Mendoza García: EL JUEVES DE CORPUS: LA MASACRE ESTUDIANTIL DE 1971 EN MÉXICO NARRADA A 50 AÑOS



INTRODUCCIÓN

La matanza del 10 de junio de 1971, también conocida como Jueves de Corpus, tiene antecedentes en distintos ámbitos, como el de los movimientos estudiantiles y la actuación autoritaria del gobierno. Podemos referir el más sonado: la masacre estudiantil del 2 de Octubre de 1968. Después esta matanza, el movimiento estudiantil en la ahora Ciudad de México entra en una especie de pausa; las calles prácticamente estaban proscritas para una movilización contestataria; los líderes del movimiento se encontraban en la cárcel o en el exilio; las manifestaciones de inconformidad se restringían al espacio de las escuelas. La masacre había calado hondo, la sensación de derrota permeaba en diversos grupos, algunos de los cuales habían optado por la radicalidad de sus métodos. La llegada de un nuevo gobierno, aunque del mismo grupo de poder, anunciaba nuevos horizontes; así lo pregonaba el recién estrenado presidente: apertura democrática, diálogo, incorporación de jóvenes en el gobierno, eso se prometía y en algunos casos se efectuaba. Pero el descontento en diversos planteles universitarios del país continuaba, se exacerbaba, se llegaba a la confrontación con las autoridades y con el poder local. Fue el caso de la Universidad Autónoma de Nuevo León, donde, como en otros puntos del país, se demandaba una nueva legislación que posibilitara una vida democrática en sus órganos de decisión. El gobierno local y después el gobierno federal decidieron que eso no era posible, que los tiempos de apertura anunciados no daban para tanto, y desde su lógica autoritaria pusieron y quitaron autoridades universitarias a su gusto, lo cual provocó mayor disgusto en las filas estudiantiles, desplegándose así un movimiento y protesta que llegó a impactar hasta el centro del país. Se organizó una marcha de solidaridad con el movimiento norteño, y la represión, nuevamente, fue la respuesta del gobierno.

Este trabajo reconstruye ese acontecimiento, con sus antecedentes y contexto, a medio siglo de distancia. Para ello, el escrito se divide en: (i) dar cuenta de una perspectiva conceptual, la de la memoria colectiva, que señala que se recuerda desde el punto de vista de un grupo; (ii) la narración, que es una forma de exponer los sucesos significativos en la vida de los grupos; (iii) fragmentos de entrevistas narrativas realizadas a participantes de la ma0nifestación del 10 de junio de ese año y a jóvenes que actualmente asisten a un evento de conmemoración de dicha masacre; (iv) la reconstrucción de lo sucedido, sus significados y cómo se mira a medio siglo de haber ocurrido. Este trabajo se realiza a través de tres ejes: (a) el tiempo: qué pasó el 10 de junio, (b) el lugar de la represión: la normal, y (c) consecuencias y ecos del movimiento de 1971 (y del 68). La perspectiva de la memoria colectiva y de la narración posibilitan una reconstrucción de cómo se representa la masacre estudiantil a 50 años.

ANTECEDENTES DE LA REPRESIÓN DEL JUEVES DE CORPUS

En la década de los sesenta se desarrollaron distintos movimientos de protesta, desde los magisteriales, médicos y campesinos. Los movimientos estudiantiles se inscriben en esta oleada de inconformidad y demandas de cambios políticos, sociales, en términos de cultura política; por ejemplo, la democratización de los espacios de toma de decisión. Lo mismo hay que considerar el contexto internacional para entender las protestas; por caso, la denominada Guerra Fría entre Estados Unidos y la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

Al respecto, Yllich Escamilla (en prensa) realiza una buena síntesis de estos momentos: las aulas universitarias en distintos puntos del mundo se nutren de jóvenes como no ocurría antes, el capitalismo y los Estados nacionales benefactores estaban en auge. La discusión en ese espacio es crítica. Los movimientos de resistencias en Vietnam, Argelia, el triunfo de la Revolución Cubana en el continente americano, así como los referentes de los países socialistas como la URSS y China posibilitaban otras realidades para construir. Los esfuerzos se encaminaron hacia esos proyectos:

para el año de 1968, podemos decir que fueron cuatro los eventos internacionales que abrieron el cauce y que nos permiten entender el contexto internacional que influyó al movimiento mexicano y su revolución juvenil: la operación militar denominada «Ofensiva del Tet» como parte estratégica de la guerra en Vietnam, la Primavera de Praga, el Mayo Francés y las Olimpiadas en México (Escamilla, en prensa: 3).

En ese contexto se presenta el movimiento en México, el que se ha convertido en un paradigma (Guevara, 2004). Previo al 68 estudiantil se desarrollan distintas protestas de diversos sectores en varios puntos del país, que recibieron una respuesta violenta de parte del Estado mexicano: el movimiento electoral del henriquismo en 1952, la huelga estudiantil del Instituto Politécnico Nacional (IPN) en 1956, el movimiento magisterial de Othón Salazar en 1958, la huelga de los ferrocarrileros de 1958-1959, el asesinato del luchador agrario Rubén Jaramillo en 1962, el movimiento de médicos en 1964-1965, la protesta estudiantil en 1966 en la Universidad Nicolaíta, Morelia, y la masacre del 23 de septiembre de 1965 en la sierra de Chihuahua, que da paso a la conformación de la guerrilla moderna en México. En síntesis, más de 15 años previos de violencia de Estado repetitiva y sistemática contra toda disidencia.

El 68 es crucial en este marco de enseñanza y de protesta política de los jóvenes. El 2 de Octubre de ese año tuvo lugar la masacre de Tlatelolco, donde un grupo paramilitar denominado Batallón Olimpia disparó contra una multitud que se manifestaba pacíficamente en la Plaza de las Tres Culturas (González de Alba, 1971; Guevara, 2004). Este movimiento se extendió hasta diciembre de ese año, cuando el Consejo Nacional de Huelga (CNH) se disuelve. Esta matanza tuvo alta resonancia, después de la cual el movimiento estudiantil a nivel nacional parecía entrar en pausa.

Luis Echeverría Álvarez, quien fuera secretario de Gobernación durante estos hechos, llega a la presidencia de México en 1970, prometiendo un giro, un cambio hacia la política de izquierda, así lo pregonaba su equipo en el exterior y dentro del país, a tal grado de que intelectuales como Carlos Fuentes, Enrique González Pedrero y Gastón García Cantú llegaron a declarar: «Luis Echeverría o el fascismo» (Ortega, 2006: 191-192). Al inicio del gobierno de Echeverría (1970-1976) era crítica la condición política: «la sombra del movimiento estudiantil y de su trágico desenlace oscureció la transmisión del poder y fue una presencia constante en el devenir mediato e inmediato» (Mayo, 2020: 162). La prensa seguía siendo controlada por el poder y conculcados estaban los derechos de manifestación (Condés, 2001; Rodríguez, 2006; Aguayo, 2015). También era claro que, a pesar de haber reprimido al movimiento, la inconformidad no había sido apabullada.

En medio de este discurso aparentemente de apertura, los estudiantes le toman la palabra al mandatario, demandando autonomía universitaria y democracia en sus universidades; en particular, fue el caso de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Estudiantes y profesores reclamaron democracia en el Consejo Universitario (CU), órgano de autoridad de la institución, así como elección del rector, para lo cual buscaban reformar la Ley Orgánica; el rector en turno se sumó a las propuestas democratizadoras. En distintos espacios, como en los sindicatos y las universidades, las formas autoritarias imperaban y se imponían; la democracia era una práctica lejana, y 1971 fue el año en que el conflicto estalló.

En 1969, el gobierno del estado promulga una Ley Orgánica en que el CU elegía al rector y en las escuelas y facultades las comunidades lo hacían con los directores. En 1970, la comunidad universitaria entrega al congreso local una nueva propuesta de Ley, en que la autonomía era parte nodal y la democracia profunda, como la elección de rector por parte de la comunidad universitaria. Para marzo de 1971, se aprueba una Ley Orgánica que reconoce como máxima instancia de decisión a una Asamblea Popular de Gobierno, que estaba por encima de otros órganos de fallo como el CU. En los hechos, tendrían el control sobre la universidad el gobernador en turno y el propio presidente del país. En ese contexto, el gobernador Eduardo Elizondo desconoce al entonces rector Héctor Ulises Leal Flores, y desde el centro político del país Luis Echeverría impone al coronel Arnulfo Treviño Garza. El rector saliente, al evaluar la situación, decidió convocar a diversas comunidades universitarias, a la local y a las de la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam) y del Instituto Politécnico Nacional (IPN).

El 31 de mayo el movimiento regiomontano toma la rectoría. La presión es tanta que el 4 de junio el Congreso local aprueba una nueva Ley Orgánica en que se reconocía la facultad de la Junta de Gobierno para elegir al rector y los directores de escuelas y facultades. Para el siguiente día, 5 de junio, renuncian el coronel Treviño Garza y el gobernador Elizondo Lozano. La decisión, como era tradición, provenía del centro del país, con la clara intención de paralizar la protesta universitaria (Fiscalía Especial FEMOSPP, 2008). La prensa, por su parte, acusa de comunistas a los universitarios opositores. El entonces rector de la Unam, Pablo González Casanova, levanta la voz para defender a la institución agredida. Lo que había detonado el conflicto, la autonomía y la Ley Orgánica, seguían como temas pendientes (Guevara, 1988; Ortega, 2006).

Ante los sucesos en el norte del país, se organiza una manifestación de solidaridad de estudiantes del IPN, de la Unam y otras instituciones de la capital del país. Después de la masacre en Tlatelolco, no se había realizado una marcha: «es la primera gran demostración en las calles desde el 2 de Octubre de 1968 y, al mismo tiempo, sería también la primera gran prueba para el nuevo gobierno» (Condés, 2001: 14).

Después del movimiento del 68 se conforman el Comité Coordinador de Comités de Lucha de la Unam y del IPN (Coco), quienes, entre otras cuestiones, van a coordinar actividades de solidaridad con el movimiento universitario de Nuevo León. Se acuerda realizar la marcha de San Cosme al Monumento a la Revolución el 10 de Junio. A poco de haber salido, son interceptados por un grupo paramilitar que, después se sabrá, eran Los Halcones: «lo paramilitar es una denominación que se aplica a un grupo delictivo utilizado por el Estado para utilizar la fuerza de manera ilegal» (Fiscalía Especial FEMOSPP, 2008: 186). El gobierno declara que no hay tal grupo paramilitar y responsabiliza a las fracciones estudiantiles de distintas ideologías de lo ocurrido y al jefe del Departamento del Distrito Federal (DDF, hoy Ciudad de México), a quien el presidente hace que renuncie (Montemayor, 2010).

