que «Cada Estado, al ratificar la Constitución, es considerado como un cuerpo soberano, independiente de todos los demás y al que sólo puede ligar un acto propio y voluntario...» (Hamilton, Madison y Jay, 2001: 161).
Federalismo funcional. En este modelo, los gobiernos de los diferentes niveles están ordenados jerárquicamente y las relaciones de poder siguen ese orden.
Federalismo de cooperación. De los tres modelos planteados por Schram, el de cooperación es el más complejo, pues supone «una mezcla compleja de atribuciones» por parte de los diversos órdenes de gobierno para la atención de los asuntos públicos. Esto implica que las responsabilidades serán compartidas entre los distintos órdenes de gobierno y que las decisiones deberán ser producto de procesos dinámicos, razón por la cual el proceso de negociación puede tornarse áspero. Este modelo precisa un gobierno que se apoye en la coordinación y no en la subordinación, que parta de la igualdad y no de la jerarquía y que le dé prioridad al gobierno compartido, más que a la independencia (Pérez, 2013).
Aunque su formulación teórica data de la década de los sesenta, este modelo tiene su origen histórico y jurídico en la crisis económica de 1929 cuando el gobierno estadounidense de Roosevelt estableció las bases del Estado de Bienestar y se consolidó después de la Segunda Guerra Mundial. Los dos acontecimientos llevaron a pensar a los gobiernos de diversas latitudes que la forma más rápida de salir de la debacle económica era que el Estado se hiciera cargo del financiamiento, diseño, prestación y administración de los servicios públicos, pese a que el discurso hablara de responsabilidades compartidas entre todos los órdenes de gobierno.
La tipología de Schram es muy parecida a la propuesta por Enrique Cabrero en El federalismo en los Estados Unidos Mexicanos, pese a que a dos de sus tres modelos les asignó un nombre distinto.
La tipología propuesta por Cabrero inicia con lo que él llama modelo jerárquico y no funcional como lo denominó Schram. A pesar del cambio de nombres, la característica distintiva del modelo propuesto por Cabrero es la subordinación de los poderes regionales al federal. El segundo prototipo es el federalismo dual que contempla relaciones en dos sentidos: la que existe entre la federación y los estados, y la que prevalece al interior de cada entidad federativa o estado (estado y municipio). Esto quiere decir que la relación que pueda entablar un municipio con el orden federal será posible sólo a través del estado. Para Cabrero, la cualidad de la autonomía supone que la relación entre federación y unidades subnacionales está sustentada en normas de responsabilidades excluyentes. El último modelo de la tipología propuesta por Cabrero es el federalismo tripartito. Al igual que el federalismo compartido, el tripartito considera que, aunque los órdenes de gobierno federal y subnacional (estatal y municipal) tienen su área de autonomía, los tres pueden compartir responsabilidades (las facultades concurrentes o coincidentes). Las relaciones horizontales propias de este modelo obligan a los tres órdenes de gobierno a entrar en procesos de negociación en torno a las políticas públicas; sin embargo, ese mismo hecho plantea el riesgo de que algunos de los poderes dispersen esfuerzos en caso de que los mecanismos de coordinación intergubernamental no sean eficaces (Cabrero, 2007).
Aunque hay varias tipologías del federalismo, existen algunas características o principios inherentes a esa forma de organización, independientemente del tipo de federalismo de que se trate. Ellas son libertad, pluralidad e igualdad. Existe libertad cuando la alianza ocurre de forma voluntaria por todas las unidades, a fin de perseguir metas comunes conservando, al mismo tiempo, sus características. La pluralidad alude al reconocimiento de la diversidad en el sentido de que, sin renunciar a la unidad, las partes federadas reivindican cierta especificidad que les permite diferenciarse del resto de las unidades. Se trata de renunciar a la homogeneidad sin menoscabo de la unidad. La última cualidad del federalismo es la igualdad, la cual descansa «en el reconocimiento recíproco entre las partes», lo cual supone que, pese a sus especificidades y diferencias socioculturales, las unidades que forman parte de la alianza están en un mismo plano, respaldado por un marco jurídico, que les permite interactuar e interrelacionarse en forma igualitaria (Guillén, 2001). Cuando se suscitan conflictos, éstos son dirimidos y resueltos por el diseño institucional del Estado federal, el cual dispone de «reglas para la solución de los conflictos basadas en la negociación, que requieren, para la protección de las minorías, de cuotas calificadas de decisión» (Schultze, 2014: 196). Cuando se presentan controversias entre órganos de diferentes órdenes de gobierno, se recurre a la jurisdicción constitucional como instancia arbitral.
