INTRODUCCIÓN
Actualmente en México existen una serie de programas, experiencias y modelos de intervención para atender a hombres que ejercen violencia, como parte de las acciones e intervenciones que promueve la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) promulgada por el Congreso mexicano, destacando en estas intervenciones los grupos de reflexión para hombres (Vargas, 2009; Garda y Huerta, 2007). Estos grupos buscan establecer espacios de reflexión, crítica y confrontación de la realidad masculina desde la desarticulación de los estereotipos tradicionales de género, el manejo de emociones y las alternativas de la masculinidad para establecer un contexto equitativo e igualitario con las mujeres (Castro, Mendoza, Castellanos y Tavera, 2015). Los estudios sobre la masculinidad han informado que los hombres no hablan sobre sus problemas porque esto puede interpretarse como signo de debilidad y feminidad (Fleiz, Ito, Medina, Mora y Ramos, 2008; Kimmel, 2008; Sabo, 2005). De Keijzer (2001) afirma que esta práctica es una forma de violencia, un concepto que él toma de Kaufman (1989) con el fin de comprender que el deterioro de la salud física y emocional de los hombres es una forma de violencia de ellos contra sí mismos. En este sentido, la construcción de la masculinidad es un proceso liado en el que se conjuntan el poder, el dolor, el gozo y la violencia como expresiones de socialización, exigencia social y estereotipos dominantes sobre los hombres, quienes recrean su subjetividad acorde con estas representaciones hegemónicas de lo que implica ser hombre; es un proceso que consiste en situar las acciones, pensamientos y decisiones de los hombres de acuerdo con el modelo que la sociedad establece como correspondiente al género masculino (Wong, Steinfeldt, Speight & Hickman, 2010; Rogers, Delay & Lynn, 2017). Los estudios de género han vinculado la construcción de la masculinidad como identidad, rasgos y roles a un eje articulado del poder (Ramírez, 2005). El poder es un concepto difícil que ha sido adoptado por estudios de masculinidad en América Latina (Amuchástegui, 2006; Burin y Meler, 2000; Ramírez, 2005; Ramírez Hernández, 2000; Tena Guerrero, 2010) y otras partes del mundo (Bourdieu, 2005; Connell, 1987; Kaufman, 1989, 1999) para comprender la violencia de los hombres. Es decir, la socialización masculina y las trayectorias vitales de los hombres están impregnadas de aprendizajes y reproducción de la narrativa machista articulada a través de las violencias.
CONSTRUCCIONISMO SOCIAL, CONSTRUCCIÓN DE MASCULINIDAD, LA VIOLENCIA DE LOS HOMBRES Y LA BÚSQUEDA DE AYUDA
Diversos estudios encuentran que los hombres que ejercen violencia difícilmente reconocen su comportamiento como violento. En este sentido, muchas feministas activistas y profesionales están de acuerdo en que los hombres abusivos intentan racionalizar su violencia y utilizar una serie de tácticas para trivializar y negar su comportamiento violento, y culpar a otros (particularmente a sus parejas), para mitigar su propia culpabilidad (Mancera, Dorgo y Provencio-Vasquez, 2017). En un estudio de Flinck y Paavilainen (2008)) con hombres que ejercen violencia, encontraron que el comportamiento abusivo estaba vinculado a varias características: (1) los hombres se esforzaron en negar su comportamiento violento por sus ideales éticos; (2) los hombres no interpretaron actos aparte de los físicos como violentos e intentaron subestimar y mitigar la violencia, justificaron la violencia ante un acto de defensa, y (3) los hombres usaban la violencia cuando entraban en pánico al sobrecargarse y reprimir sentimientos. Después del acto violento físico, los sentimientos de culpabilidad se convertían en el primer paso para buscar ayuda. En este sentido, los autores explican el comportamiento violento de un hombre como un esfuerzo para lograr un sentido de control.
En este sentido, López (2010) señala cómo la masculinidad se desempeña «en tanto que otorga prestigio social a ciertos hombres constituyendo un sistema de poder y de dominación genérica» (López, 2010, p. 114).