Como en el caso de Tlatelolco, no se sabe cuántos muertos hubo, muchos heridos que habían sido trasladados a hospitales fueron sacados de ahí para rematarlos; al respecto, hay diversos testimonios (Montemayor, 2010; Ávila et al., 2011). Quien fuera funcionario en el DDF, militar de formación y en activo y, después se sabría, que estaba al mando de Los Halcones desde 1966, declaraba que se enteró de la existencia de dicho grupo por medio de la prensa, como cualquier otro ciudadano (Castillo, 2008: 1).

NARRANDO Y RECONSTRUYENDO: LA MEMORIA COMPARTIDA

Las sociedades y las personas no solo están hechas de un tiempo presente, lo están también trazadas de un tiempo pasado, de aquello que les ha resultado significativo en el devenir del tiempo. Recordar proviene de recor-dis, volver a pasar por el corazón, volver a sentir, traer a la mente (Gómez de Silva, 1985), como suele decirse en algunos lugares: «recordar es volver a vivir». En efecto, es sentir eso que en alguna ocasión ha sucedido y se tiene presente. En una vertiente social, el recuerdo es algo más que una evocación o reminiscencia, pues hay un sentido sobre ese pasado que se reivindica y que va configurando identidades de grupos y personas. Quizá por ello pueda entenderse por qué entre más edad más pasado se va trayendo a colación en las conversaciones: hay un sentido de lo recordado.

Ahora bien, el mantenimiento de las experiencias entrelazadas unas con otras no se logra únicamente a través de formas intelectuales o por esas exclusivas razones de lógica, pues también hay que considerar lo afectivo en que se encuentra inmerso un determinado evento: lo imaginario y el deseo, asimismo: «hay un ineliminable tono afectivo en la fijación de las formas y los lugares de la memoria» (Bodei, 1998: 58). Eso es volver a sentir, que algo resulte significativo para quien recuerda; el significado de los acontecimientos es de orden afectivo, y lo afectivo es lo que impacta y posibilita el recuerdo; en consecuencia, los afectos ocupan un lugar preponderante en la memoria que reconstruye y dota de significado al pasado (Mayoral y Delgado, 2017), y proyecta un futuro, o varias posibilidades de futuro. Un futuro que quiere delinearse sacando enseñanzas del pretérito; pasado y futuro se conectan por el presente y dicha conexión se logra en virtud del recuerdo social. Conceptualmente expuesta por Maurice Halbwachs (1925; 1950), la memoria colectiva es esa versión de los grupos sobre lo que ha sido o es significativo en su existencia: un evento, un lugar, una fecha, un objeto, sobre el que puede realizarse una narración. Como esa actividad que hacen los abuelos con los nietos, y que se ejerce desde milenios atrás, como cuando se creaban los mitos para cohesionar a las comunidades, dotarlas de identidad, y así sobrevivir y funcionar mejor (Florescano, 1999).

La memoria colectiva es un proceso de reconstrucción de un pasado significativo desde el punto de vista de un grupo (Halbwachs, 1950). El grupo es el que dota de significado a sus integrantes para indicar lo que es relevante y lo que no. Para Jerome Bruner, el significado tiene forma pública y comunitaria, siendo la cultura la que otorga forma y sentido a la vida en sociedad, proporcionando sentido a las acciones y a las intenciones, colocándolas en sistemas interpretativos, y lo hace «imponiendo patrones inherentes a los sistemas simbólicos de la cultura: sus modalidades de lenguaje y discurso, las formas de explicación lógica y narrativa, y los patrones de vida comunitaria mutuamente interdependientes» (1990: 47-48). Ciertamente, lo que se destaca, lo que se recuerda y lo que narra «es en cada momento, en cada grupo y en casi todos los temas, resultado, en buena medida, de tendencias, intereses y hechos a los que la sociedad ha conferido algún valor» (Bartlett, 1932: 324). En su parte más pequeña y empírica, es el grupo el que delinea lo que resulta relevante e importante para las personas. Lo cual sabía perfectamente George H. Mead, eso del significado; de ahí que en su trabajo sobre el pretérito haya señalado que «el pasado es un desborde del presente. Está orientado desde el presente»; desde el tiempo actual reconstruimos el mundo pretérito según los intereses del momento; lo es, asimismo, la propia «selección de lo que es significativo en la situación inmediata, el significante que debe ser sostenido y reconstruido, pero su característica decisiva es que hace retroceder a las continuidades condicionantes del presente» (Mead, 1929: 378).

La memoria colectiva posibilita que pasado y presente sean comprensibles y se les vea como un tiempo (pasado) inscrito en el otro (presente). A eso se le denomina continuidad: lo que conecta a lo que ha ocurrido y lo que está ocurriendo es la memoria. Aún más, pues «cuando hacemos memoria, conferimos continuidad a las discontinuidades de nuestra experiencia y de la sociedad», mediante la memoria «conectamos pasado, presente y futuro, con lo que, simultáneamente, producimos nuevos sentidos y tratamos de establecer nuevas coherencias a esos pasados, presentes y futuros» (Vázquez, 2001: 165). Esto tiene un propósito, entre otros, saber de dónde se proviene. Los grupos, familias y sociedades, protegen la memoria de sus antecesores; resguardando la memoria de sus ancestros, de donde se proviene, se protege también la memoria propia. Del otro lado, puede aseverarse que lo discontinuo es lo nuevo (Mead, 1929), a lo cual puede denominársele olvido, que en este caso es no saber de dónde se proviene, omitir ciertas fechas y temporalidad de los grupos, de la familia, de una sociedad.

El tiempo se traduce empíricamente en fechas, y fechas como el 2 de Octubre, el 10 de Junio, el 19 de septiembre, en que ocurrieron matanzas y terremotos en la Ciudad de México remiten a una memoria de dolor, como también sucede cuando uno piensa o pasa por Tlatelolco o el metro normal. Así como hay memoria de dolor, existe una memoria grata, armónica y amena, como esa de cumpleaños que remite al nacimiento, la de XV años o la boda, lo mismo sucede con la de graduación, la de la gesta heroica, la del aniversario de la inauguración de un lugar o la del 2 de julio de 2018 cuando la oposición de izquierda ganó en México después de casi un siglo.

Y así como localizamos recuerdos en el tiempo, sucede algo semejante con el espacio, con los lugares que revisitamos porque un significado se aloja ahí. Esto ocurre porque tiempo y espacio son marcos sociales de la memoria, los que se entienden como «el conjunto de las nociones que en cada momento podemos percibir, dado que ellas se encuentran más o menos en el campo de nuestra conciencia», y «todas aquellas que alcanzamos partiendo de esta, por una operación del espíritu análoga al simple razonamiento» (Halbwachs, 1925: 175). Los marcos posibilitan la reconstrucción de los recuerdos y son comunes a los integrantes de un mismo grupo, no son individuales.

El espacio es social en la medida en que los grupos realizan prácticas dotándolo de símbolos y significados; por intercambios sociales, por interacciones, de ahí que pueda señalarse que los espacios hablan, por virtud de quien los habita, en tanto que guardan acontecimientos en sus edificaciones; por eso durante muchos siglos «el espacio se concebía como templo de la memoria» y lo era «porque se sabía que hablaba o invitaba a hablar» (Ramos, 1989: 75). En el espacio se asientan las experiencias, se cargan de significado las cosas, se viven y se reviven situaciones gratas e ingratas; es en un marco social donde las experiencias se guardan para después, al buscarlas, poder encontrarlas. Por ejemplo, en ciertos sitios de tragedias se realizan inscripciones en que se expresa lo que ahí ocurrió, se coloca una placa o la clásica «cruz» en el lugar de un accidente y muerte en un punto de alguna carretera: animitas les llaman en Chile (Piper y Hevia, 2012).

Tiempo y espacio, decíamos, son marcos sociales de la memoria, puntos de apoyo; un recinto de sustento lo llega a ser en la medida en que «lo situemos en relación con unos lugares y una época que son unos puntos de referencia para el grupo» (Halbwachs, 1925: 171). Los puntos de apoyo son colectivos en el tiempo y en el espacio: en virtud de ellos los recuerdos emergen. Sin los marcos sociales los recuerdos pueden volatilizarse, y puede caerse en el olvido social (Mendoza, 2009).

Ahora bien, hay que explicitar que el lenguaje es el marco social mayor (Halbwachs, 1950), y un artefacto duradero, pues con lenguaje la memoria se mantiene y comunica; la memoria se narra. Para que la memoria se mantenga hay que darle continuidad, comunicación, lo cual puede realizarse de diversas maneras. En este caso, puede enunciarse la narración: la forma lingüística regia que la memoria cobra para dar cuenta de lo ocurrido en el pasado, de aquello que resulta significativo. Se narra la identidad, se narra el pasado que tiene sentido, se narra de dónde se proviene; se narra el origen, se narran los sucesos relevantes en la vida de nuestros grupos.

En algún momento predominó la idea según la cual era importante lo que se decía y no cómo se decía, más el contenido y no la forma. El discurso positivista en torno al dato, por ejemplo, se enaltecía. Pero con el denominado giro narrativo se ha puesto el acento en la narración, lo cual deviene instrumento con el cual se media, arbitra o resuelve en un discurso un cierto conflicto (White, 1987) o se le da sentido a la vida (Bruner, 2002). La narración da cuenta de los acontecimientos de una forma que se conceptúan como reales; los acontecimientos reales no hablan por sí mismos, pues estos deben ser narrados (White, 1987: 19). En consecuencia, las narraciones son una forma de discurso y un modo de organizar la experiencia que consta de una secuencia singular de sucesos, estados en los que participa la gente, sea como personajes o como actores. El significado de tales componentes está dado por el lugar que ocupa en la configuración y secuencia global en su trama. Tal secuencialidad es clave para dotar de significado a un relato y para que sea captado y entendido por la gente, y es donde entra la tradición, pues las formas de la narración son una especie de residuos sedimentarios de formas tradicionales de relatar, de ahí que se indique que las narraciones tienen raíces, que no es otra cosa que una vieja y ancestral forma de relatar historias en las comunidades. La narración se especializa en la producción de vínculos entre lo excepcional y lo conocido, de tal manera que lo canónico y lo inusual de la vida humana se estrechan, y así lo inusual y lo extraño se vuelven comprensibles. La continuidad de ciertos patrones culturales se posibilita por su capacidad para resolver conflictos, para explicar las diferencias y renegociar los significados de los grupos. Dicha negociación de significados es posible mediante el aparato narrativo de que dispone una sociedad para hacer frente a lo canónico y lo excepcional: «los relatos son la moneda corriente de una cultura» (Bruner, 2002: 32; 2014).