En términos financieros, la relación entre el ámbito federal y el subnacional suele tornarse áspera cuando se aborda el tema fiscal, la distribución de los ingresos tributarios y la compensación financiera, ya sea vertical (aportaciones del orden federal a estados y municipios para gastos etiquetados o libres) u horizontal.
Aun cuando el federalismo reconoce la diversidad sociocultural, hay autores que consideran que, en términos económicos, las disparidades no deben ser tan acentuadas. Al respecto, Schultze (2014) considera que las diferencias económico-estructurales de desarrollo y las socioestructurales pueden incentivar el interés de determinados grupos económicos o de la población que «se sienten permanentemente ignorados e incluso explotados por la política federal» para imponerse frente al Estado federal, ocasionando con ello una desviación del sistema federal en dirección centrífuga. En otros casos, el desarrollo industrial o económico desigual puede ocasionar que las entidades de la periferia dependan de los recursos económicos que la federación les otorga, aspecto que podría traducirse en la subordinación de esas entidades respecto a la federación. En este sentido, Sánchez de la Barquera considera que «una autonomía ideal y substancial de los estados miembros exige sobre todo una autonomía financiera» (Sánchez de la Barquera, 2014: 226).
ORÍGENES DEL FEDERALISMO MEXICANO
En este apartado se analiza el proceso de construcción del diseño institucional del federalismo en México. Para ello, se recuperan los acontecimientos más importantes que permitieron incorporar elementos del federalismo en las diferentes denominaciones de la constitución política de nuestro país.
Aunque la primera constitución del México independiente, la de 1824, contempló al federalismo como forma de gobierno, su aplicabilidad cabal y permanente se vio ensombrecida por la constante lucha entre federalistas y centralistas que derivó en el triunfo momentáneo de esta última corriente y que se plasmó en las Siete Leyes Constitucionales de 1835 y en la constitución de 1836.
El carácter centralizador del poder político en manos del ejecutivo federal, específicamente en el presidente, se afianzó en 1843 cuando se instaló la Junta Legislativa que dio a conocer las llamadas Bases Orgánicas o Constitucionales por las cuales los departamentos quedaban subordinados al presidente, instalando con ello el llamado «despotismo constitucional».
La Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1857 retomó el sistema federal; sin embargo, este arreglo institucional fue interrumpido por la Guerra de los Tres Años (1858-1861) y por la intervención francesa (1862) y el establecimiento del Segundo Imperio (1864-1867). Y aun cuando Porfirio Díaz emergió del ala liberal, durante su presidencia los ayuntamientos eran controlados por los gobernadores.
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 retomó el sistema federal. Así, el Art. 40 determinó que
Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, federal, compuesta de Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental.
Aunque los constituyentes consideraron la posibilidad de que los ayuntamientos recaudaran todos los impuestos, incluidos los que correspondían al erario estatal, finalmente, la constitución sólo facultó a los ayuntamientos para que administraran libremente su hacienda (Tena, 1991). Una innovación de la Constitución de 1917 fue la noción de municipio libre, término que alude a la autonomía que guarda el ayuntamiento, en cuanto órgano de gobierno del municipio, frente a los poderes estatal y el federal. Así lo refiere la fracción 1ª del Art. 115 que a la letra dice: «Cada municipio será administrado por un Ayuntamiento de elección popular directa y no habrá ninguna autoridad intermedia entre éste y el Gobierno del Estado». Con ello se establecieron las bases para eliminar la supeditación política de los «representantes» del municipio respecto a los demás órdenes de gobierno, y se reconocía al municipio como un tercer orden de gobierno, a diferencia de las constituciones anteriores.
Como se dijo, las relaciones entre los diversos órdenes de gobiernos son las que definen el tipo de federalismo. En el caso mexicano, las relaciones entre la Federación y los poderes estatales quedaron asentadas en los artículos 124 y 133 de la Constitución de 1917, con base en las competencias de cada uno de ellos. En el Art. 124 se estipula que las facultades que no estén expresamente concedidas a los funcionarios federales están reservadas a los estados, lo cual haría pensar que las facultades de las legislaturas estatales son amplias; sin embargo, una revisión a la primera versión del Art. 73, relacionadas con las facultades del Congreso, muestra que, en realidad, las facultades de la federación son amplias. Entre ellas, destacan: a) fijar las contribuciones necesarias para cubrir el presupuesto (fracción VII); b) legislar en toda la República sobre hidrocarburos, minería, comercio, acuñación de moneda y expedición de las leyes de trabajo (fracción X), y c) establecer contribuciones sobre comercio exterior, servicios públicos concesionados o explotados directamente por la federación, tales como energía eléctrica, gasolina y otros productos derivados del petróleo y explotación forestal, entre otros (fracción XXIX), aunque las entidades federativas tienen derecho a participar de esas contribuciones, en la proporción en que la ley secundaria lo determine. Según esa misma fracción, las legislaturas locales estaban facultades para fijar «el porcentaje correspondiente a los Municipios, en sus ingresos por concepto del impuesto sobre energía eléctrica». Por si fuera poco, la fracción XXX, la última del Art. 73, refleja claramente que es la federación la que concede ciertas facultades a los poderes locales. Esto queda claro cuando sostiene que una de las facultades del Congreso es la expedición de todas las leyes que sean necesarias a fin de hacer efectivas las facultades previstas en el artículo 73 «y todas las otras concedidas por esta Constitución a los Poderes de la Unión».