Según Flinck y Paavilainen (2008), los elementos centrales del comportamiento violento son buscar una manera de salir de la sobrecarga (situación y sentimientos oprimidos), buscar la posibilidad de expresar sus sentimientos y la aprobación y comunicación en una relación de pareja, mostrando la necesidad de respeto y dignidad hacia ellos por medio de la violencia. En esa búsqueda de la validación de la masculinidad, el vínculo con expresiones de abuso de poder y uso de la violencia es constante (Connell & Messerschmidt, 2005). Sin embargo, los autores también concluyen que los hombres sufrieron de su comportamiento y buscaron medios para restaurar su dignidad humana vulnerada.
De entrada, el concepto de violencia se encuentra ligado a la construcción de la identidad masculina en la sociedad actual, ya que constituye una parte importante del proceso de socialización de los hombres; la violencia suele estar presente en sus vidas desde que se es niño hasta que se es adulto mayor; los maltratos que ejercen los hombres agresores llevan oculta una frustración y fracaso por no haber logrado llegar al modelo de masculinidad tradicional (emakunde-Instituto Vasco de la Mujer, 2008).
El género se ha establecido como una construcción social edificada a largo de la socialización humana; los significados depositados a los géneros han sido recreados a partir de la realidad determinante de cada época y de cada símbolo otorgado a lo femenino y lo masculino. Los roles tradicionales de género promueven la perpetración de la violencia familiar, por su papel en la socialización de los hombres y ciertas normas, actitudes y comportamientos, como la aceptación de la violencia en las relaciones (Basile y cols., 2013). Algunos autores señalan que la promoción de la masculinidad hegemónica, agresión, fuerza física, dominación física, sexual y social de los hombres, se asocia con la perpetración de la violencia masculina (Connell, 2005; Messerschmidt, 2005; Peralta y Tuttle, 2013; Poteat, Kimmel y Wilchins, 2011). Desde el construccionismo social, la realidad está constituida por un orden de objetos, de ideas, de valores, de situaciones que estaban designadas y diseñadas antes de que la persona existiera; sin embargo, lo que le corresponde al individuo es una pequeña fracción del conocimiento originado en la particularidad de su experiencia individual y la mayor parte de su conocimiento es derivado socialmente a través de su familia, de su experiencia educativa y de otras personas significativas para él o ella; es lo que constituye su herencia social (Gergen, 2007). En este sentido, es posible vincular la construcción de la masculinidad como un ejercicio constante de la construcción social, que va más allá de la noción de individualidad y que contribuye a la producción de sistemas normativos que limitan a los hombres y los constriñe a emprender ciertos comportamientos de riesgo (Amorós, 1992; Butler, 2002; Castañeda, 2007). Un tema central en la teoría de la construcción social destaca que independientemente de las diferentes visiones, de las diversas posiciones o posturas frente al mundo, cada ser humano sabe que comparte con otros un mundo común (Gergen, 2007); sin embargo, las experiencias subjetivas que construyen estas historias de vida confluyen en ese mundo común. En la familia esto es evidente. No es lo mismo haber nacido en un determinado momento de la familia que en otro. Por ejemplo, podría ser que al inicio de la familia los padres estén esperanzados y con muchos proyectos frente a una vida que está toda por delante, y puede ser que otro hijo nazca en un momento en que esa esperanza ya no exista y el mismo padre y la misma madre ya no sean los mismos para estos diferentes hijos. En la construcción de la masculinidad esta familia juega también un papel determinante en esas experiencias subjetivas.