Ahora bien, los relatos pueden estar armados y expresados por gente que vivenció o vio lo que ocurrió, incluso por gente que escuchó. Una fórmula que adquiere esta forma de estar ante ciertos sucesos es el testimonio, y que resulta de importancia en los asuntos de la vida cotidiana: al preguntar a una persona quién es o qué ocurrió en su barrio en determinado momento, nos contará una pequeña historia (en el sentido de relato). Y ahí es donde se manifiesta el testimonio, el cual es una especie de huella, el relato de que algo sucedió, existió. Cuando se dice que algo aconteció son tres cuestiones las que salen a flote: (a) la presencia en el suceso del que narra; (b) se solicita credibilidad ante lo expuesto: se demanda confianza, y es cuando, en ese largo proceso, la memoria se comparte: «el recuerdo de uno es ofrecido al otro, y el otro lo recibe» (Ricoeur, 1999: 27); (c) si no hay credibilidad en lo narrado, se puede recurrir a otro testimonio o narración. De esta forma, el testimonio «traslada las cosas vistas a las cosas dichas, a las cosas colocadas bajo la confianza que el uno tiene en la palabra del otro» (Ricoeur, 1999: 27). Es en ese sentido que puede afirmarse que el testimonio incorpora la memoria en el discurso, convirtiéndolo en un puente entre el archivo y la memoria, porque el testigo vio, escuchó o experimentó (o cree que vio… a decir de Ricoeur), por lo que quizá fue afectado o marcado; de alguna forma fue alcanzado por el acontecimiento que se está reconstruyendo en el relato. La memoria se desprende de este testimonio, de esa experiencia, de ese relato vivo, como las memorias de las familias, de una colectividad o de una sociedad que se alimentan de lo vivido, de las narraciones pretéritas, de las personas que en ellas participan.

Los eventos dejan marcas, huellas, pero esa no es la memoria; la memoria va resignificando a la marca, a la huella, cada vez que recurre a ellas. En cambio, cuando el relato se archiva, se documenta, se almacena, es fácilmente atrapable por el poder y por cualquier mala intención que se presente (Calveiro, 2001). La marca y la huella llevan a la memoria. El problema del archivo es que queda fijado, ya dicho, sin posibilidad de reconstruirse a sí mismo, no como el relato o la narrativa que reconstruyen lo significativo del acontecimiento. La reconstrucción es un punto nodal en la memoria colectiva, pues se hace desde la postura del grupo, y sobre un suceso hay diversos grupos que lo han visto, testificado y por tanto puede ser narrado desde distintos ángulos.

El presente trabajo hurga y explora narrativas; en especial, reconstruye la postura de un grupo sobre lo acontecido alrededor del 10 de Junio de 1971 en México. El grupo a que se alude es de estudiantes que en ese entonces sufrieron la represión. Asimismo, la investigación recoge relatos de jóvenes que significan lo ocurrido cinco décadas atrás; y se revisan documentos y declaraciones de otros personajes implicados en los hechos, que en su momento brindaron sus versiones, incluso antagónicas a lo expuesto por los entonces estudiantes. El material con que se trabaja es diverso y analizado desde distintas perspectivas.

LA RUTA DEL TRABAJO: EL MÉTODO

Para esta investigación se ha trabajado con diversos materiales: (i) periódicos de la época; (ii) materiales impresos por los estudiantes, volantes, carteles, folletos; (iii) libros que publicaron algunos de los participantes o investigadores; (iv) eventos de conmemoración, como marchas realizadas cada 10 de Junio; mesas, foros, conferencias, presentaciones de materiales diversos respecto a lo sucedido en junio de 1971; (v) entrevistas. Estas se realizaron durante las marchas de 2016, 2017, 2018 y 2019, y en diversos eventos conmemorativos del 10 de Junio en esos años. Se efectuaron alrededor de 250 entrevistas, principalmente en la Ciudad de México, donde año con año confluye la principal marcha del 10 de Junio. Para 2020, por la situación de la pandemia ocasionada por el covid-19, los actos sobre los sucesos de junio se efectuaron de manera virtual; en tal caso, se realizó registro en línea de esos programas conmemorativos.

Ahora bien, la narración es una perspectiva sobre la condición humana, una aproximación teórica que pone en el centro la palabra, el relato sobre sucesos que ocurren en la vida social, y es también un método-proceso de investigación, como lo señalan Biglia y Bonet (2009), que permite hablar sobre lo humano y sus vicisitudes, es un sitio donde lo personal y lo social se entrecruzan; es un diálogo entre investigador e investigado, un proceso en el que puede hablarse de «prácticas discursivas», porque las narrativas van recreando y reconstruyendo la realidad que se va relatando: las narrativas son una acción conjunta. En cuanto a la parte técnica, se retoma lo que los autores denominan «narrativas discontinuas», en las que se ponen de manifiesto diversas voces, mostrando distintos puntos de vista de una misma trama, donde el relato tiene un autor y desde lo que expresa se va reconstruyendo el evento. En este caso, hay una reconstrucción narrativa de lo ocurrido alrededor del 10 de Junio de 1971.

En la exposición del texto se encuentran fragmentos de entrevistas en que aparecen los nombres de quienes narran, cuando lo han autorizado; en otros casos, hay fragmentos en que aparece el seudónimo, porque también así lo solicitaron los entrevistados.

Sobre los ejes de análisis, hay que indicar que desde los presupuestos conceptuales y los sucesos alrededor de la matanza estudiantil se derivaron algunos de ellos. Y de las entrevistas con los actores, emergieron otros más. En ambos casos, se buscó que se ajustaran a los objetivos de la investigación.

En este tenor, se presentan tres de esos ejes: (a) el tiempo: qué pasó el 10 de Junio, (b) el lugar de la represión: la normal, y (c) consecuencias y ecos del movimiento de 1971 (y del 68).

10 DE JUNIO NO SE OLVIDA

Es una consigna que se grita en las manifestaciones que conmemoran la matanza estudiantil, lo mismo que en un coloquio, una exposición, un mitin. Las personas y grupos que participan en dichos actos traen al recuerdo lo ocurrido cincuenta años atrás, y señalan que hay que aprender de esos eventos trágicos, no solo para evitar que se repitan, sino para que se castigue a los responsables de la matanza: una manifestación pacífica reprimida, en lo que fuera el Distrito Federal (ahora denominada Ciudad de México). Jóvenes estudiantes que fueron atacados a plena luz del día por un grupo paramilitar llamado Los Halcones, del cual se negó su existencia. Los deseos de que ese evento no se olvide lleva a sobrevivientes de la masacre a dar cuenta, a narrar: reconstruir lo ocurrido. Recordar se vuelve una obligación (Mate, 2005), un ejemplo y una práctica que hay que realizar, al menos cada 10 de Junio.

EL TIEMPO: QUÉ PASÓ EL 10 DE JUNIO DE 1971

El año de 1971 remite a un ambiente de represión; en el poder se encuentra el Partido Revolucionario Institucional (PRI), de donde salen los gobernantes del país. En la presidencia se encuentra Luis Echeverría Álvarez, ofreciendo una supuesta apertura democrática: al tiempo que recibe a parte del exilio latinoamericano, y piensa que su gobierno no debe ser puesto en cuestionamiento, que no aceptará pruebas sobre sus buenas intenciones; algunos intelectuales se suman con declaraciones que es su proyecto o el de la ultraderecha. No han pasado ni tres años de la represión del 2 de Octubre de 1968; el recuerdo está muy fresco en la memoria de diversos grupos del país, especialmente de la Ciudad de México.

La marcha se realiza el 10 de Junio, porque ese día se retornaba a clases en la Unam, donde se realizó la reunión que acordó la manifestación (Ortega, 2006). Las narrativas de quienes participaron en la movilización parecen no estar distantes en el tiempo, son como imágenes claras que posicionan a quien las escucha en los momentos mismos de la manifestación y la represión. Un egresado de la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica (IPN) narra sobre ese día:

es una marcha que se convoca para solidarizarse con la Universidad Autónoma de Nuevo León, que vive un proceso de movilización por una Ley Orgánica que les querían imponer, salen a las calles los compañeros, principalmente del Politécnico, pero también de otras universidades, en apoyo; y ahí en el trayecto, entre el Casco de Santo Tomás y la Normal, ahí fueron atacados por grupos de choques, armados con palos, francotiradores en las azoteas y todo un cerco policial que había alrededor de esa zona; y ya no se concluyó el destino final de la marcha, que era llegar al Zócalo. Hay que recordar que en esos tiempos prácticamente el único que tenía asegurado el acceso al Zócalo era el pri […] Hubo muchos compañeros desaparecidos y muertos en esa movilización del 10 de Junio (Mario, comunicación personal, 10 de junio de 2017).

Desde las 15:00 horas, los estudiantes comenzaron a concentrarse, partieron a las 17:00 horas; se habla de unos diez mil participantes. Se gritaba: «no olvidamos Tlatelolco» (Ortiz, 1971: 18). Hubo varios intentos de parte de la policía por impedir que se realizara: «¡Jóvenes! Disuelvan esta manifestación, porque no está autorizada» (Ortiz, 1971: 19), gritaba a través de un megáfono un comandante uniformado. La marcha no iba hacia el Zócalo, sino al Monumento a la Revolución (cerca del centro de la ciudad), pues el Zócalo, después de la represión del 68, en efecto, estaba reservado para los eventos que patrocinaba el partido oficial (Ávila et al., 2011). El acontecimiento es de autoritarismo y de represión, es cruel, es mortal, pero es recuerdo, no puede dejarse fuera de la memoria porque algo quedaría incompleto en el devenir de una sociedad, de ahí que haya que reconstruirlo, narrarlo: hay un vínculo con las fechas, y no es formal, es afectivo (Halbwachs, 1941). Lo afectivo se siente, como indica su etimología: volver a sentir (Gómez de Silva, 1985).

Eso es lo que cruza a una joven estudiante que asiste a la manifestación de cada año, que convoca a la memoria de los estudiantes, un acontecimiento que considera relevante, emotivo; ante la pregunta ¿por qué marchar hoy?, expresa:

estamos conmemorando el 48 aniversario de la brutal represión que vivieron estudiantes en el 71, se le llamó el halconazo: un grupo de paramilitares golpeó y asesinó a jóvenes en aquel año (Soledad, comunicación personal, 10 de junio de 2019).