Durante el siglo XX se adicionaron diversas fracciones al Art. 73 que le permitieron a la federación acrecentar sus facultades. «Cada una de estas fracciones representa una nueva atribución expresa para la federación y, por tanto, una menos para los estados miembros» (Cabrero, 2007: 16). Este autor sostiene que la amplia concentración de atribuciones en manos del ejecutivo federal lo convirtieron en el rector de la economía nacional. La concentración de facultades en los poderes Ejecutivo y Legislativo fue posible porque al triunfo de la revolución la élite política se agrupó en torno a un sólo partido político: el Partido Revolucionario Institucional (PRI), bajo distintas denominaciones (PNR, PRM, PRI), el cual no sólo ocupó la silla presidencial por poco más de setenta años, sino que también tuvo mayoría absoluta en el Congreso, hasta 1997, lo que le permitió aprobar las reformas necesarias para concentrar el poder político en manos del ejecutivo federal.
EL FEDERALISMO MEXICANO DESDE LA PERSPECTIVA MUNICIPALISTA. LA CAPACIDAD LOCAL DE LOS GOBIERNOS MUNICIPALES
Durante las décadas de los ochenta y noventa, el Congreso de la Unión aprobó una serie de reformas al Art. 115, dedicado al municipio, que incidió en la reconfiguración del federalismo mexicano, de tal manera que del federalismo jerárquico se transitó al tripartito, en términos de Enrique Cabrero.
En cada una de esas décadas se reformó el artículo 115 para reconocerle mayor poder al municipio. De las reformas de 1983 destacan aquellas que le conceden al municipio la publicación de los bandos de policía y buen gobierno, así como de los reglamentos y las disposiciones administrativas «de observancia general dentro de sus respectivas jurisdicciones»; la responsabilidad para que el municipio se haga cargo de la dotación de servicios públicos (agua potable, alcantarillado, seguridad pública, etc.).
La reforma de 1983 también reconoció la capacidad para que municipios de un mismo estado se coordinaran para la prestación de servicios públicos afines, previo acuerdo entre sus ayuntamientos, estableciendo con ello las bases del asociacionismo municipal. Por último, la reforma de 1983 facultó a los municipios para formular, aprobar y administrar «zonificación y planes de desarrollo urbano municipal».
Aunque la reforma de 1983 facultó al municipio para emitir los bandos de policía y buen gobierno, fue la de 1999 la que reconoció que sería el presidente municipal quien tendría el mando de la policía preventiva. El gobernador del estado únicamente podría tener injerencia cuando en un municipio se presentase una alteración grave del orden público, o bien cuando la máxima autoridad estatal juzgue una situación como «de fuerza mayor». Además, la reforma de 1999 permitió la participación del municipio en cuanto al desarrollo regional se refiere. Según la fracción V del Art. 115, los municipios están facultados para participar en los proyectos de desarrollo regional elaborados por la «Federación» o los «Estados».
Como puede apreciarse, las reformas de 1983 y 1999 permitieron una mayor descentralización política a favor del municipio. Pese a estos innegables cambios, existen otros elementos que dan cuenta de la capacidad real de los municipios para hacerse cargo de las encomiendas que le otorga la constitución política de nuestro país, pero también para determinar el tipo de relación que existe entre el municipio y los otros órdenes de gobierno. En este sentido, otra forma de abordar el análisis del federalismo es bajo la perspectiva municipalista con base en su capacidad institucional.
La noción de capacidad institucional se relaciona íntimamente con la gestión pública y por esa razón su significado ha transitado a la par de los cambios que sufrió la administración o gestión pública.
Hasta fines de los años ochenta, cuando todavía predominaba la noción de administración pública porque la toma de decisiones recaía en el Estado (visión estadocentrista), a la capacidad institucional se le relacionaba con los recursos humanos responsables de las funciones públicas, los recursos financieros, materiales y técnicos de que se disponía para ejecutar las funciones y objetivos de las dependencias gubernamentales, en tanto responsables de las políticas públicas.
