INTRODUCCIÓN
En México, la injerencia del Estado en la vida económica y política fue una de las más tempranas del mundo capitalista. La Constitución de 1917, emanada de la Revolución Mexicana de 1910, tuvo una fuerte impronta intervencionista y nacionalista (Hamilton, 1983). Sin embargo, habrá que esperar al sexenio cardenista (1934-1940) para que se establezcan las bases más sólidas del Estado de Bienestar, aunque en el contexto de un país con mucho menor disponibilidad de recursos fiscales que, para tomar el mejor ejemplo, las socialdemocracias europeas de la posguerra. Fue en esta época en que se impulsó decididamente la Reforma Agraria, a través del reparto masivo de la tierra, complementado con un conjunto de políticas públicas e instituciones de fomento encaminadas a hacer viable el desarrollo de la economía campesina.
Con el cambio de prioridades que experimentó el modelo político al finalizar el mandato de Lázaro Cárdenas, a partir de 1940 el Estado mexicano priorizó la expansión de la clase capitalista todavía en formación y subordinó a las clases populares a las necesidades de la industrialización sustitutiva de importaciones, a través del control corporativo de las mismas. No obstante, ello se produjo no sin otorgarles una serie de concesiones y prestaciones sociales relevantes, como la continuación de la reforma agraria, aunque con un reparto agrario mucho más moderado. Asimismo, en 1943 se creó el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) para los trabajadores asalariados del país. En suma, esta fue la época del desarrollo interno y del llamado «milagro mexicano» (1940-1970), en el que México experimentó las más elevadas tasas de crecimiento de la economía de su historia (Medina, 1994).
Tras más de tres decenios de desarrollo económico, en los que campeaba un desbordado optimismo sobre el futuro del país, se empezó percibir, en la segunda mitad de la década de los sesenta del siglo pasado, un estancamiento del ritmo de crecimiento. A ello hay que sumar la crisis política de 1968 que cuestionó la legitimidad del Estado mexicano posrevolucionario. Como estrategia para encontrar solución a los problemas políticos, económicos y sociales, el gobierno de Luis Echeverría (1970-1976) optó por llevar a cabo una política redistributiva del ingreso y desplegar una mayor intervención estatal a través de la creación de numerosas empresas estatales y paraestatales (Schettino, 2007).
En noviembre de 1972 el Estado mexicano creó la empresa paraestatal Tabacos Mexicanos S. A. de C. V. (Tabamex) para la producción de tabacos para cigarrillos. Su participación se limitó a la producción primaria, es decir, a la fase agrícola y al primer estadio de procesamiento agroindustrial y a la exportación de tabaco preindustrializado. No obstante, el Estado no afectó la presencia de las grandes empresas nacionales y trasnacionales en las fases de industrialización y comercialización de cigarrillos, lo más redituable del negocio.
El presente artículo tiene como objetivo principal hacer un balance histórico general de Tabamex durante sus 18 años de vida (1972-1990), enfocado a sus políticas de eficiencia, productividad y calidad de la producción.1 En especial, analizaré estas políticas en lo que concierne a la participación de los pequeños productores tabacaleros en el ámbito productivo. Para tal efecto, se pondrá de relieve el permanente dilema a que se enfrentaron las entidades estatales de su tipo: operar conforme a criterios de empresa productiva, con rendimientos crecientes y utilidades aceptables y, a la vez, cumplir una función social en beneficio de los actores sociales directamente involucrados y de las comunidades en la que la actividad se insertaba. En este aspecto, enfatizaré las dificultades que se presentaron para la implementación de métodos y procedimientos que permitieran encauzar a estos productores a la consecución de adecuados niveles de productividad, indispensables para un sano desempeño económico de la empresa.