Después de las advertencias intimidatorias, de la lógica autoritaria ante la manifestación de solidaridad con los universitarios neoleoneses, los estudiantes continúan su recorrido: «la columna manifestante recibió un primer ataque con palos, sin que lograran detenerla, por lo que los agresores se armaron con pistolas y rifles. Desde varios puntos los francotiradores dispararon sobre la pacífica marcha» (Ávila et al., 2001: 70). Los Halcones entraban en acción, y al grito de «Viva Che Guevara» se lanzaron contra los manifestantes (Ortiz, 1971: 19), evocando a un personaje cuya imagen los estudiantes enarbolaban en las marchas de 1968 y en distintas protestas, tratando de crear confusión, claro, para señalar que eran «los comunistas», quienes estaban detrás del enfrentamiento o quienes atacaban (Medina, 1972). El poder de corte totalitario se mostraba ante una expresión de descontento y solidaridad con sus iguales norteños. Las manifestaciones de oposición eran acalladas, castigadas, en todo momento entraban en escena la policía y el ejército (Guevara, 2018: 11). Y, en ocasiones, algún grupo parapoliciaco o paramilitar.

Los Halcones habían actuado ya antes: el 2 de Octubre de 1969, durante el homenaje luctuoso en Tlatelolco, un grupo de choque arremete contra los asistentes para dispersarlos; son Los Halcones. La prensa se hace poco eco del suceso, pues continúa el control sobre los medios de comunicación por parte del poder (Monsiváis, 2008: 233-234). Asimismo, el 4 de noviembre de 1970, cuando en Ciencias Biológicas del ipn se realizaba un acto de apoyo a los obreros de «Ayotla Textil», unos dos mil estudiantes inician una marcha, los jefes policiacos amenazan: «no tienen permiso para hacer esta manifestación… mejor retírense» (Ortiz, 1971: 45). Los politécnicos argumentan sus derechos constitucionales y las libertades de manifestación… el general Raúl Mendiola Cercero les advierte: «no lo hagan, muchachos; tengo órdenes muy estrictas de disolverlos a como dé lugar. Mejor retírense… tienen cinco minutos para retirarse» (Ortiz, 1971: 46). Un grupo vestido de civil, con varas largas los ataca, fingen ser estudiantes y gritan vivas al Che Guevara; entran a las instalaciones del IPN y siguen golpeando estudiantes; son Los Halcones. Ante un periodista, el coronel Alfonso Guarro declara: «¿Pues qué no vio lo que pasó? ¿No vio que fue un pleito entre los estudiantes?» (Ortiz, 1971: 48). Los mismos argumentos de años atrás, para no admitir la intervención gubernamental represiva. La lógica paramilitar y parapolicial hacía parte del trabajo más sucio, el más letal. Con la represión del 10 de Junio, se desenmascara al poder y su grupo paramilitar; comienza a salir información del origen y actuación de ese grupo de choque.

El Jueves de Corpus, de dolor y sangre, lo conmemoran año con año quienes asisten a la marcha: saben que la memora posibilita que el pasado y el presente estén hilados, mezclados, no separados, sino que sea una continuidad (Mead, 1929): «el tiempo humano era un sacrificio de la totalidad para privilegiar el instante y darle, al instante, el prestigio de la eternidad» (Fuentes, 2005: 98). Esto que expresa el escritor mexicano Carlos Fuentes para lo ocurrido en Tlatelolco aplica para lo acontecido el Jueves de Corpus. La memoria otorga continuidad y sentido al pasado desde el presente. El tiempo que se experimenta no se detiene, y los significados que se inscriben en ciertas fechas permanecen por virtud del relato, para ser comunicados y recordados incluso por generaciones posteriores, como los jóvenes que en esta investigación se entrevistan.

Como se muestra en este fragmento de narrativa, no perteneciente a la generación del 68-71, sino una después, esta persona conmemora y reivindica luchas estudiantiles previas; es egresada del IPN y puntualiza algunas cuestiones sobre la marcha estudiantil y su represión:

el 10 de Junio del 71 no fue un movimiento, sino que hay un proceso detrás, donde se ataca la Universidad Autónoma de Nuevo León, y pues los compañeros a tres años de 1968 se vuelven a sumar a las calles y a la protesta, por la justicia y por proteger a las universidades y a la educación pública. En este sentido, los compañeros salen en una movilización para apoyar a esta universidad y realizando este recorrido de la normal, me parece que de la Facultad de Ciencias Biológicas [IPN], hasta el Zócalo, son impedidos a avanzar por grupos, de hecho, por un grupo de choque llamado Los Halcones, los cuales los atacan, los violentan y asesinan a muchos compañeros (Adriana, comunicación personal, 10 de junio de 2017).

La marcha era relevante por la forma solidaria que enarbolaba: se pasaba de las declaraciones al apoyo concreto, como solían decir los activistas estudiantiles. Era, también, la reactivación del movimiento y la hora de tomar las calles, lo cual no iba a permitirlo el gobierno. Un exdirigente estudiantil, Gilberto Guevara (2018: 17), al respecto señalará: cada vez que los estudiantes universitarios realizaban una manifestación de carácter político «casi siempre eran reprimidos».

Ya que los habían golpeado, baleado, violentado, persiguieron a los que huían. Asaltaron la Escuela Nacional de Maestros, donde se habían refugiado centenares de personas. Usaron las ambulancias de la Cruz Roja para recoger a los lesionados, a quienes ultimaban a tiros; ocuparon el hospital Rubén Leñero, donde se apoderaban de los heridos para trasladarlos con rumbo desconocido (Ávila et al., 2011: 70).

Lo que ocurrió en el 68, como lo señala Adriana, nuevamente se ponía en práctica: «casi al oscurecer, vehículos del entonces Departamento del Distrito Federal, recogieron al grupo paramilitar, sustituyéndolo con soldados hasta el día siguiente» (Ávila et al., 2011: 70).

Portada de la Revista Por qué? Junio de 1971.

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La memoria es un acto de reiteración, de comunicación: las fechas por sí mismas no tienen un significado, hay que endosárselos, y eso es justo lo que practican los estudiantes cuando conmemoran la matanza del 10 de Junio, asistiendo a una conferencia, a algún coloquio o a la marcha, por ejemplo. El teórico de la memoria colectiva, Halbwachs (1950), dirá que el tiempo es real en la medida en que tiene contenido, en la medida en que ofrece materia de sucesos al pensamiento social, en la medida en que no olvidamos.

Un joven participante de la marcha, que se reivindica como parte del bloque anarquista, comparte su versión del día del halconazo:

el 10 de Junio de 1971 los estudiantes buscaban en un acto de solidaridad, apoyar a la Universidad de Nuevo León, directamente, eh, fueron reprimidos como en el 68, ¿no? Muchos de los presos políticos del 68 salieron en ese año, entonces se armó nuevamente; empezaron a organizarse los estudiantes directamente, a través de estos personajes. Un grupo paramilitar, como ya lo conocemos, como siempre, se va a presentar en algún lado, en algún movimiento, en alguna lucha dentro del Estado mexicano, pues los atacaron directamente; estos estudiantes corren por toda la avenida de los maestros y avenida México-Tacuba y son agredidos, ¿no? No solamente con palos, piedras, ¿no?, también con armas de fuego. El casco de Santo Tomás se manchó totalmente de sangre junto con la Benemérita Escuela Normal de Maestros. Y para nosotros es un acto de solidaridad, yo creo que, como anarquistas, nosotros nos presentamos aquí, no, no, no, también para hacer acción directa, en señal de que nos vamos a defender, que el acto de rebeldía no solamente está en los anarquistas, está en cualquier pueblo que quiera defenderse, que quiera tener su libertad (Enrique, comunicación personal, 10 de junio de 2017).

Tres generaciones narrando lo ocurrido en el Jueves de Corpus. Tres pensamientos que terminan por ser uno, el compartido, el del calendario social y político sobre sucesos que les atañen, que les significan, y del cual participan y narran. Una especie de mentalidad compartida hecha memoria colectiva que es de largo aliento; al menos así se va mostrando medio siglo después de lo ocurrido (Carpio y Mendoza, 2018).

Hay grupos, hay tiempos significados, tiempos múltiples de las diversas memorias de eventos que han vivenciado las colectividades. Cada sociedad tiene sus fechas que dan cuenta de eventos que le han marcado (Attali, 1982: 11). Utilizan esas fechas para reunirse, para comunicar y conmemorar, igualmente se requiere un sitio donde hacerlo. En la fecha hay una razón de por qué asistir, el sentido de por qué estar ahí. Lo cual se muestra cada 10 de junio, cuando se lleva a cabo una de las prácticas sociales más fuertes: la marcha, una manifestación en que se concentra la gente para expresar y mostrar su sentir; recordar y reivindicar a un grupo de luchadores sociales con el que, quien va narrando, siente que tiene un vínculo. Se marcha y se grita para volver a sentir la protesta de aquel entonces, para volver a sentir que uno participa de, por caso, la manifestación de ese 1971. Puede, en ese sentido, hablarse de un calendario estudiantil de izquierda, donde se marcan fechas, sobre todo de tragedias (porque así han sido muchas batallas universitarias), las cuales se conmemoran. En palabras de José Saramago (1991: 188), se pondría en los siguientes términos: «el tiempo no es una cuerda que se pueda medir nudo a nudo, el tiempo es una superficie oblicua y ondulante que solo la memoria es capaz de hacer que se mueva y aproxime».

EL LUGAR DE LA REPRESIÓN: LA NORMAL

La manifestación salió de las instalaciones del IPN, era poca la distancia que había adelantado y la policía ya había realizado varios intentos por impedirla. Llegar a la avenida México-Tacuba, a la altura de la Normal (donde se estaba construyendo la estación de metro que lleva ese nombre) fue un logro, que se vio bloqueado por la actuación de Los Halcones. Al paso de los años, la marcha que conmemora la matanza estudiantil se cita en ese punto para partir hacia el centro de la Ciudad de México, el Zócalo, con la intención de ocupar la plaza que no se podía tomar en aquellos momentos de autoritarismo gubernamental. Así que ese sitio de la matanza es un lugar de memoria, un marco social que contiene el recuerdo que rebasa a la generación que lo gestó (Halbwachs, 1941).

Un joven que se autodenomina independiente, que asiste a la marcha, proporciona su versión de por qué concentrarse en el metro normal; expresa:

claro, sí, los sucesos del halconazo, también se le llama Jueves de Corpus a la matanza que hubo el 10 de Junio del 71. Fue justamente por esta parte, fue una marcha que pasó del lado de la Escuela Normal de Maestros, y justamente por eso la marcha sale de la Normal, porque en esa parte hubo enfrentamiento donde varias personas murieron y pues por eso (Camilo, comunicación personal, 10 de junio de 2019).