El trabajo con los agresores es en su mayoría una perspectiva que considera las tradiciones históricas y estructuras patriarcales desde el análisis de las estructuras de poder masculino, además de su vinculación con las construcciones contemporáneas de masculinidad y feminidad del mundo en común en el que se habita (Flinck y Paavilainen, 2008). Es decir, aquellas familias donde el ejercicio de la violencia se ha traducido en una de las categorías naturales de la construcción de la masculinidad impactan de manera inevitable en la construcción de esas experiencias subjetivas previas al ser hombre. Contrariamente a la perspectiva esencialista del género, en donde el género es visto como una característica inherente de los individuos (Grosz, 1995) desde una perspectiva construccionista social, la masculinidad y la feminidad no se ven como provenientes de las mentes y cuerpos individuales de las mujeres, sino como lo que se construye socialmente. Por ser apropiado, natural o deseable para cada género. Las construcciones de masculinidad varían entre y dentro de diferentes contextos geográficos, históricos y situacionales; proscribir y prescribir ciertos comportamientos y características para niños y hombres, y se les otorga poder por la creencia de que la masculinidad es natural e inherente a todos los hombres. El comportamiento de género en conformidad con la «masculinidad» y la «feminidad» de hombres y mujeres, respectivamente, legitima y refuerza las categorías al proporcionar «evidencia» de su condición (Everitt & Ratele, 2015). En línea con la perspectiva construccionista social del género, las masculinidades se consideran relativamente sólidas, y el contexto se considera fundamental para determinar la forma y evaluación de las diferentes masculinidades (Carrigan et al., 1985; Connell, 1995; Connell y Messerschmidt, 2005). Ante lo anterior, es posible señalar como objetivo identificar los elementos de la masculinidad desde la narrativa de hombres que ejercen violencia de pareja participantes en grupos de reflexión desde una mirada construccionista.
MÉTODO
PARTICIPANTES
Los participantes en el estudio fueron 35 hombres de estrato socioeconómico bajo o medio bajo, participantes de dos grupos de reflexión para hombres agresores, conformados por 15 y 25 miembros cada uno, de entre 17 a 68 años, remitidos en su mayoría por el ministerio público para ser atendidos psicológicamente ante el delito de violencia familiar. Los experimentos se hicieron con el conocimiento y el consentimiento escrito de cada uno de los participantes. Las características sociodemográficas de los hombres participantes en los grupos de reflexión y en la investigación se concentraron en hombres que trabajan, con escolaridad secundaria y con el objetivo de dejar de violentar a la pareja y los hijos como motivos de asistencia al grupo (tabla 1).
Tabla 1
INSTRUMENTOS
Los instrumentos utilizados fueron un protocolo de observación no participante y los trabajos individuales y grupales elaborados por los hombres participantes en los grupos de reflexión como parte de las dinámicas vivenciales. Se hizo un análisis de documentos y materiales elaborados como técnica de investigación (Hernández, Fernández y Baptista, 2010), no como método de investigación (Kerlinger, 1988). Díaz y Navarro (1995) señalan que el análisis de documentos puede concebirse como un conjunto de procedimientos que tienen como objetivo la producción de un metatexto analítico en el que se representa el corpus textual transformado (2002).
PROCEDIMIENTO
Los hombres participantes en el estudio conformaban dos grupos de reflexión, que sesionaban una vez a la semana durante 15 sesiones; para estas, se hizo una adaptación del modelo de los grupos de reeducación para agresores y víctimas de violencia de pareja de Híjar y Valdez (2010) y los grupos de reflexión del modelo de Hombres por la equidad de Garda (2007), organizado en 15 sesiones de dos horas de duración. Durante la intervención, se recolectaron los trabajos realizados por los hombres y se elaboró un protocolo de observación. Las observaciones en cada una de las sesiones grupales se grabaron las sesiones y reflexiones; además, se recolectaron los trabajos escritos, los cuales también fueron analizados. El observador se presentó ante los hombres del grupo de reflexión por el facilitador del mismo, con el cual se había hablado previamente a la sesión con la intención de posibilitar el proceso empático de la observación y obtener el consentimiento de la investigación de los participantes. Posteriormente, se analizaron los documentos (trabajos escritos y protocolos de observación) por medio del software para el análisis cualitativo Atlas.ti versión 7.5. La interpretación de los trabajos escritos, así como de los testimonios recolectados por los protocolos de observación no participante, fueron analizados siguiendo los pasos que propone Charmaz (2012), realizando una codificación inicial, una codificación focalizada y una codificación axial, y estableciendo finalmente códigos teóricos o familias de códigos.
RESULTADOS
El ideal masculino: el hombre proveedor y la representación del dinero. Los hombres agresores participantes en los grupos de reflexión reflejan la representación de un ideal masculino a partir de diferentes roles, entre los que destaca el rol económico, es decir, el rol de proveedor. Este rol representa una expectativa compleja que se vincula al poder simbólico que otorga el control del dinero y se convierte en una trampa de doble filo que genera frustración y dolor; al no alcanzar la expectativa establecida, se instaura un estado de malestar y emergen comportamientos violentos hacia la familia como la única forma de volver a obtener el control y el dominio de la situación.