La primera parte de este trabajo está dedicada a aportar algunos antecedentes de la primera etapa privada de la agroindustria tabacalera prevaleciente en el periodo 1927-1972, anterior a Tabamex, caracterizada por el predominio de corporaciones trasnacionales estadounidenses y británicas. Estos antecedentes son necesarios para comprender las bases sobre las cuales se asentó la nueva empresa estatal. En la segunda parte describo la constitución de Tabamex y su inserción en el complejo agroindustrial tabacalero. En la tercera analizo el proceso de producción agrícola y pos-agrícola y la supervisión técnica. En la cuarta sección me enfoco en el desarrollo tecnológico de la empresa desde el punto de la organización estratégica del proceso productivo. En la quinta sección hago un paréntesis para caracterizar al «pequeño productor familiar acomodado», antes de proseguir con el relajamiento de la disciplina productiva experimentado en el ramo. La sexta sección trata sobre el paternalismo estatal y el problema de la productividad agrícola, mientras que en la séptima y última abordo la crisis de Tabamex durante la década de los ochenta hasta su desaparición en 1990.
El artículo se centra sobre todo en el estado de Nayarit, principal entidad federativa productora de tabacos rubios para cigarrillos, aunque incorpora varias observaciones acerca de otros estados donde esta empresa también tenía una fuerte presencia: Veracruz, Oaxaca y Chiapas (mapa 1).
Además de la investigación documental correspondiente, las fuentes directas de información que utilizo, provienen sobre todo del trabajo de campo que realicé durante las décadas de los noventa y dos mil, el cual abarcó a todas las regiones productoras del país y estuvo encaminado a estudiar la agroindustria tabacalera desde su nacimiento en 1927 hasta su ocaso en la era de la globalización.
ANTECEDENTES DE LA AGROINDUSTRIA TABACALERA DEL PERIODO 1927-1972
Durante el siglo XIX, México fue un importante productor de tabacos oscuros, principalmente destinados a la elaboración de puros, aunque también de tabacos oscuros para cigarrillos, para pipa y mascado (Obregón, 1988). Al comenzar el siglo XX inició la expansión de la producción de cigarrillos de sabor suave manufacturados con mezclas de tabacos rubios. Su gran éxito comercial determinó que las grandes compañías estadounidenses y británicas que predominaban en el ramo buscaran nuevas regiones que fuesen aptas para producir la materia prima requerida, y países donde implantar fábricas de cigarrillos para vender sus marcas «americanas». Encontraron en la planicie costera de Nayarit un lugar propicio por sus condiciones climáticas y sus suelos aptos para cultivar las variedades de tabacos oriundas de Estados Unidos, principalmente Burley y Virginia, donde comenzaron a operar en 1927 (mapa 1) (Sáinz y Etchegaray, 1988). El vertiginoso aumento de la demanda de estos tipos de tabacos determinó que, si a finales del siglo XIX la producción de Nayarit no alcanzaba el 19% de la producción nacional, hacia 1940 la misma había aumentado al 67 %, con 58% de la superficie cultivada (Tabamex-INEGI, 1989, p. 43). Para principios de la década de los setenta, Nayarit contabilizaba más del 86% de la producción nacional de tabaco (tabla 1).
Tabla 1
[i] Fuente: Tabamex, elaborado con datos tomados de CODAI hasta el ciclo 1979-1980 (1982: 137 y 148) y de Saldívar para los ciclos posteriores (1991: 157).
La producción de los tabacos rubios se distinguió por llevarse a cabo con base en el sistema de agricultura de contrato, mediante la cual las empresas otorgan a los productores un financiamiento, llamado «crédito de habilitación», encaminado a comprometer su producción al finalizar el proceso productivo. Las compañías habilitadoras filiales de una o varias empresas cigarreras proporcionaban a los productores tabacaleros todos los insumos necesarios para llevar adelante la producción. Se trataba de un paquete tecnológico que incluía los almácigos (plántulas), los productos agroquímicos y los diversos materiales empleados en el curado de las hojas, el pago de los servicios o maquilas realizadas con maquinaria y equipo agrícola, y también aportaban el efectivo para el pago de los jornales. Este sistema de financiamiento de la producción de tabaco era comúnmente denominado «habilitación del tabaco».