La manifestación, como señala Camilo, es reprimida a la altura del actual metro Normal. Los estudiantes acuerdan realizarla no dentro de los recintos universitarios, sino fuera, para mostrarse, además de que sentían la necesidad de tomar las calles, de realizar una marcha para dar cuenta que estaban de vuelta, pese a las prohibiciones de hacerlo por las autoridades gubernamentales. Acuerdan salir de San Cosme, argumentando: «el derecho de manifestarnos se defiende ejerciéndolo y no vamos a permitir que nos conculquen ese derecho» (Ortega, 2006: 193).

Al dar la vuelta en la calzada México-Tacuba, un grupo de jóvenes vestidos de civil, con apariencia de estudiantes, pero acoplados, los copó; llegaron por San Cosme en camiones grises (de recolección de basura, del gobierno): por varios lados se escuchaban «ráfagas de rifles automáticos y descargas de pistolas. Los gritos de dolor de señores, jóvenes y mujeres y niños, que se habían sumado al contingente manifestante, llenaban las calles aledañas a la Normal» (Ortiz, 1971: 19). La gente corrió y se resguardó donde pudo, comercios abiertos o las propias escuelas, entre ellas la Escuela Nacional de Maestros, pero hasta ahí llegarían Los Halcones, la policía o el ejército a sacarlos para llevárselos (Ortega, 2006; Ávila et al., 2011). Periodistas que cubrían la manifestación también fueron reprimidos, a algunos les quitaron su equipo para evitar los futuros testimonios gráficos (Medina, 1972).

El sitio de la represión es un marco social que contiene el recuerdo: asistir a la manifestación del 10 de Junio implica, de alguna manera, revisitar el lugar donde parte de la memoria que ha forjado a la sociedad mexicana actual está presente. Estar ahí un 10 de junio significa actualizar la indignación de entonces. Llegar al lugar de la matanza y narrar desde ahí es practicar la memoria, un ejercicio de memoria colectiva. El alrededor del metro Normal deviene lugar practicado. Desde ahí se intenta irradiar a la población sobre lo acontecido décadas atrás.

La memoria trata, también, de señales, indicios, de brevedades o trozos de sucesos significados. En efecto, hay quienes no tienen toda la información, pero sí la idea, la imagen de los acontecimientos, lo cual convoca a participar. Es el caso de quien actualmente es una estudiante y por vez primera asiste a la marcha; relata:

lo que sé, es que en la Normal está el monumento del halconazo; no sé muy bien, no lo tengo claro, pero en esta zona fue en donde se dio lo del 71 [la represión] (Gina, comunicación personal, 10 de junio de 2019).

Dentro de la estación metro Normal hay una placa que el gobierno de la Ciudad de México colocó en el aniversario XXX de la matanza. El actual presidente de México en ese momento era el jefe de gobierno de la ciudad.

Cada aniversario, la gente que participa en la marcha, sale de ese metro y se concentra afuera para partir en grupos, gritando: «10 de Junio no se olvida»; entre los manifestantes se encuentran sobrevivientes de la represión. Van coreando consignas, actualizando sus entonaciones, de acuerdo con las represiones del momento y sus demandas, al tiempo que informan a la población que mira el paso de los ya no tan jóvenes y los actuales estudiantes jóvenes que hacen acto de presencia cada aniversario, como ritual de conmemoración. En México, las marchas se han convertido en prácticas de la memoria colectiva, en vehículo de actualización del pretérito, con la intención de que ese pasado significativo se haga presente cuando se evoca. Para ciertos grupos tiene un valor simbólico y político el metro Normal: aludir a la Normal de Maestros y el metro que se encuentra a un costado, es remitirse al lugar de la matanza estudiantil.

Placa en la estación metro Normal de la Ciudad de México.

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Foto: Jorge Mendoza García

Quien fuera activista en 1971, perteneciente a los Coco de entonces, reconstruye ese momento doloroso, ese instante que queda para toda la vida, porque el suceso lo atravesó literalmente:

la represión fue muy cabrona. Yo estaba organizando los contingentes como miembro del Comité Coordinador POLI-Unam, y cuando terminé corrí hacia el frente porque sabíamos que había mucha provocación, que nos querían detener y todo; y cuando llego a Sor Juana Inés de la Cruz que pega en la Normal, la calle pega en la Normal, ahí nos agredieron Los Halcones. Luego me metí a la Normal corriendo, salí por la avenida México-Tacuba y ahí fue donde me dieron el balazo, un M1 me atravesó cuatro partes de mi cuerpo: entró por el pecho, salió por la axila y atravesó el brazo […] había muchos compañeros que iban cayendo, íbamos corriendo, iban cayendo, cayendo, hombres, mujeres, ahí perdimos a varios compañeros muy combativos del politécnico» (Manuel, comunicación personal, 10 de junio de 2018).

Otro participante de la manifestación de aquel día luctuoso relata de manera sintética lo sucedido y dónde ocurrió la represión, con actores incluidos: recuerdo

todo, o sea, me refiero a todo, a la traición, a la matanza de 1971: cuando salíamos de la avenida de los baños, casi llegando a la Normal, fuimos cercados y más adelante salieron grupos de choque, que hoy se les conoce como Los Halcones, que venían con varas de kendo, de karate, y pues bueno, fuimos golpeados y […] y enseguida se oyeron muchos balazos, cayeron muchos compañeros (Jesús, comunicación personal, 10 de junio de 2018).

Las narraciones reiteran: a la altura de la Normal salió el grupo que atacó a la marcha, portaban varas y lanzaban golpes de karate; acto seguido, comenzaron a disparar. Y, efectivamente, tiempo después se sabría que ese grupo que arremetió contra los estudiantes se llamaba Los Halcones. Que había sido creado con la finalidad de tener control y evitar expresiones que, a decir del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, dañaran la imagen de México en el extranjero. Corría el año de 1966, el general Luis Gutiérrez Oropeza plantea crear un grupo paramilitar que respondiera a lo que solicitaba el presidente (Castillo, 2008). Por las actividades que realizaba, debían estar involucrados el secretario de la Defensa Nacional, la cabeza de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), el jefe de Departamento del Distrito Federal, el secretario de Gobernación; en una de las zonas militares se alistaron recursos humanos e instrumentales. Para darle cobertura a este grupo, se dijo que resguardaban las instalaciones del metro; pero la tarea para la que fueron creados era poner bajo control inconformidades en las escuelas y apagar las huelgas, actuando con un bajo perfil más no con baja violencia (Ortiz, 2014: 12).

En la reconstrucción de toda esta trama, hay un actor: los estudiantes; hay una fecha: 10 de Junio: hay un lugar: el metro Normal o la Escuela Nacional de Maestros; y un protagonista inesperado: Los Halcones. Ahí tenemos los elementos de una narración que se reconstruye medio siglo después. Con afecto se relata lo sucedido, con rabia, con dolor, pero se narra, se reconstruye la tragedia para comunicársela a la sociedad mexicana, como una forma aleccionadora de lo que no debería nuevamente ocurrir.

Era 1971 se anunciaban nuevos tiempos, que había un cambio; meras falacias. Un estudiante de ese entonces, Joel Ramírez, narra:

nadie esperaba una represión de este tamaño […] recuerdo que por ahí había una construcción y los albañiles empiezan a tirar piedras y ladrillos hacia la calle para que los estudiantes pudieran aventárselos a los halcones que venían con palos de kendo y algunos, con armas de fuego (Condés, 2001: 27-28).

La construcción a la que alude el entrevistado es el metro Normal, como se mencionó, que en ese entonces se estaba edificando: el lugar de memoria.

Asistir a un sitio donde ha ocurrido algo que se considera trascendental, es revivirlo de alguna manera; es actualizar el suceso mediante un relato y, en el caso de los jóvenes, es actualizar lo que se les ha relatado; y al narrar el lugar donde algo ocurrió, lo afectivo se deposita en la sensibilidad de lo expresado: «el pasado se convierte parcialmente en presente: se toca, se está en contacto directo con él» (Halbwachs, 1941: 46). Así es la memoria colectiva: recurre a marcas, sitios, momentos y, en ocasiones, instala placas: «marcar espacios, respetar y conservar ruinas, son procesos que se desarrollan en el tiempo, que implican luchas sociales, y que producen (o fracasan en producir) esta semantización de los espacios materiales» (Jelin y Langland, 2003: 3-4). Se estudian creencias colectivas, se intenta percibir su fuerza, su entusiasmo, su afecto, lo que de memoria colectiva hay en asistir a la marcha del 10 de Junio: «la memoria colectiva es esencialmente una reconstrucción del pasado, que adapta la imagen de los hechos antiguos a las creencias y necesidades espirituales del presente» (Halbwachs, 1941: 51).

La realidad del pasado no está ahí, pues es una reconstrucción que se realiza desde el presente, como ya se ha señalado, es una significación de acuerdo con los requerimientos del presente; por ejemplo: la demanda de justicia que medio siglo después se sigue enarbolando para que se esclarezca lo sucedido y se castigue a los responsables (que cada vez son menos los que están con vida).

Marcha del 10 de Junio de 2019, encabezada por el Comité 68.

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Foto: Jorge Mendoza García

CONSECUENCIAS Y ECOS DEL MOVIMIENTO DE 1971 (Y DEL 68)

Narrar lo ocurrido en junio de 1971 en México es entrar en el relato de su antecedente por antonomasia: el movimiento estudiantil de 1968 y la represión del 2 de Octubre. Hablar del Jueves de Corpus es remitirse a Tlatelolco. De hecho, dada la cercanía, hay estudiantes que participaron en ambas protestas estudiantiles: menos de tres años habían transcurrido entre el primero y segundo movimiento. Es mucho mayor la producción de material sobre 1968, y cuando se investiga 1971 inevitablemente sale a colación el estallido previo. Al realizar el balance medio siglo después de lo ocurrido en el Jueves de Corpus, aparece en el relato el impacto del movimiento de 1968: no se habla del primero sin el segundo. De ahí que este apartado introduzca la gesta del 1968 en su reconstrucción.

Quien participara en el movimiento de 1971 siendo estudiante de bachillerato, realiza una comparación entre el ayer y el hoy, relata:

lo que hemos ganado nosotros no han sido concesiones; o sea, hoy podemos manifestarnos sin mucho problema, hoy podemos hacer publicaciones, pero en aquel tiempo todo esto estaba prohibido: que te vieran un libro de marxismo en el brazo ya era motivo suficiente para que te acusaran de comunista y fueras a la cárcel. Entonces, sí hay cambios, pero los hemos logrado en base en la lucha, no han sido concesiones del gobierno (Guillermo Palacios, comunicación personal, 10 de junio de 2018).