«Yo aprendí a darles satisfacciones a mi familia a través de lo económico, pero cuando comencé a batallar de dinero me sentí que perdí poder y comencé a dar un maltrato a mi esposa; ahora veo que sentía tristeza por pensar que era lo que les tenía que dar (dinero y lujos)». Hombre participante, 50 años.
SER HOMBRE, UNA CONSTRUCCIÓN EN LA NIÑEZ, JUVENTUD Y VIDA ADULTA
En las reflexiones grupales de la construcción de su masculinidad, los hombres de los grupos detectan la representación del ser hombre en tres momentos de su vida: cuando son niños, cuando son jóvenes y en la vida adulta. En cada etapa, es evidente la necesidad de mostrar y seguir ciertas características socialmente aceptadas para su género, atribuciones que los hombres participantes en los grupos refieren en sus reflexiones sobre los mensajes sociales de lo que se espera de un hombre (tabla 2).
Tabla 2
LA VIOLENCIA MASCULINA: LA GENTILEZA MASCULINA ENCUBIERTA, LA VIOLENCIA FÍSICA INMINENTE Y LA VIOLENCIA SEXUAL
Las formas de expresión de la violencia masculina detectadas en mayor medida a través de los discursos de los hombres después de ser confrontados en la intervención dentro del grupo tienen que ver con tres elementos: la gentileza masculina encubierta, la violencia física manifiesta e inminente y los comportamientos de violencia sexual íntimos y públicos. En el primero, los hombres participantes en los grupos de reflexión suelen referir con insistencia una forma de violencia psicológica; resulta la expresión de violencia que más fácilmente comienzan a reconocer en los grupos, siendo esta inicialmente encubierta bajo un comportamiento socialmente esperado de «gentileza masculina» o «caballerosidad». Los hombres expresan brindar atención y buen trato a sus parejas o a las mujeres en general, pero como comportamiento vinculado a un interés por recibir «algo a cambio».
«¿Cuándo no soy amable o respetuoso con una mujer? Cuando son malagradecidas […] sí, que hago algo por una mujer y no me dice gracias o qué bonito esto o lo otro. Es que yo sé que trato bien a mi pareja o a otra mujer, pero es porque espero algo a cambio». Hombre participante, 48 años.
En el elemento de violencia física manifiesta e inminente, es el momento de trabajo en el modelo de reflexión donde los hombres ahondan en diferentes expresiones de su violencia física, donde alcanzar el reconocimiento de la misma es incluso un proceso de trabajo que se va desengarzando a lo largo de las sesiones. Es variada la cantidad de acontecimientos por violencia física que argumentan haber cometido los agresores; muchas de esas agresiones no son solo con sus parejas, sino con la familia de su pareja o con sus hijos.
Sus narraciones denotan la dificultad para observar la gravedad de la violencia; el argumento «uno sabe cómo está la cosa ahí» hace ver una realidad común entre los discursos de los hombres; ellos consideran tener el poder y control de la situación, incluso en la violencia inminente.
«Esa vez, la verdad sí la encerré cuando ya se iba y ya no fue a trabajar, pero uno sabe cómo está la cosa ahí; sí, sí la amarré, la amagué, le aventé gasolina y estuve a punto de aventarle el cerillo, pero no lo hice. La agarré, la aventé, le di un puñetazo con el codo, la aventé sobre la cama y la comencé a ahorcar». Hombre participante, 55 años.
En el último elemento, la violencia sexual se representa tanto en un contexto íntimo como en un contexto público; por un lado, los hombres manifiestan agredir a la pareja en situaciones de cotidianeidad íntima, donde el ejercicio del poder se manifiesta a partir del control del cuerpo de la mujer, de su vida reproductiva o de su disfrute sexual, donde el hombre, por ejemplo, toma decisiones de que es ella quien debe operarse para no tener más hijos, o de estar accesible a tener relaciones sexuales siempre que él lo desee; de lo contrario, lo lleva a pensar que lo está engañando o le está siendo infiel.