Los estudios sobre la capacidad institucional cobraron mayor relevancia en América Latina durante los años noventa cuando algunos gobiernos de esta región implementaron las llamadas reformas de segunda generación (Repetto, 2004). Con esas reformas, los países aspiraban: a) acrecentar la efectividad en cuanto a cobertura y calidad de los servicios por parte del sector público, b) ser más eficientes en el suministro de servicios, c) alcanzar mayor equidad en la provisión de servicios, especialmente en salud y educación, y d) diseñar un entorno propicio para impulsar la iniciativa privada (Nickson, 2002). Esto significó que, además de centrarse en el aparato organizacional, a partir de los años noventa, los análisis de la capacidad institucional también comprendieran actores gubernamentales y no gubernamentales involucrados en la toma de decisiones públicas, así como los procesos de negociación entre dichos actores, dando forma así a las políticas públicas. Más aún, a partir de esta década, las normas escritas y no escritas pasarían a formar parte de la capacidad institucional porque es bajo el marco normativo como se definen las relaciones entre los actores involucrados. Lo relacionado con la participación de diversos actores en la toma de decisiones y lo que tenga que ver con el proceso de negociación ha sido denominado por algunos autores como capacidad política. Por las características que ha tomado la capacidad institucional en este segundo momento, se le ha relacionado con la gobernanza.
La preocupación por alcanzar los objetivos por parte de los responsables de proyectos llevó a Alain Tobelem a crear el Sistema de Análisis y Desarrollo de la Capacidad Institucional (SADCI). Como él mismo lo dice, se trata de un manual de procedimiento que tiene la finalidad de preparar o corregir «cualquier actividad de desarrollo», lo que él denomina «proyecto». Aunque el SADCI fue diseñado en la segunda mitad de los años ochenta, fue implementado a partir de 1992 por gobiernos latinoamericanos y del Caribe que pretendían mejorar los resultados de una institución. El SADCI puede emplearse en cualquier actividad de desarrollo, incluso en los planes de desarrollo nacional (Tobelem, 1992).
El sistema creado por Tobelem puede aplicarse en cualquiera de las cinco fases del proyecto, desde la que va de la preparación y diseño del proyecto, hasta su evaluación. El SADCI es un sistema que nunca desliga la capacidad institucional de los objetivos, razón por la cual, bajo la percepción de Tobelem, la capacidad institucional es un término que se relaciona con los resultados.
La capacidad institucional también ha sido llamada por algunos teóricos como capacidad estatal. Este es el término que utiliza Fabián Repetto, quien la define como «la aptitud de las instancias gubernamentales de plasmar a través de políticas públicas los máximos niveles posibles de valor social» (Repetto, 2004: 8). La aptitud de la que habla Repetto alude a la capacidad que tiene un orden de gobierno, en tanto decisor, de tomar una decisión y una acción concreta en función de un objetivo general, pero siempre considerando que la decisión y la acción estarán determinadas por diferentes recursos de poder, así como por «ciertas restricciones contextuales y definiciones colectivas». Para este politólogo argentino, la capacidad administrativa y la capacidad política son componentes de la capacidad estatal. La primera se refiere a la «existencia de organizaciones administrativas coherentes y cuadros burocráticos expertos bien motivados» (Repetto, 2004: 17). La segunda alude a las interacciones de carácter político que se dan entre diversos actores, ya sea estatales, de la sociedad civil, del mercado, así como del ámbito internacional, en aras de participar de la «cosa pública», y cuya participación estará determinada, en gran medida, por los recursos de poder que cada uno de esos actores posea. Como sostiene Repetto, esas interacciones políticas deben estar enmarcadas por «reglas, normas y costumbres» por parte del Estado y el régimen político. La propuesta de Angélica Rosas (2008) coincide con la de Repetto, aunque Rosas considera que la capacidad política alude a las formas de relación entre actores gubernamentales y no gubernamentales, ya sea a escala nacional o internacional.
Entre los estudiosos de la capacidad institucional que no la relacionan con los resultados esperados se encuentra Julián Bertranou, quien define la capacidad estatal como «la aptitud de los entes estatales para alcanzar los fines que le han sido asignados interna o externamente» (Bertranou, 2015: 39). Se trata -dice el autor- de un concepto instrumental porque «requiere de la identificación previa de una finalidad» y puede ser aplicable a distintas organizaciones públicas y es «analíticamente diferenciado de los resultados esperados». La aptitud de la que habla Bertranou se explica en función de los componentes de la capacidad estatal, así como de sus dimensiones e indicadores. Ellos son: 1) el vínculo entre el actor estatal con otros actores. Mide la autonomía/heteronomía de la institución a través del origen y trayectoria de los funcionarios públicos, el origen del financiamiento, así como las reglas en que se sustenta la acción interorganizacional. 2) Legitimidad del actor estatal (opiniones y reconocimiento de ciudadanos y autoridades). 3) Arreglos institucionales y estructura burocrática (Bertraou, 2015). Bajo la perspectiva de Bertranou, la capacidad estatal es un atributo que tiene el Estado o una institución en diversos grados, y son precisamente sus componentes los que determinarán el grado de capacidad. Según este autor, la noción de aptitud remite a la idea de la existencia (o no) de condiciones para el logro de los fines programados. En este sentido, «La capacidad entonces, no se ve reflejada en los resultados, sino en la existencia de estas condiciones para el logro de los resultados» (Bertranou, 2015: 39).