En las variedades Virginia sarta sol, Burley semi sombra y Burley sarta sol, que ocupaban la mayor parte de la superficie plantada -es decir, el 66%-, los tabacaleros eran los responsables de la fase agrícola: el crecimiento de la planta en el campo, la cosecha y el proceso pos-agrícola del secado o curado de las hojas (tabla 2). En estas variedades, el curado se hacía con la elaboración de «sartas», consistente en el cosido de las mismas en hilos de henequén, atravesadas con una aguja en su nervadura, para formar hileras de las que estas pendían, ya sea al aire libre o en construcciones de madera, llamadas galeras o galpones. Estas labores eran realizadas por jornaleros indígenas migrantes estacionales contratados por los productores con recursos de la habilitación (Díaz Romo y Salinas Álvarez, 1999; Mackinlay, 2008). En las variedades Burley sombra mata y Virginia hornos, o flue cured, como era conocido este tabaco internacionalmente -prevalecientes en el 34% de la superficie-, había otros sistemas, sobre los que hablaré más adelante (tabla 2).
Tabla 2
[i] Fuente: elaboración propia con base en datos oficiales de Tabamex tomados de CODAI (1982: 137 y 148) hasta el ciclo 1979-1980 y Saldívar (1991: 157) para los ciclos posteriores.
Terminado el proceso de curado, las empresas se encargaban ellas mismas de procesar las hojas secas en sus plantas de preindustrialización, comúnmente llamadas «plantas desvenadoras», que empleaban obreros y obreras industriales, para producir la materia prima llamada «tabaco desvenado» o «preindustrializado». En otras palabras, se trataba de un sistema de integración vertical que comenzaba en el campo y culminaba en la industria, en un complejo agroindustrial integrado y planificado (Jáuregui et al. 1980).
En virtud del reparto agrario concretado durante el cardenismo, mismo que determinó el predominio de la forma de tenencia ejidal en todo el estado de Nayarit, las compañías tabacaleras se vieron obligadas a contratar a ejidatarios que disponían de parcelas de reducido tamaño en tierras irrigadas de alta calidad (Castellón, 1992; Meyer, 1989). A partir de la década de los cuarenta, Tabaco en Rama (TERSA), filial de la British American Tobacco (BAT), se convirtió en la principal empresa habilitadora de tabaco, encargada de proveer tabaco para varias compañías cigarreras de su conglomerado (Améndola, 1984). En las dos décadas siguientes, se consolidó el predominio de cigarreras trasnacionales de origen estadounidense con sus respectivas filiales en el ámbito agroindustrial. Solo dos empresas nacionales importantes arraigadas desde el siglo XIX -la Tabacalera Mexicana y Cigarrera Nacional-, formadas inicialmente con capitales franceses, españoles y mexicanos residentes, lograron sostenerse en el mercado.
La relación entre los ejidatarios y las empresas privadas que se desarrolló entre 1927 y 1972 fue por lo menos compleja. Por un lado, considerando las altas utilidades que se obtenían en comparación con otros cultivos, había una presión ejercida por los ejidos para que se redujese el tamaño de las superficies financiadas, con el fin de permitir la incorporación de un mayor número de ejidatarios. Debido a la influencia de la organización ejidal en materia de tenencia de la tierra, estos tenían cierto poder de negociación al respecto. Por otra parte, a medida que transcurría el tiempo, las exigencias de productividad y calidad de la producción se incrementaron. Si bien en un principio los productores de tabaco gozaron de un mayor grado de autonomía para la realización de sus labores, hacia principios la década de los sesenta se consolidó con mayor firmeza el paquete tecnológico que estipulaba con gran precisión el «cómo, cuándo y cuánto producir» (Mackinlay, 2011).
En consecuencia, las compañías se vieron en la necesidad de suspender los créditos de habilitación para parcelas individuales en determinadas regiones de Nayarit, cuyas tierras habían acumulado un exceso de cloruro de sodio; es decir, se habían «salinizado», debido a la sobreexplotación de los mantos acuíferos. También se retiraban de aquellas zonas de esta entidad federativa que, a partir de los nuevos estudios edafológicos que se implementaron, ya no eran consideradas idóneas para este cultivo (Valtierra, 1984).
Los productores de tabaco nayaritas afectados por la supervisión técnica más rigurosa o, peor, por la cancelación de sus contratos reaccionaron naturalmente en contra de las nuevas condiciones impuestas, aunque aquellos que lograron adaptarse a los cambios comenzaron a obtener utilidades significativamente altas. Paradójicamente, al tiempo que algunos grupos eran dados de baja, las remuneraciones de la mayoría de los tabacaleros que se mantenían en la producción aumentaban. De acuerdo con Valtierra, fue «durante el tiempo en que operó TERSA [que los tabacaleros] obtuvieron los mayores ingresos reales, por lo menos hasta el ciclo 1965-1966» (1984, p. 169).