«Pues si no quiere tener relaciones conmigo, me empiezo a hacer ideas que ya anda con otro». Hombre participante, 39 años.
Por otro lado, están las agresiones sexuales en lo público, en la calle, en el barrio, donde la complicidad y la indiferencia ante hechos sexualmente violentos coluden a los hombres ante la reflexión de lo que ellos mismos serían o no serían capaces de cometer contra una mujer; uno de los hombres argumenta una experiencia en esta línea.
EL PADRE COMO «MAESTRO»: LA FALSA HERENCIA Y PATRONES REPLICADOS; PRIMERO VIOLENCIA DEL PADRE, DESPUÉS VIOLENCIA HACIA LOS HIJOS
La enseñanza recibida por el padre, percibida por los hombres participantes como el aprendizaje adquirido de un «Maestro», en una analogía sobre aquel que les ha enseñado de una manera cercana y profesional. Desde los consejos y narrativa del padre, se adquiere una manera de resolver problemas de pareja; con desconcierto se repite la violencia como la «herencia» de la que no pudo deshacerse, porque se fue capaz de modificar y «ser diferente» al padre en otros elementos, pero en este no.
«Aprendí de un Maestro en eso [violencia] mi papá, me decía, -no, hijo, cuando batalles, tú nomás ciérrales la llave-» [violencia económica]; uno de los hombres lo deja entrever en su discurso: «Yo pensaba que la mejor herencia de mi padre era no hacer lo que él hizo con mamá; él tomaba y yo no tomo, él era irresponsable y yo soy responsable, pero de la violencia […] no sé por qué soy violento». Hombre participante, 37 años.
Uno de los temas de mayor sensibilidad en el modelo de intervención con hombres agresores es el tema de la paternidad propia, por el reconocimiento de las dificultades en la relación con los hijos. Los hombres refieren en cierta medida una repercusión de sus experiencias con sus padres a las experiencias con sus hijos e hijas. Estos patrones repetidos causan malestar y dolor a los hombres agresores. Uno de los hombres agresores refiere la manera en que su padre siempre le prometía cosas y nunca se las cumplía, y retoma cómo eso es algo que constantemente repite con sus hijos. Una de los ejercicios utilizados como parte del modelo es «darle la voz a su hijo o hija», a aquel que se daña, desde su silla vacía, desde ponerse en sus zapatos. Desde este ejercicio, los padres se convierten en sus hijos e hijas; desde su voz profunda, les hace reflexionar sobre la manera en que los hijos los miran con temor, con tristeza, con enojo por el daño a su madre, por el daño a ellos mismos.
EL MIEDO Y LA VULNERABILIDAD DE LOS HOMBRES AGRESORES: EL ARTICULADOR DE LA VIOLENCIA MASCULINA
El miedo de los hombres se presenta como una característica primordial en la articulación de la violencia masculina. Como elemento subjetivo, está íntimamente vinculado al miedo de perderlo todo, el miedo a estar solo, el miedo a perder el control, el miedo a quedarse consigo mismo, el miedo de perder, el miedo a ser el vulnerable, el dominado, el dominado por su propia angustia ante todos esos miedos reunidos en uno solo. Sin embargo, es el reconocimiento de este miedo el que le permite reformular también la violencia ejercida, reconocer su responsabilidad, responsabilidad negada por años y que es hasta este momento de confrontación de la realidad en el grupo que comienza a reconocerla como tal, como problema en su vida.
«Si me doy cuenta ahora en el grupo que actuaba con violencia, pero la raíz era que tenía miedo que ella me dejara, pero para que no se me fuera a ir la trataba mal y se terminó yendo.» Hombre participante, 45 años.
Finalmente, las confrontaciones en el grupo de reflexión buscan establecer la relación de significados de ese miedo desde la propia historia de cada hombre. El grupo de reflexión para hombres agresores permite generar nuevas conversaciones que permiten construir nuevas realidades entre los hombres. La violencia masculina se convierte en un aliado que le permite al hombre agresor restablecer un «equilibrio» de ese dominio, es decir, la seguridad del control de los otros; esto se observa en el argumento de uno de los hombres del grupo.