En el mismo tono otro participante de la expresión contestataria relata qué cambios percibe, cuál es el impacto del movimiento:

bueno, tenemos libertad de expresión, tenemos libertad de prensa, tenemos derecho a manifestarnos, más libertades que antes, en nuestra época no teníamos (Guillermo Vázquez, comunicación personal, 10 de junio de 2019).

Las libertades democráticas se demandaban desde el movimiento de 1968; fue un año mundial en que eso se exigían a coro; Praga, París, México… una lucha contra el poder y las formas autoritarias: el 68 en el mundo «es uno de esos años-constelación en los que sin razón inmediatamente explicable coinciden hechos, movimientos y personalidades inesperados y separados en el espacio» (Fuentes, 2005: 11). Es un tiempo en que emergen movimientos contra las formas autoritarias, una protesta internacional, en que «los jóvenes -los masacrados jóvenes‒ se hicieron escuchar muy alto y muy fuerte en todo el mundo», y aunque en México los asesinaron se ganó mucho a mediano plazo (Magdaleno et al. 2018: 5): la manifestación de 1971, en cambio, fue más local, y aunque sí se enarbolaban banderas de libertades democráticas, como la de reunión, manifestación y expresión, durante la primera marcha en las calles, después de la masacre de 1968, al movimiento lo congelaron, lo atajaron, lo reprimieron. No así sus consecuencias, pues representaba la segunda matanza en un lapso breve por parte del mismo grupo en el poder: el pri; y eso caló en el ambiente social y político. Nuevamente, hablar de la represión de 1971 obliga, a quienes participaron en ese entonces, a remitirse al movimiento estudiantil de 1968 y la matanza en Tlatelolco.

La masacre del 10 de Junio fue reportada por algunos medios impresos, pero rápidamente desapareció del ambiente periodístico y del escenario público: se silenció la tragedia; el poder, dirá Carlos Monsiváis (2008: 234), cierra filas y muchos medios, en especial la televisión, calla la represión. Quien también fuera representante de una vocacional, de una escuela de bachillerato en ese año de tragedia, desde su adolescencia participativa, trae el pasado al presente:

lo fundamental por lo que nosotros luchamos, en esos años, fue por la democracia, la libertad de expresión, la libertad de reunión, la libertad de manifestación; yo creo que todo eso se ha cumplido […] Yo creo que tenemos que seguir luchando por todo eso, por la plena democracia, por nuestra libertad de expresión, por nuestra libertad de pensar (Pedro, comunicación personal, 10 de junio de 2018).

De esa misma generación que batalló en el contexto del autoritarismo, cuando la represión era el canon con que se enfrentaba el descontento, otro solidario del movimiento con los estudiantes de Nuevo León da cuenta y, desde su perspectiva, enuncia lo que se ha modificado:

por supuesto que hay cambios: después del 68 este país no volvió a ser el mismo, es totalmente diferente, quizás lo que no está totalmente aclarado es qué fue lo que cambió en las vidas cotidianas, no tanto en la política, sino en las vidas cotidianas qué cambió. En ese sentido, lo que cambió es el país que tenemos ahora, si no seguiría siendo un país autoritario con costumbres muy tontas que tenían los antiguos (Abelardo, comunicación personal, 10 de junio de 2018).

Hay que insistir, la del 71 es una generación que se enfrentaba a un Estado de corte totalitario, que copaba y controlaba todo: desde sus organizaciones regulaba la vida social y política del país. La cultura y los medios de comunicación no escapaban a ese control. Era un gobierno que se decía heredero de la Revolución de 1910, que en la segunda mitad del siglo XX dio frutos de cierta prosperidad y que en el terreno de la educación ofrecía alternativas a distintas capas sociales; la clase media crecía y, a la par, las maneras rudimentarias, toscas y de escarmiento por parte del poder no solo no se modificaban, sino que se acentuaban. Los jóvenes al manifestarse cuestionaban esas formas absolutistas (Fuentes, 2005: 14), restándole legitimidad al partido-gobierno: el PRI, al que unos lustros después Mario Vargas Llosa llamaría «la dictadura perfecta». En efecto, el presidente tenía un gran poder, marcado desde la Constitución, y un partido cuasi estatal, siendo el PRI un partido con una maquinaria corporativa de organizaciones que controlaba una gran parte de la vida de la sociedad. Además, el gobierno contaba con un aparato de seguridad e información que vigilaba e infiltraba a la oposición, como la DFS: «a través de esa instancia gubernamental, se persiguió igualmente a líderes y militantes de grupos sindicales, campesinos y juveniles disidentes» (Guevara, 2018: 11). No había acción, organización o personaje de oposición considerado peligroso que no fuera registrado en la vigilancia gubernamental.

Es muy cierto que previo al movimiento de 1968 las libertades democráticas estaban conculcadas, la gente no podía tomar las calles si así lo acordaba, pues debían solicitar permiso a las autoridades; fiel a este proceder por parte del poder, la represión era la fórmula para enfrentar el descontento: en 1956 el ejército entró a las instalaciones del IPN para acabar con un movimiento. Entre 1958 y 1960 reprimieron a ferrocarrileros, electricistas, maestros, trabajadores postales; en 1962 el ejército asesina al líder agrario Rubén Jaramillo; en 1964 los militares fusilan a un grupo de campesinos en la sierra de Guerrero; en 1966 el ejército ocupa la Universidad Michoacana; cualquier manifestación contra el poder y el orden era reprimida; los estudiantes y sus protestas no escapaban a este método opresor. El pensamiento autoritario del grupo en el poder se expresaba campantemente: Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y Marcelino García Barragán son «los tres principales verdugos de los estudiantes» en 1968 (Guevara, 2018: 125); el primero, presidente cuando ocurrió la matanza en Tlatelolco, y el segundo, secretario de Gobernación, y ya presidente cuando en 1971 se masacró nuevamente a los estudiantes: «México no era un país democrático ni libre. Era un régimen autoritario, porque era represivo» (Guevara, 2018: 12). La bota militar y las balas eran una respuesta constante a la rebelión contra el autoritarismo: la protesta juvenil fue cruentamente reprimida (Illades y Santiago, 2014).

Contra esta cultura totalitaria se enfrentaba un movimiento estudiantil, como el de Nuevo León en el norte del país, en que el presidente como centro político y de poder decidía a quién ponía y quitaba en los gobiernos locales, y se entrometía en los asuntos universitarios. Ante tales excesos y las protestas de los universitarios neoleoneses, se sumó la solidaridad en la capital del país para mostrar la capacidad estudiantil de poner a prueba a un gobierno que declaraba tener «apertura democrática» (Ortega, 2006). Además, y no era un dato menor, en la memoria colectiva de esos jóvenes estaba muy presente lo ocurrido el 2 de Octubre de 1968. El poder, por supuesto, le apostaba a la desmemoria, al olvido. Y efectivamente, el gobierno de Luis Echeverría se sintió a prueba, asumió que lo estaban calando, como él decía. En el pensamiento paranoico del gobierno seguía presente, como tres años antes, la idea de que el comunismo estaba detrás de toda expresión de inconformidad estudiantil. No solo el poder, también la derecha sostenía esa hipótesis. Prácticamente se estigmatizaba como enemigo a cualquier expresión juvenil de descontento. La intervención violenta era su consecuencia. Y eso es, justamente, lo que la memoria recupera, lo que el relato trae a colación. Y así se explica el presente.

A la distancia se miran los cambios, sobre todo en el orden de las libertades democráticas que no se tenían en los años sesenta y setenta. Pero en la forma de responder a la rebeldía juvenil y estudiantil parece que el régimen político no cambia sus prácticas, incluso se percibe que más bien estas se acentúan: la represión de parte del Estado con ciertas expresiones de inconformidad sale a relucir y, por el grupo de adscripción, se señala el ejercicio de violencia contra los estudiantes. En particular, un suceso reciente se trae a colación: el de los 43 de Ayotzinapa. Quien fuera estudiante del IPN cuando ocurrió la matanza, que participó en la movilización del 10 de Junio, y año con año marcha, lo deja claro:

sí ha cambiado, ha cambiado todo. Lo que no ha cambiado es que el Estado mexicano sigue reprimiendo a la educación popular: Ayotzinapa es un ejemplo más claro de ello, los tres de Guadalajara es otro ejemplo más, y todos los estudiantes y jóvenes que siguen desapareciendo, eso no ha cambiado; en lo demás, aquí vamos (Adolfo, comunicación personal, 10 de junio de 2018)

En un tono similar, otra entrevistada se manifiesta, pone en el centro de la actualidad la represión; también participante de la protesta de medio siglo atrás, hace un balance sobre lo que ocurre hoy en nuestro país, y en ciertos ámbitos le parece que no ha mejorado; narra:

estamos a casi cinco años de la desaparición de los 43 [de Ayotzinapa] ¿no?, y la realidad de la desaparición y asesinato no ha cesado; los números son escandalosos en este país y en el marco de la Guardia Nacional que implica mayor militarización en el país. Seguramente esos números no disminuirán, lamentablemente; está comprobado históricamente [que] cuando el ejército sale a las calles la desaparición de hombres, de mujeres, la violación sistemática de derechos aumenta brutalmente; por eso ahora es clave tenerlo presente (Soledad, comunicación personal, 10 de junio de 2019).

Entre el reconocimiento de los logros y lo que se ha modificado aparece como una constante el relato sobre lo que no ha cambiado que, de hecho, ha sido escandaloso: la represión a estudiantes. También partícipe de la manifestación del 10 de Junio de 1971, relata:

pues desafortunadamente muchas cosas no han cambiado, aunque hay más libertad, digamos de expresión. Por ejemplo, esta marcha te lo puede demostrar, pero en lo esencial, en lo esencial hacen falta muchas cosas, como yo en lo personal les digo: no estamos por ‘juntos haremos historia’, nosotros ‘juntos hicimos historia’, y la seguimos haciendo. Necesitamos que haya más justicia, o sea, mucha gente que está en el mismo gobierno y que todos sabemos que ha sido nociva para el pueblo como [Porfirio] Muñoz Ledo, como [Manuel] Barttlet y muchos más, o sea, si realmente es un gobierno que quiere cambiar y transformar al país debe demostrarlo con hechos, es lo que queremos que lo demuestren con hechos (Cuahtémoc Padilla, comunicación personal, 10 de junio de 2019).

La entrevista se realizó durante la marcha conmemorativa en el 2019, de ahí que el entrevistado la refiera como un signo de los logros y cambios respecto a lo que les tocó vivir cinco décadas atrás. También refiere al nuevo gobierno emergido de una izquierda partidista que prometió cambios profundos y del cual se espera una actuación más civil e institucional, no ilegal y violenta. El balance está ahí, por parte de quienes vivieron tiempos de autoritarismo férreo.