En un artículo de mi autoría dedicado al periodo 1920-1972, comenté sobre la identificación que se llegó a establecer entre autoritarismo de las empresas y política de mejora de la eficiencia y calidad de la producción (Mackinlay, 2011). Es decir, en vez de ponerse de relieve la productividad, se empezaron a condenar los efectos que las medidas asociadas con la misma tenían desde un punto de vista social.
Esto sucedió, en forma bastante paradójica, en medio de una etapa de la reforma agraria, prevaleciente entre 1940 y 1970, en la que se intentó promover la producción agrícola con un enfoque productivista y se subordinó a la economía campesina a las necesidades de la agricultura empresarial. Después de tres periodos gubernamentales que compartieron plenamente este enfoque, a los que se encasilló bajo la denominación de gobiernos de la «contrarreforma agraria» (1940-1958) (Bartra, 1985), México va a conocer un sexenio bastante especial -el del presidente Adolfo López Mateos (1958-1964)- que desentonó con los demás, al ser más condescendiente con la economía campesina y en particular con el sector ejidal. En esta administración se recuperó el ritmo del reparto agrario y se canalizaron importantes fondos de fomento para impulsar a los pequeños productores (Mackinlay, 1991).
Este giro se enmarca en el inicio de un nuevo ciclo de luchas campesinas descontentas con el giro en la política agrícola verificado en la etapa pos-cardenista, que tuvo como protagonista principal durante la década de los cincuenta a la Unión General de Obreros y Campesinos de México (UGOCM), vinculada con el Partido Popular Socialista (PPS), de Vicente Lombardo Toledano (De la Fuente, 2016). Los militantes de este partido fueron particularmente activos en las zonas tabacaleras, sobre todo en Nayarit.
Este interludio de tintes progresistas terminó cuando Gustavo Díaz Ordaz asumió la presidencia de la República (1964-1970). Sin embargo, en Nayarit se prolongó un sexenio más ya que López Mateos también designó para ocupar la gubernatura de Nayarit, en el mismo lapso, a un político proveniente del ala izquierda del PRI, el doctor Julián Gascón Mercado, quien tenía fuertes vínculos con el PPS. Tanto López Mateos, por medio de las agencias de fomento federales, como Gascón Mercado, con los recursos que le otorgaba su posición de gobernador, se esforzaron durante la década de los sesenta por defender a los productores desplazados, generar un aumento de los precios pagados al productor y limitar a las grandes empresas nacionales y trasnacionales tabacaleras a los pequeños productores(Mackinlay, 2011).
Cuando las nuevas medidas de eficiencia fueron impuestas como condición para preservar el crédito de habilitación, emergió un relato sombrío, ampliamente difundido, de arbitrariedad, autoritarismo y de explotación ejercida por las empresas habilitadoras sobre los productores de tabaco. Este relato fue en buena medida consentido por las propias autoridades gubernamentales que pretendían generar un contrapeso a las grandes transnacionales que habían acumulado gran poder económico en las regiones tabacaleras (Bonfil, 1985; Ceballos et al., 1985, pp. 57-62; Chumacero, 1985, pp. 127-151).
Sin embargo, más que en Nayarit, fue en el norte de Veracruz donde la movilización política promovida por el Estado mexicano encontró mayor resonancia. En efecto, durante la década de los sesenta, como consecuencia de la acentuación del declive de la demanda de tabacos oscuros para cigarrillos iniciado años atrás, regiones como Álamo, Platón Sánchez y Papantla, en el norte de Veracruz, sufrieron severos recortes de la superficie plantada (mapa 1). Las protestas y movilizaciones, que ciertamente provinieron de las regiones de Nayarit afectadas, aunque que se dieron con mucho más intensidad de Veracruz, fueron en aumento. La Confederación Nacional Campesina (CNC), brazo campesino del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y del Estado mexicano, a inicios de la década de los setenta, encabezó las protestas que militantes del Partido Popular habían protagonizado durante los sesenta, con el objeto de preparar el camino de la nacionalización de la agroindustria tabacalera que se hizo realidad en noviembre de 1972 (CODAI, 1982, pp. 271-294).