Debido a que el principal objetivo de esta investigación es describir algunas variables de la capacidad institucional del municipio mexicano, en tanto factor posibilitante, que le pueden permitir entablar una relación igualitaria con la federación, es suficiente que el trabajo retome únicamente lo concerniente al aparato administrativo y organizacional. Un concepto que contempla dicho aparato y que se ha utilizado como sinónimo de capacidad institucional es el de «capacidad local» de Fiszbein (1997). Se trata de un término que representa un «factor posibilitante» en el sentido de que alude a aquellos instrumentos que pueden ayudarle al gobierno local obtener un desempeño exitoso, aunque no considera los resultados. Son tres las categorías que propone Fiszbein (1997) para medir la capacidad local, a saber: la calidad de la mano de obra, que puede estar determinada por las habilidades y profesionalización del personal; el capital, que se refiere a la «dimensión física» (instalaciones y recursos materiales) de que dispone la autoridad local para ejercer sus funciones, y la tecnología, que se refiere a la organización interna y el estilo de gestión de gobierno e incluye aspectos como gestión, planificación, control y evaluación, así como la recopilación, procesamiento y distribución de información.
El cambio de la Administración Pública a la Nueva Gestión Pública, a fines de los ochenta y principios de los noventa despertó el interés por la profesionalización del personal de la administración pública que comprende tres ámbitos. El primero se relaciona con la formación técnica (especialización). Los estudios de licenciatura y la continua capacitación son sus pilares. El segundo ámbito de la profesionalización es la formación humana, la cual se orienta a fomentar actitudes y valores éticos para que el funcionario los ponga en práctica al momento de prestar sus servicios a la sociedad. Se trata de generar en el personal un sentimiento de pertenencia, así como una identificación de sus intereses con los de la institución a la cual están adscritos. El último ámbito tiene que ver con los estímulos a los que puede tener acceso el empleado público para lograr su permanencia, estabilidad y buen desempeño (Vázquez, 2001).
Aunque la profesionalización abarca varios rubros, por cuestión de espacio, este trabajo sólo retoma la escolaridad de los funcionarios públicos de la administración municipal.
Como puede apreciarse en la tabla 1, el porcentaje de servidores públicos de la administración municipal sin estudios o con preescolar ha crecido considerablemente al pasar de 0.5 a 5.7, de 2013 a 2019, respectivamente, lo que representa un aumento de poco más de cinco puntos porcentuales. La educación primaria, la secundaria y el bachillerato (preparatoria, carrera técnica o comercial) son los grados donde se ha presentado un mayor incremento. En el caso de los funcionarios con estudios de primaria, el incremento fue de 8.2 puntos porcentuales entre 2013 y 2019; en el caso de servidores con enseñanza secundaria, el incremento fue de 12.1 puntos porcentuales, en el mismo periodo; y, en el caso de funcionarios con estudios de bachillerato, el crecimiento fue de 15.2 puntos porcentuales.
Tabla 1
[i] Fuente: Elaboración propia con base en Inegi, Censo Nacional de Gobiernos Municipales y Delegacionales 2013; Inegi, Censo Nacional de Gobiernos Municipales y Delegacionales 2015; Inegi, Censo Nacional de Gobiernos Municipales y Delegacionales 2017, e Inegi, Censo Nacional de Gobiernos Municipales y Demarcaciones Territoriales de la Ciudad de México 2019.
Como puede apreciarse en la misma tabla, el porcentaje del personal de la administración pública municipal con estudios de licenciatura, maestría y doctorado disminuyó significativamente después de 2015. En el caso de los funcionarios con estudios de licenciatura, el porcentaje aumentó 3.5 puntos porcentuales, de 2013 a 2015. Pero en 2017 el porcentaje de funcionarios profesionistas se ubicó en menos de 0.2%, y aun cuando una parte del 28.7%, catalogado como porcentaje «no disponible» o «no especificado», puede atribuirse al rubro de servidores públicos con estudios de licenciatura, el porcentaje seguiría colocándose muy por debajo de lo que representaba en 2013 y 2015.
Entre 2013 y 2019, ni siquiera la mitad de los funcionarios ha tenido un título profesional que, según José Mejía Lira (2001), al igual que la capacitación, son los elementos básicos de la profesionalización.