«Mi momento de más enojo fue cuando ella se defendió y me retó de frente. -¡Qué poco hombre!-, mientras me señalaba con el dedo». «En ese momento pensé si le meto un fregadazo ya se controla, porque yo pensaba que [yo] estaba en lo correcto». Hombre participante, 47 años.
El miedo a la pérdida de dominio tiene que ver con la pérdida de control de sí mismo que no se puede explicar, vinculado a la pérdida del control de la pareja, a la posibilidad del abandono de la pareja, estableciéndose una necesidad de recuperar ese control utilizando algún tipo de violencia para ello.
«Cuando la he violentado ni yo sé qué es lo que espero de ella; todo pasa muy rápido, le grito y ella me dice -cálmate, pues qué tienes-». «Cuando la vi hablando con una amiga y un amigo tuve una idea que ella me era infiel, porque estaba muy sonriente y sentí que tenía que reclamarle porque sentí que la estaban viendo los vecinos y pensé -ella no me respeta porque van a decir que me está viendo la cara-, entonces fui y le reclamé; yo ahí estaba tomando del otro lado de la calle-». «En ese momento que me enojé. ¿Qué buscaba que hiciera ella? Pues que me diera una explicación y la insulté y le grité -porqué estabas hablando con ese chavo-, pero luego me di cuenta que sí me daba explicaciones, pero yo quería que me dijera más, no sé qué es lo que yo esperaba. Ha vuelto a pasar y también le grité, pero ya no me dice nada, y no sé si es que me esconde algo». Hombre participante, 42 años.
DISCUSIÓN
La primera categoría El ideal masculino: el hombre proveedor y la representación del dinero, establece los elementos construidos por los hombres en torno a su identidad masculina; ser el proveedor económico otorga también una posición de dolor o tristeza que le evoca reconocer la imposición de ese ideal masculino inalcanzable, donde ve vulnerada su posición en la familia y la pareja, que coincide con el concepto de vulnerabilidad de Moreno (2008). Desde la categoría de Ser hombre, una construcción en tres momentos de la vida: niñez, juventud y vida adulta, las propiedades más profundas que conlleva el «ser rudo», «no pelear», «que me tengan miedo», entre otras, son revaloradas en la intervención, siendo ejemplos claros de las construcciones culturales de control y poder que deben tener los hombres en el transcurso de su vida (Wong, Steinfeldt, Speight & Hickman, 2010; Rogers, Delay & Lynn, 2017; Ramírez, 2005; López, 2010).
Dentro de la categoría La violencia masculina: gentileza masculina encubierta, la violencia física inminente y la violencia sexual, posterior al suceso violento viene una etapa de desequilibrio o desestabilidad que puede ser la ocasión en los hombres para pedir ayuda o atención psicológica, o incluso ante una intervención policial o jurídica se puede llegar a acceder al tratamiento obligatorio; esto es semejante a los resultados de Flinck y Paavilainen (2008).
Un elemento importante, considerado a partir de las narrativas de los hombres, es el concepto de la «otra vulnerabilidad» que expone a los hombres a una presión social surgida desde la niñez a la formación de su masculinidad, su identidad y su género (Delgado, 2016). Esta vulnerabilidad establece una débil inserción en redes sociales familiares y comunitarias a partir del ejercicio de su violencia, que fragiliza al hombre agresor y sus relaciones (Moreno, 2008). En este sentido, desde las categorías de El Padre como «Maestro»: La falsa Herencia y patrones replicados y El miedo: el articulador de la violencia masculina, los hombres agresores están en una situación vulnerable no reconocida que los lleva a fragilizar sus redes por la presión social de las expectativas puestas en su rol de género.
Desde la reflexión de que el hombre también tiene miedo, también es víctima de la violencia de género, invisibilizando o negando la vulnerabilidad, siendo un hecho negado desde su identidad y como parte de sus construcciones narrativas.