La intervención del gobierno de Echeverría estuvo encaminada a asegurar la "paz social" -sobre todo en Veracuz- y a posicionar al Estado en una rama productiva que generaba una importante actividad y derrama económica en las regiones donde estaba implantada, y divisas originadas de la exportación. Se pretendía no solo expandir la producción, sino también rehabilitar las regiones que habían caído en crisis, encontrar una solución a los problemas sociales, de los que se responsabilizaba a las trasnacionales, redistribuir el ingreso y «extender entre el mayor número posible de campesinos los beneficios de un cultivo tan rentable» (Chumacero 1985, p. 48).
LA CONSTITUCIÓN DE TABAMEX Y SU INSERCIÓN EN EL NUEVO COMPLEJO AGROINDUSTRIAL TABACALERO
Creada el 4 de noviembre de 1972, la empresa Tabacos Mexicanos, S.A. de C.V (Tabamex), fue formada a partir de la nacionalización de los activos de TERSA y de las demás empresas habilitadoras de tabaco, que en total sumaban siete. Estos activos, además de los necesarios para la producción agrícola (oficinas, bodegas, maquinaria, equipo agrícola y de transporte, laboratorios, campos experimentales, etc.) incluían las plantas desvenadoras y de hornos, ubicadas en la cercanía de los campos agrícolas, en los que se procesaba de manera industrial la materia prima proveniente del campo.
La figura legal por la que se optó fue la de Sociedad Anónima de Capital Variable (S. A. de C. V.), con tres tipos de acciones: la serie «A», perteneciente al gobierno federal con una participación mayoritaria del 52%; la serie «B», con 24%, correspondió a «la Confederación Nacional Campesina (CNC) y a los productores de tabaco organizados», y la serie «C», con otro 24%, a «las empresas industrializadoras de tabaco» (D.O.F., 1972, p. 9). Se acordó que estas últimas aportarían, antes del inicio del ciclo agrícola, el capital operativo necesario para llevar adelante el proceso productivo. En virtud del financiamiento que aportaban, las empresas tenían derecho a una supervisión independiente de las parcelas tabacaleras, aunque sin autoridad para girar instrucciones a los productores.
En el Consejo de Administración de Tabamex participaban representantes de estas empresas, de los gobiernos estatales donde se producía tabaco y de las agencias gubernamentales involucradas por las actividades que desempeñaba la paraestatal. Los representantes de los productores, que en realidad no habían aportado ningún capital, tuvieron muy poca participación. Su involucramiento se daba más bien a escala local y regional, donde se establecieron numerosas organizaciones de tabacaleros que se ocupaban de los aspectos cotidianos de la actividad. También se congregaban en una reunión anual organizada por Tabamex para concertar las cuotas de habilitación de cada variedad habilitada en las distintas regiones (Mackinlay, 2014).
Así, la nueva empresa paraestatal se convirtió en un organismo intermedio entre los productores y los industriales. Ocupó el lugar de las empresas habilitadoras privadas en el esquema de integración vertical existente. Conforme al Decreto presidencial que le dio origen, Tabamex era la única empresa dedicada a la producción y comercialización de tabacos preindustrializados para cigarrillos, aunque legalmente estaba facultada para monopolizar, «de ser conveniente para sus actividades económicas», todas las funciones «directa o indirectamente relacionadas con la industrialización y comercialización del tabaco o con su exportación» (D.O.F., 1972, p. 9). Esto significa que pendía la espada de Damocles sobre la cabeza de la industria cigarrera, ya que existía el fundamento legal para proceder a su nacionalización completa.