La investigación halló que no hay una relación directa entre el porcentaje de funcionarios públicos profesionistas estatales y la riqueza que generan los estados (tabla 2).
Tabla 2
[i] Fuente: Elaboración propia. La licenciatura de los funcionarios por entidad federativa se obtuvo del Inegi (2014), para 2013; Inegi (2016), para 2015, e Inegi (2019b) para 2016. La contribución al PIB nacional se obtuvo del Inegi (2019a).
Desde hace varias décadas, la Ciudad de México, el Estado de México y Nuevo León son las entidades federativas con la participación porcentual más alta al PIB nacional con aproximadamente 17%, 8% y 7%, respectivamente (Inegi, 2019)1. Sin embargo, como puede apreciarse en la tabla 2, los municipios de las entidades federativas con los mayores porcentajes de funcionarios públicos no son aquellos que generan más riqueza, medida con base en el PIB nacional.
Como puede apreciarse en la misma tabla, todos los estados que concentran los mayores porcentajes de servidores públicos con estudios de licenciatura tienen una contribución al PIB menor al 5%. En el caso de los estados donde los municipios concentran el menor porcentaje de funcionarios públicos profesionistas, se tiene que la mayoría de ellos participan con menos del 2% al PIB nacional, a excepción de Chihuahua, Puebla y Guanajuato, que contribuyen con poco más del 3%.
El segundo aspecto que propone Fiszbein (1997) para medir la capacidad institucional de los municipios es el capital, que se refiere a la infraestructura física de que disponen los ayuntamientos para ofrecer un servicio de calidad. Uno de los aparatos que forman parte de la infraestructura son los teléfonos. En 2013 existían 97 120 aparatos telefónicos en los 2457 municipios que registró el Inegi, incluidas las delegaciones del entonces Distrito Federal (D.F.). De ellos, 73 433 (75.61%) eran fijos y 20 081 (20.68%) eran de tipo móvil. Los 3606 (3.71%) teléfonos restantes no fueron especificados por los funcionarios locales (Inegi, 2014). Para 2017, el número de municipios aumentó de 2457 a 2458, pero disminuyó el número de aparatos telefónicos, pues de los 97 120 se pasó a 91 251 aparatos en el mismo intervalo (Inegi, 2018).1
La disposición de computadoras es otro indicador del capital de que disponen los gobiernos municipales para el ejercicio de sus funciones.
El número de computadoras ha aumentado constantemente, entre 2013 y 2017, aunque el mayor crecimiento se presentó entre 2013 y 2015 (tabla 3).
Tabla 3
En la misma tabla puede observarse que Aguascalientes es la única entidad federativa que ha logrado permanecer como uno de los estados que destina más computadoras por cada 100 servidores públicos. Si en 2013 los municipios de Aguascalientes destinaban 32 computadoras por cada 100 servidores públicos, ya para 2017 eran 39.4.
En el caso de los municipios de Yucatán, llama la atención que de 2013 a 2015 crece el número de computadoras por cada 100 funcionarios públicos, aunque de 2015 a 2017 el número vuelve a declinar. Pero las variaciones en el número de computadoras que se destinan para los funcionarios públicos es una constante de los municipios mexicanos.
La última variable para medir la capacidad institucional de los gobiernos municipales es la tecnología, que se relaciona con los estilos de gestión interna de las agencias públicas (planeación, control y evaluación), así como con la obtención, procesamiento y distribución de la información gubernamental. De estos elementos, este trabajo considera únicamente la planeación, el control y la evaluación.
La planeación administrativa alude al conjunto de acciones que eligió el gobierno para hacerse cargo de la resolución de problemáticas económicas, sociales y culturales. Las acciones que debe emprender el gobernante deben programarse en tiempo y deberán ser congruentes con los recursos financieros y humanos disponibles. Se trata de acciones previstas porque se pretende aminorar el grado de incertidumbre en que debe actuar un gobierno. En el ámbito municipal, la planeación ha sido definida por el Instituto Nacional de Administración Pública (1995), citado por Gómez, como «una actividad de racionalidad administrativa, encaminada a prever y adaptar armónicamente las actividades económicas con las necesidades básicas de la comunidad, como son, entre otras: educación, salud, asistencia social, vivienda, servicios públicos, mejoramiento de las comunidades rurales» (2005: 93).
Cuando es el orden de gobierno municipal el que define la planeación del desarrollo lo hace a través del Plan de Desarrollo Municipal. Según el CNGMD 2013, de los 2457 municipios que registró el Inegi a escala nacional en 2012, incluidas las delegaciones del entonces D.F., sólo 1943 tenían Plan de Desarrollo Municipal o Delegacional, lo que representa el 79.1 por ciento. Según esa fuente, únicamente los municipios de Aguascalientes, Baja California y Nayarit disponían en su totalidad de un Plan de Desarrollo Municipal.