Y contra este autoritarismo de décadas, los estudiantes y los jóvenes han seguido manifestando su descontento; han conquistado, como ellos mismos lo han indicado, ciertos derechos; han realizado huelgas en los ochenta y los noventa. Pero la forma represiva de parte del gobierno no se atenuaba, más bien parecía incrementarse, así se percibía; múltiples situaciones lo muestran, y de los más recientes en el ámbito estudiantil es el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, desaparecidos la noche del 26-27 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, en el sur del país, y cuya desaparición se aloja en la memoria de los grupos estudiantiles:

porque consideramos que todavía sigue impune el asesinato y toda la represión del 10 de Junio, entonces consideramos que hoy más que nunca sigue vigente salir a las calles en el marco de que se acaba de aprobar y legalizar la Guardia Nacional, ¿no?, porque pareciera que con esa política quieren que nos reconciliemos con todas las fuerzas represivas que se han encargado de desaparecer a los luchadores sociales, pero también reprimir estudiantes, comunidades indígenas, trabajadores, mujeres, por eso estamos hoy en las calles (Daniela, comunicación personal, 10 de junio de 2019).

Mirar los excesos del pasado desde la óptica del presente es mirar los problemas actuales. Desde el orden estudiantil, es enfocarse sobre las represiones que se han sufrido en el pasado reciente y los excesos del poder. Cambios los ha habido, pero también está la conciencia de que hace falta modificar cierto estado de cosas: detener la represión, esclarecer lo que ha sucedido con las masacres son tareas de las actuales generaciones, y del gobierno emergido de amplios sectores sociales y políticos, entre ellos la izquierda; además de no mandar señales de control policial y militar, como terminó siendo la creación de la Guardia Nacional. Y a pesar de estas desproporciones actuales del gobierno, se reconoce que algo es diferente respecto a lo que sucedía décadas atrás, que fue algo que consiguió la sociedad: lo logrado no se percibe como concesiones de la clase gobernante. El impacto de la protesta estudiantil y sus demandas de libertades democráticas se mira desde el presente, como hace la memoria, con su balance.

El impacto de la represión sobre los jóvenes fue atroz; la desconfianza hacia el gobierno se acentuó: la masacre de Tlatelolco y la del Jueves de Corpus echó abajo la creencia estudiantil en la democracia; la sensación de que las rutas abiertas y legales se cerraban cayó como una losa, una dura lección. En efecto, las represiones de 1968 y 1971 cerraron para miles de mexicanos la posibilidad de transformar la realidad a través de las rutas pacíficas; diversas escuelas de educación superior y universidades se tradujeron en centros de una fuerte inconformidad a grado tal de que de esos espacios surgieron núcleos guerrilleros (Ávila et al., 2011: 72). Los grupos revolucionarios comenzaron a crecer, la radicalización estudiantil se propagó; los estudiantes indignados comenzaron a prepararse ideológicamente e incrementaron las filas de la lucha armada: el gobierno empujó a estudiantes, profesores e intelectuales a engrosar la radicalidad (Guevara, 2018: 121-124). En México «no es comprensible la historia del país del 68 para acá sin la historia del país antes y durante el 68», liberación de presos políticos, y su trabajo político abierto, las guerrillas que se propagaron después de la represión del 2 de Octubre, así como la reforma política en los setenta, que se presentan después del 68; estos sucesos se abrieron paso con el movimiento estudiantil (Fuentes, 2005: 16).

Hay otra vertiente, que también debe reconocerse: la edificación de espacios. El impacto y eco del 68 y del 71 se fue haciendo sentir en el Movimiento Urbano Popular, en la creación de organizaciones campesinas, en partidos políticos, como el Mexicano de los Trabajadores (PMT) y el Socialista de México (PSM); además de evidenciar las deficiencias y excesos del Estado, también motivó el crecimiento de la participación política de la ciudadanía mexicana, e hizo que la educación pasara por una reforma que se tradujo en la apertura de más centros educativos, como el CCH, el Colegio de Bachilleres y la UAM (Domínguez, 2003: 126).

Hay cambios, ciertamente, se palpa en las manifestaciones que se realizan cada vez que se desea protestar, cuando se toman las calles. Hay también, como se ha indicado líneas arriba, represión, y masacres, como los entrevistados señalan. En el propio devenir de las marchas y de los relatos se pone en evidencia que, asimismo, se trata de una forma de educación: hacer lo posible porque esto no ocurra en el presente. ¿Qué les ha dejado a los jóvenes la represión de estos dos movimientos que hemos reconstruido en este trabajo?: una enseñanza, y claramente lo expresa un manifestante, autodenominado independiente, que conmemora a sus antecesores:

nos hace darnos cuenta que en México el PRI gobierna, ¿no?, gobierna a través del miedo y de ser necesario asesinar gente; entonces, creo que para los jóvenes es importante darse cuenta que estas cosas pasaban en nuestro país para que no se vuelva a repetir, para que no vuelva a llegar el PRI a la presidencia y vuelva a matar personas. Que ya pasó, ¿no? Enrique Peña Nieto durante su sexenio desapareció a 43 estudiantes, que es algo igualmente lamentable, ¿no?, justamente nos demuestra que el PRI no ha cambiado en su forma de hacer política; entonces yo creo que sí nos dice algo al respecto a los jóvenes, y es que debemos estar bien informados para no volver a cometer los mismos errores (Camilo, comunicación personal, 10 de junio de 2019).

Si bien para este momento ya está en la presidencia un personaje de oposición, el balance se hace sobre la base de las administraciones anteriores, hasta el pasado reciente.

CONCLUSIONES

En el libro Operación 10 de Junio, Gerardo Medina señala al Partido Comunista, las juventudes comunistas en específico, como aquellos que prácticamente impusieron la manifestación del 10 de Junio pues, escribe, la mayoría de los integrantes del Coco se inclinaban por cancelar la marcha: «los activistas del ‘Partido Comunista Mexicano’ desataron toda la demagogia posible […] y ganaron el acuerdo de realizarla» (1972: 60). Más aún, acusa: «todos los que llevaban magnavoces eran activistas del PC [Partido Comunista]» (1972: 61). Cuando el libro se publicó, Medina era activo militante del derechista Partido Acción Nacional (PAN). Esa idea de que el comunismo tenía las manos detrás de las manifestaciones estudiantiles permaneció por más tiempo en el imaginario del gobierno y sus aliados. A los estudiantes no se les puede reprimir fácilmente, porque una y otra vez se ha dicho, desde la esfera oficial, que son el futuro; en cambio, a los «comunistas» y los aliados de Cuba sí se les puede eliminar y negarles derechos hasta de entierro: «no eran muertos para el presidente. Eran alborotadores, subversivos, comunistas, ideólogos de la destrucción, enemigos de la Patria encarnada en la banda presidencial» (Fuentes, 2005: 104). Esto que escribe Carlos Fuentes aplica para el Jueves de Corpus: los cuerpos de los asesinados no podían ser reclamados; eran comunistas, no estudiantes, el viejo discurso operó nuevamente ahí (Ávila, 2011 et al.). O la tesis demagógica que apuntaba que la matanza había sido producto de un enfrentamiento entre dos grupos de estudiantes con diferencias ideológicas. Discurso conspirador y actuación represiva, ahora a manos de grupos paramilitares, cuya existencia oficialmente no se quiso reconocer (Ortiz, 1971). La misma retórica que operó tres años antes, cuando el movimiento de 1968. Repetición y terquedad de las prácticas discursivas del poder.

Del lado de los jóvenes, del lado de los estudiantes, del lado de los activistas de la protesta de 1971 hay, a su vez, reiteración y reivindicación para conmemorar; para que lo sucedido no caiga en el olvido. Por eso narran la tragedia como suya, desde la perspectiva de su grupo, por eso se convocan y citan afuera del metro Normal para expresarse y así dar continuidad a la rabia y el dolor de aquel entonces: para mostrar que tomar las calles es parte de las libertades democráticas por las que entonces se luchaba, y llegar al Zócalo, que estaba vetado para ellos, es un triunfo simbólico. Manifestarse para actualizar la lucha, expresan. Seguir demandando justicia para lo ocurrido medio siglo atrás, porque el pasado no termina de pasar, se encuentra en el presente, en las reivindicaciones que la gente realiza sobre este tiempo significado: marchar, año con año en 10 de Junio es convocar al recuerdo, es actualizar lo sucedido: que se reprimió una manifestación pacífica y eso no se olvida. En un magnífico ensayo, Octavio Paz (1989: 158-159)aduce que un evento puede verse con los «ojos del primer día», lo cual significa «ir» al momento originario de ese 1971, revisitarlo, como si se tratara de un «tiempo petrificado», que permanece para recuperarlo y narrarlo en el presente, lo cual, de alguna forma, es una «fidelidad a la memoria». Enrique Florescano expresa que, en buena medida, los esfuerzos en pos de la memoria, en el caso de los narradores e investigadores, están atravesados por un entorno familiar, grupal, de comunidad, que nos lleva a tratar de reconstruir aquellos eventos significativos (aunque dolorosos) para dar cuenta de dónde venimos como sociedad. Esta bien puede ser una razón que lleva a los sobrevivientes del 10 de Junio a relatar lo que ocurrió ese jueves fatídico: «para no olvidar» formulan e insisten varios de los entrevistados. Se piensa como una «deuda» que se salda cuando se comunican los eventos vividos, al tiempo que se actualiza y se mantiene viva la memoria de los agravios (1999: 11).

Indudablemente, se trata de recordar, de no olvidar. Omitir el pasado de donde se viene es no tener sentido del presente: las sociedades requieren saber de su pasado, por eso hay que hurgar en él, para saber cómo se ha edificado la actualidad. Clausurar ciertos sucesos pretéritos y sus narraciones es dejar incompleta a una sociedad, es permitir que la fuerza del vacío se imponga, y es que el olvido es como algo que se ha perdido. Ocultar eventos trágicos del devenir de un país lleva a su desconocimiento cuando se presentan y relatan por vez primera a un público que lo desconocía: lo extraño hay que hacerlo comprensible, significativo, como esas masacres que se piensa que ocurrieron en otros lados, en otros países, no en el propio. El silencio de las matanzas estudiantiles lleva al olvido: el silencio sobre un evento implica olvido porque no se le piensa; sobre los excesos se calla, se hace mutis sobre los doblegados: «al vencido se le reduce al silencio; también si son dioses: derrotados, se callan» (Le Breton, 2006: 67). De lo que no se habla, no cobra existencia social. De ahí que se tenga que narrar para que se salga de esas sombras del desconocimiento: la sociedad debe tener una reconciliación con la realidad, conociendo lo que ocurrió en tiempos pretéritos, sean de dicha o de desdicha esos momentos que se han ocultado. Mnemósine debe hacer acto de presencia.