La paternidad representa vulnerabilidad. Por un lado, en la propia relación del agresor con su padre, los antecedentes de violencia y maltrato de su pasado con él, sus experiencias de violencia y maltrato infantil vivido; por otro, la figura de él mismo como padre que violenta, y la manera en que ahora replica un ejercicio de violencia con sus propios hijos. En esta categoría, los hombres reconocen las dificultades en las relaciones con sus hijos a través de esta dinámica, donde los hijos se sienten lastimados por el padre, por la violencia que ejercen, por el sufrimiento de sus madres ante la violencia del padre. Por otra parte, el miedo es interpretado por los hombres agresores como un miedo a perderlo todo, perder el control, el dominio, el poder, perder a la pareja, a los hijos, a sí mismo, el miedo entonces a la soledad, a ser controlado y sometido por el miedo mismo; la realidad de los hombres se ve obnubilada por la presencia del miedo y de nuevo su reflejo en la vulnerabilidad masculina.
CONCLUSIONES
Las intervenciones con hombres que ejercen violencia de pareja buscan reconstruir las realidades sentidas y expresadas. Los resultados de la presente investigación coinciden con Rogers, Delay y Lynn (2017), Ramírez (2005), Mancera, Dorgo y Provencio-Vasquez (2017), emakunde-Instituto Vasco de la Mujer (2008), Flinck y Paavilainen (2008) y Gergen (2007) señalados a lo largo del artículo. La investigación ha permitido comprender que la búsqueda de un ideal masculino, construido principalmente desde la figura del hombre proveedor económicamente hablando, este modelo ideal tradicional es el que señala emakunde-Instituto Vasco de la Mujer (2008) en sus aportaciones cuando señala que los maltratos que ejercen los hombres ocultan una serie de frustraciones y fracasos por no alcanzar el modelo de masculinidad tradicional establecido, al igual que Ramírez (2005), Amuchástegui (2006), Burin y Meler (2000), Tena Guerrero (2010) y Kaufman (1989, 1999), quienes señalan la manera en que este ideal masculino permite comprender la violencia de los hombres, desde ese ideal ético no alcanzado, como también señalan Flinck y Paavilainen (2008), el cual luego los llevará a ejercer violencia ante el fracaso de ese ideal que realmente es inalcanzable. Por otro lado, los mensajes de la niñez, la juventud y la vida adulta sobre lo que es ser masculino, es decir, los mensajes sociales, símbolos y significados que se le otorgan a la masculinidad, donde la violencia aparece vinculada a la construcción de la masculinidad hegemónica desde su expresión como violencia física, sexual y psicológica, vinculado a los planteamientos de Rogers, Delay y Lynn (2017) y Mancera, Dorgo y Provencio-Vasquez (2017). En relación a las categorías que incluyen la paternidad desde los dos papeles determinantes se vincula a lo señalado por Flinck y Paavilainen (2008). El miedo de estos hombres en su vida representa un detonante de la violencia; el miedo a perder el dominio del otro es un miedo a dejar de ser alguien o dejar de ser él desde el ideal masculino reflexionado en la primera categoría. Por tanto, el miedo representa el primero y último eslabón en la construcción de un hombre que ejerce violencia hacia su pareja. Este componente del miedo de los agresores también coincide con lo señalado por Flinck y Paavilainen (2008); los hombres se esforzaron en negar su comportamiento violento por sus ideales éticos; en segundo lugar, los hombres no interpretaron actos aparte de los físicos como violentos e intentaron subestimar y mitigar la violencia, justificaron la violencia ante un acto de defensa. En tercer lugar, los hombres usaban la violencia cuando entraban en pánico al sobrecargarse y reprimir sentimientos. Es posible concluir que el trabajo con los agresores es en su mayoría una perspectiva que considera las tradiciones históricas y estructuras patriarcales, además de su vinculación con las construcciones contemporáneas de masculinidad y feminidad del mundo en común en el que se habita. La mayor parte de su conocimiento es derivado socialmente a través de su familia, en primer lugar, de su experiencia educativa, y de otras personas significativas para él o ella. Es lo que constituye su herencia social (Gergen, 2007). El trabajo con la construcción del miedo masculino conlleva a reconstituir la representación de la soledad masculina, del dominio masculino y, por tanto, de la violencia masculina, además de la paternidad, la construcción de la masculinidad en la infancia, juventud y adultez, el ideal masculino y los tipos de violencia masculina.