El número de municipios con plan o programa de desarrollo municipal creció para 2015. De los 2457 municipios existentes, incluidas las delegaciones del D. F., 2192 (89.2%) disponían de dicho plan, lo que representa un aumento de poco más de diez puntos porcentuales con respecto a 2013.
Ya para 2019 existían 2463 municipios. De estos, 1677 tenían plan de desarrollo municipal, lo que equivale a 68.09%. Según el Censo Nacional de Gobiernos Municipales y Demarcaciones Territoriales de la Ciudad de México 2019, únicamente 195 municipios (7.9%) no contaba con dicho plan, aunque este número puede crecer toda vez que, según el mismo documento del Inegi, 478 municipios (19.4%) estaban en proceso de integrarlos, 93 municipios no sabían (3.8%) si disponían de él o porque 20 municipios no habían presentado información (0.8%) al respecto (Inegi, 2020).
La falta de planeación de los gobiernos municipales es más acentuada en materia de desarrollo urbano. Además de ser el marco jurídico que regula los asentamientos humanos en el territorio municipal, el plan municipal de desarrollo urbano contempla los proyectos, las obras y las acciones regionales en materia de vialidad, transporte, infraestructura hidráulica, sanitaria, eléctrica, así como las medidas conducentes para proteger y conservar el medio ambiente.
El Inegi registró 2 440 municipios y 16 delegaciones del D.F., en 2010. De ese total (2456),2 según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el 56.6% era considerado rural; 15.6%, urbano; 24.6%, semiurbano; y 3.2%, mixto, en cuanto a la densidad de la población se refiere (PNUD, 2014). Del total de esos municipios y delegaciones, 563 contaban con un plan o programa de desarrollo urbano en 2012. Con base en datos del PNUD, ni siquiera la totalidad de los municipios urbanos disponía de un plan o programa de desarrollo urbano. La Ciudad de México es un claro ejemplo de ello. De las 16 delegaciones que la conformaban, cuatro de ellas carecían en 2012 de un plan o programa de desarrollo urbano, a pesar de que sólo una delegación era considerada rural.
El avance que tuvieron los municipios en cuanto a disposición de plan de desarrollo municipal o delegacional entre 2013 y 2015, no se presentó en el caso de los planes de desarrollo urbano, pues mientras en 2013 eran 563 municipios los que disponían de ese ordenamiento jurídico, para 2015 el número se redujo a 515 (Inegi, 2016), descenso que representa casi dos puntos porcentuales.3
Los últimos aspectos que contempla esta investigación para estudiar la gestión interna son el control y la evaluación. Se trata de dos procesos de la gestión pública íntimamente relacionados. El control de gestión es un instrumento a disposición del gobierno para mejorar sus acciones. A partir de un diagnóstico de las problemáticas a tratar, el gobierno puede realizar una evaluación para medir los avances en función de las metas programadas, al mismo tiempo que tiene la posibilidad de identificar aspectos que pueden retrasar o impedir la resolución de las problemáticas y con ello estar en posibilidad de tomar nuevas decisiones en función de los recursos disponibles.
Los planes de desarrollo municipal suelen contemplar mecanismos o sistemas de control o vigilancia. De lo que se trata es que el gobierno se vea obligado a perseguir los objetivos trazados, minimizar los riesgos y a reducir la probabilidad de actos de corrupción y fraudes de los servidores públicos y, en este sentido, también representan mecanismos de transparencia y rendición de cuentas.
Entre los mecanismos que el Inegi registra están las auditorías, los esquemas de investigación y sanción a servidores públicos, los mecanismos de contraloría social, entre otros.
De acuerdo con el Inegi, de los 2457 municipios que existían en todo el país en 2012, únicamente en 1138 (46.32%) existían oficinas con órganos de control interno (tabla 4).
Tabla 4
De los datos proporcionados por el CNGMD de 2013, llama la atención que 1138 municipios tenían oficinas con órganos de control interno y que en ese mismo periodo se hayan llevado a cabo 1137 auditorías. Uno supondría que, a excepción de un municipio, en los demás se llevaron a cabo auditorías; sin embargo, lo que sucedió fue que algunas oficinas de control interno efectuaron más de una auditoría. Esto sucedió en municipios de quince entidades federativas. En Coahuila, Colima, Guanajuato, Morelos, Nayarit, Oaxaca, Querétaro, Quintana Roo, Sinaloa y Tlaxcala, el número de auditorías de control interno osciló entre una y cinco; en Chihuahua, Nuevo León y Yucatán, osciló entre seis y diez auditorías; en Michoacán osciló entre once y quince, y en Puebla se efectuaron 169. Debe aclararse que, pese a que en algunos municipios mexicanos el número de auditorías fue mayor que el de la existencia de oficinas de control interno, únicamente Baja California fue capaz de realizar auditorías en la totalidad de los municipios que la conforman.