Contrariamente al olvido y al silencio, como se ha señalado al inicio del trabajo, la memoria se alimenta del lenguaje, de la comunicación, de las narraciones: «la tradición oral es proclive a la redundancia, y también estimula el discurso florido y la verbosidad. La cultura oral repite continuamente los mismos temas para mantener la continuidad del relato» (Florescano, 1999: 225). De esta forma, la memoria colectiva de esos grupos permanece (aunque no como se quisiera: ampliada y en el escenario público), y eso es lo que se pone de manifiesto año con año en la marcha del 10 de Junio: la memoria mantendrá en el grupo aquello que le resulte significativo, y suele encontrarlo en ciertas fechas y lugares, en marcos sociales: para localizar un recuerdo, hace falta inscribirlo en un conjunto de otros recuerdos de los cuales se conoce su ubicación en el tiempo y en el espacio (Halbwachs, 1925: 194). Y esa memoria se alimenta de elementos brindados por los testigos y quienes reconstruyen esos pasajes recapitulados.

La memoria colectiva es un producto social: recordamos como respuesta al mundo, y es ese mundo el que nos lleva a comprender lo que decimos, hacemos y somos; es, por caso, lo que ocurre con las entrevistas realizadas: la gente recuerda y reconstruye sobre la base de un intercambio con el mundo, por ejemplo, con quien entrevistaba, en un diálogo y, de esta forma, quien narraba iba reconstruyendo lo ocurrido décadas atrás. Es, efectivamente, en la sociedad donde las personas tienen sus recuerdos, donde los adquieren y donde los comunican, donde los reconocen y posicionan: las personas recuerdan y narran en perspectiva y posición de un grupo (Halbwachs, 1925; 1941), en este caso desde la traza de quien sufrió la represión.

Ahora bien, la interpretación del pasado es una práctica muy arraigada en las sociedades; si sobre el pasado remoto México es «memorioso», no podría decirse lo mismo sobre el pasado reciente: sus tragedias no están del todo en la memoria compartida de la sociedad, sino en algunos grupos. La tesis que sostiene el historiador y estudioso de la memoria mexicana, Enrique Florescano, es que hay una «macronarrativa» que predomina, en que se «absorben» otras versiones menores o no dominantes, incluso marginales, sobre la interpretación del pasado; y esa versión hegemónica es la que inunda los discursos públicos y oficiales. Pues bien, en este caso, habrá que indicar que las narrativas del poder, las versiones oficiales, han marginado, eliminado o silenciado las interpretaciones de hechos cruentos y dolorosos, que nos implican directamente, como la matanza del 10 de Junio, que no aparece, por ejemplo, en los libros de texto de historia que se enseña en las escuelas públicas del país. Asistimos a una historia oficial hecha por expertos que ha dejado de lado las narraciones que no encajan con los cánones que se han erigido: «los historiadores profesionales, al convertir los principios académicos en el sostén de la investigación histórica, desvaloraron la memoria colectiva y marginaron al historiador aficionado» (2002: 18), y con ello dejaron fuera del relato del pasado de la sociedad a eventos que resultan incómodos para las élites del poder, los aparatos gubernamentales, y que además no encajan con los cánones que imperan en torno a cómo se expone el pasado de este país a su sociedad, por caso, la retórica de héroes y vilanos y la historia de bronce con que se nutre el pensamiento social.

En sentido inverso, este trabajo y otros intentos (González y Mendoza, 2018) muestran que debe hurgarse en las memorias locales de eventos significativos para ciertos grupos y que tienen eco a la distancia, que debe apostársele a su reconstrucción, como antaño ocurría cuando se recogían mitos, tradiciones, remembranzas legendarias en el mundo mesoamericano, antes de que esta perspectiva sobre el pasado fuera arrumbada en el cajón de los relatos ficticios (Florescano, 2002: 444).

Y es que lo sucedido en México con distintos movimientos estudiantiles no es ficción, es represión concreta y violenta. Desde ahí han emergido los relatos de quienes fueron participantes en esas gestas, y narran para reconstruir su paso por las movidas contestatarias. Ahora bien, los sucesos que relatan no tienen el mismo impacto décadas después, eso hay que señalarlo. En efecto, al 68 se le fue rodeando de mito, un relato estructurado simbólicamente, en el que no se muestran contradicciones y se enaltecen virtudes y oscurecen defectos; al tiempo que se le posiciona como el movimiento canon, que se ha convertido en modelo, al que voltean la mirada los posteriores movimientos estudiantiles para sentirse herederos de esa hazaña (Guevara, 2001: 99-100); volviéndose, en los hechos, en un claro referente para otros movimientos estudiantiles. En cambio, la protesta de 1971 ha estado, respecto al 68, algo relegada: ha tenido menos producción de investigación académica, menos publicaciones, menos interés en la óptica de la revisión de los movimientos sociales. Su importancia, no obstante, es mayúscula; así lo reconoce uno de los estudiosos de la violencia en México cuando señala que «la masacre del Jueves de Corpus de 1971 cerró el ciclo de represión que se había iniciado con el movimiento estudiantil de 1968, pero abrió otro más: el surgimiento de otras organizaciones armadas» (Montemayor, 2010: 131). Justamente, hablar de 1971 es introducirse al tema de la lucha guerrillera, a donde llegaron muchos estudiantes que experimentaron la represión en 1968 o la de 1971. Después de la matanza del 10 de Junio, las filas de la lucha armada se engrosaron, de manera particular en el ámbito urbano. Después de dos matanzas estudiantiles en un lapso tan corto, la opción pacífica se estaba clausurando. Aunque hay que reconocer que en algunos grupos estudiantiles ya se contemplaba esta forma de lucha a fines de los años sesenta (Ortega, 2006), lo cierto, también, es que la segunda matanza estudiantil terminaba por orillar a varios grupos hacia la ruta armada; ya no era tomar las calles, sino sumergirse en la clandestinidad, optando por la revolución y hacerse pueblo (Guevara, 1988).

Este periodo hay que revisitarlo, analizarlo, narrarlo: muchos (aunque cada vez menos) de los que sufrieron la embestida se encuentran aún con vida, fueron testigos de los sucesos, lo cual brinda material para la reconstrucción de esa etapa autoritaria y violenta, para dar cuenta de esa memoria de dolor del México de la segunda mitad de del siglo XX. Debe esclarecerse el exceso de poder y violencia que el Estado mexicano desplegó contra jóvenes que tenían anhelos democráticos y sueños para una sociedad más justa y mejor. Anhelos y sueños que siguen vigentes a medio siglo, y que se vuelve necesario comunicárselo a las nuevas generaciones. Como certera y claramente lo manifiesta un joven estudiante que conmemora las luchas de sus antecesores; entrevistado durante la marcha anual, expresa:

la marcha ahorita está encabezada por el Comité 68, eso es sobre todo un llamado a la memoria en estos momentos en los que parece que el país cambia, que quiere caminar, que hay disposición de la gente, de acercarnos a un país con más justicia. Lo más importante es voltear a ver nuestro propio pasado y las propias experiencias que hemos tenido como movimiento social; y, bueno, lo que hace el Comité 68 es un trabajo de memoria constante, desde la izquierda, pues sí, es muy importante en este momento (Gabriel, comunicación personal, 10 de junio de 2019).

Ya para cerrar y concluir, hay que señalar que la masacre del 10 de Junio constituye un episodio crucial en el pasado mexicano que ha sido poco estudiado; es un momento donde se definen distintos proyectos, entre ellos el de la radicalización de algunos grupos estudiantiles que optan por la clandestinidad de las armas y la inscripción de los caminos institucionales, por citar dos casos; es un suceso donde el poder nuevamente, manda señales de que este tipo de cuestionamientos no los va a tolerar: el talante autoritario nuevamente se muestra; da cuenta, asimismo, de la capacidad del movimiento, aun después de un duro golpe, de reorganizarse en distintos puntos del país y demandar cambios. En este caso, reconstruimos el movimiento en la Ciudad de México, pero la apuesta, que en el fondo también se encuentra, radica en abordar esos otros movimientos estudiantiles que en el interior del país se gestan y han quedado algo olvidados. Un ejercicio de memoria se vuelve necesario realizar.

La obediencia incondicional no ha sido parte de la juventud ni de los estudiantes: el autoritarismo parece toparse con pared en los espacios de las universidades públicas del país o, al menos, se han gestado diversas inconformidades cuando la imposición intenta reinar ahí; la Universidad Autónoma de Nuevo León, como se ha señalado, es un caso particular al respecto. Ciertamente, las universidades han sido, con mucho, la conciencia de una sociedad, cuando esta ha errado el camino por donde ha de conducirse; es su parte crítica, «de hecho, ellas mismas son un modelo de sociedad (Fernández Christlieb, 2018: 207-208). Sobre el movimiento estudiantil del 68, Octavio Paz escribía: «asistimos, sí, a una suerte de temblor; no en la tierra: en las conciencias» (Magdaleno, 2018: 63). En cierto sentido, puede esgrimirse algo similar para la protesta solidaria de 1971. Recuperar la memoria de lo ocurrido 50 años atrás se vuelve una necesidad para confrontar al autoritarismo que desde el poder se asoma, tratando de poner en sombras y olvido el conocimiento de la sociedad que requiere luz y memoria. O como dijera Joaquín Sabina: más vale que no tengamos que elegir entre el olvido y la memoria.

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POLIS. vol. 20, núm. 1. Nueva época, enero-junio de 2024, es una publicación semestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana a través de la Unidad Iztapalapa, División Ciencias Sociales y Humanidades, Departamento de Sociología. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México, y Av. Ferrocarril San Rafael Atlixco 186, edificio H, cubículo 101, Col. Leyes de Reforma 1A Sección, Alcaldía Iztapalapa, C.P. 09310, Ciudad de México; teléfono 55 5804-4600, ext. 4788. Página electrónica de la revista: polismexico.izt.uam.mx. Correo electrónico: <rpolis@izt.uam.mx>. Editor responsable: Dr. Martín Manuel Checa Artasu. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-2011-061717205300-102, issn 1870-2333, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número, Dr. Carlos Juárez Gutiérrez, Departamento de Sociología, División de Ciencias Sociales y Humanidades, Unidad Iztapalapa, Av. Ferrocarril San Rafael Atlixco, número 186, colonia Leyes de Reforma 1A Sección, Alcaldía Iztapalapa. Código postal 09310, Ciudad de México; fecha de la última modificación: 22 de octubre de 2024. Tamaño del archivo 2.2 MB.

 

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