Ya para 2015, la disposición de oficinas de control interno creció poco más de ocho puntos porcentuales respecto a 2013. El CNGMD de 2015 registró 1616 auditorías, 479 más que las que registró el CNGMD 2013 (Inegi, 2014; Inegi, 2016). Ver tabla 4.
Según la tabla 4, en 2019 los municipios redujeron el número de mecanismos de contraloría social, que alude a las acciones que lleva a cabo la ciudadanía, ya sea en forma individual u organizada, para vigilar que las acciones del gobierno estén encaminadas al cumplimiento de sus compromisos y deberes.
En síntesis, la tabla 4 refiere que aun cuando ha aumentado en forma constante el número de oficinas de órganos de control interno, en 2019 se presentó un retroceso en cuanto a la realización de auditorías, en los mecanismos de contraloría social y lo que se relaciona con el registro y seguimiento patrimonial de los servidores públicas; aún más, también creció considerablemente el porcentaje de municipios que no realiza funciones de control interno, aspecto que resulta absurdo toda vez que el número de oficinas de control interno ha aumentado. Otro aspecto preocupante es el aumento del número de municipios que no proporcionan información o que no disponen de datos para poder determinar el estado que guardan en cuanto a los esquemas relacionados con el control interno.
REFLEXIÓN FINAL A MODO DE CONCLUSIÓN
Las reformas de las décadas ochenta y noventa ampliaron las facultades del municipio mexicano en materia político-administrativo, lo que coadyuvó al fortalecimiento del ayuntamiento como órgano de gobierno. Pese a este innegable avance en el plano jurídico, todo indica que los municipios no disponen de los recursos humanos, económicos y materiales necesarios que le permitan entablar una relación con la federación en términos igualitarios. En este sentido, recuérdese que el federalismo, en tanto forma de organización del Estado, se basa en los principios de libertad (adscripción voluntaria al pacto federal), pluralidad (reconocimiento, respeto y unidad entre entidades distintas en términos socioculturales) e igualdad, la cual supone que, al ubicarse en un mismo plano, las partes federadas mantienen una relación e interlocución igualitaria. Pero para que las partes puedan colocarse en un mismo plano, es necesario que los estados federados gocen de autosuficiencia financiera que les permita ejecutar las funciones que les corresponde. En este sentido, un ideal del federalismo sería alcanzar cierta «homogeneidad» financiera. Pero cuando las diferencias entre los estados federados son significativas, son dos los escenarios los que pueden presentarse. Uno en el que, al tener objetivos distintos al sistema federal, las entidades con un desarrollo industrial más avanzado den pauta al federalismo de tipo centrífugo. El segundo escenario es aquel en el que, al depender económicamente de la federación, las entidades menos desarrolladas se colocan en una situación de subordinación frente al Estado federal. En este sentido, con base en las tres variables que se emplearon para estudiar la capacidad institucional de los municipios mexicanos, se encontró que prácticamente todas las entidades federativas tienen carencias en alguna de las tres variables estudiadas y, en la mayoría de los casos, en las tres. A modo de ejemplo, llama la atención que las entidades federativas que concentran los porcentajes más altos de funcionarios con estudios de licenciatura no son aquellas que generan más riqueza, medida esta con base en la participación porcentual al PIB nacional. Lo mismo sucede con las variables capital que se refiere a la infraestructura de que disponen los municipios para el buen funcionamiento de sus funciones y con tecnología, que abarca aspectos relacionados con gestión, planeación, control y evaluación.
La falta de correspondencia entre generación de riqueza por parte de las entidades federativas y disposición de recursos humanos profesionales, de planes de desarrollo y de desarrollo urbano, así como de mecanismos de control y vigilancia del desempeño gubernamental, lleva a pensar que, además de las disparidades en términos económico-estructurales, el estado que guardan los municipios mexicanos y, por consiguiente, su situación política frente a la federación, está sujeta a la disposición e interés que tengan los órganos de gobierno subnacionales por mejorar la gestión pública local. Con base en ello, puede decirse que, aun cuando el marco jurídico estableció las bases para dar paso de un federalismo jerárquico a uno tripartito, para que éste pueda ser real y pleno, falta trabajar en limar las disparidades económico-estructurales de las entidades federativas, así como en incentivar la participación y el interés de los órganos de gobierno locales para fortalecer los componentes de la capacidad institucional, ya sea aquella que se relaciona con los resultados, o bien la que la concibe como un «factor posibilitante».