Aparte de Nayarit, una reducida proporción de tabacos rubios se producía en dos municipios de Jalisco colindantes con ese estado, así como en la costa de Chiapas, región abierta al cultivo por Tabamex. Para el económicamente deprimido norte de Veracruz, se puso en marcha una activa política de promoción de la exportación de los tabacos oscuros para cigarrillos. Ciertos tabacos específicos, que se producían en pequeñas cantidades para las mezclas de cigarrillos o para la exportación, se cosechaban en Córdoba (Veracruz), Simojovel (Chiapas), Tuxtepec y en los Valles Centrales de Oaxaca. El monopolio de Tabamex en la producción de todos estos tabacos era casi absoluto puesto que, fuera de contados fabricantes artesanales, las compañías cigarreras eran sus únicas posibles destinatarias. En términos administrativos, Tabamex dividió sus operaciones en dos grandes zonas: la Zona Nayarit-Jalisco y la Zona Golfo, que comprendía los estados de Veracruz, Oaxaca y Chiapas) (mapa 1).
EL PROCESO PRODUCTIVO AGRÍCOLA Y LA SUPERVISIÓN TÉCNICA DURANTE TABAMEX
Conforme al sistema diseñado en la época anterior de predominio de las corporaciones trasnacionales, Tabamex sostuvo el financiamiento completo del proceso productivo. Este tipo de financiamiento era poco usual. En otras actividades de agricultura de contrato por lo general se otorgaban apoyos parciales destinados para comprometer la producción. Un sistema semejante al del tabaco existía en la producción de caña de azúcar, cuya industria fue intervenida por el Estado a través de la empresa paraestatal Azúcar, S. A., aunque no todos los ingenios azucareros fueron nacionalizados (Bartra, 1993).
En la época de Tabamex no se conocieron grandes modificaciones al paquete tecnológico establecido en la época anterior. A diferencia de otros países que avanzaron en la mecanización de los procesos agrícolas, en México se mantuvo el sistema heredado de la época de las trasnacionales, diseñado en función de la mano de obra abundante y barata, de una economía de pequeños productores con suficientes brazos para realizar los trabajos y que no disponían de superficies demasiado amplias.
Conforme la política redistributiva de la paraestatal dirigida a «frenar el proceso de diferenciación social» (Valtierra, 1984, p. 219), en Nayarit se conocerá un descenso de la superficie habilitada por productor de 2.8 a 1.8 hectáreas entre el primero y el último ciclo habilitado por Tabamex. La superficie total cosechada aumentó sensiblemente, pasando de un promedio de 26 523 hectáreas en los últimos cinco años de la época anterior (es decir, entre 1968 y 1972) (Mackinlay, 2001, Apéndice Estadístico), a uno de 31 053 hectáreas en las 18 temporadas correspondientes a Tabamex, con 2.3 hectáreas por productor tomando el conjunto del periodo (tabla 3).
Tabla 3
[i] Fuente: elaboración propia con base en datos oficiales de Tabamex tomados de CODAI (1982: 137 y 148) hasta el ciclo 1979-1980 y Saldívar (1991: 157) para los ciclos posteriores.
Tomando en consideración los altos precios del tabaco rubio para cigarrillos en el mercado mundial de la época, las reducidas parcelas no constituían un impedimento real para que los productores obtuviesen ingresos razonables. Sin embargo, sí eran una limitante para la expansión de las unidades que tenían suficiente capacidad de llevar a cabo eficientemente la producción en superficies más amplias, a efectos de desarrollar economías de escala e intensificar la producción. La reducción del tamaño de las superficies habilitadas -inducidas bajo presiones políticas durante la etapa anterior- fueron consideradas como una virtud en tiempos de Tabamex.
El esfuerzo por mejorar la eficiencia, la productividad y la calidad de la producción muy pronto se llenó de obstáculos. El primer suceso que obró en su contra tuvo que ver con un movimiento social de los técnicos o inspectores de campo, apenas iniciadas las operaciones de la empresa paraestatal. Provenientes de las siete empresas habilitadoras nacionalizadas, plantearon su intención de formar un sindicato único del personal encargado de la supervisión técnica del proceso productivo.
Por la naturaleza de su trabajo, en realidad no correspondía que se les otorgara un estatuto de trabajadores de base, los cuales en este caso gozaban de una gran protección en términos de estabilidad laboral. Si bien difícilmente se podía cuestionar que los técnicos tuviesen derecho a un régimen laboral reglamentado y consensuado, por lo delicado de su función, hubiese sido más lógico que permanecieran como personal de confianza de la nueva empresa paraestatal. Con este estatuto jurídico, podían ser susceptibles de ser removidos de sus puestos con mayor facilidad, como por ejemplo, en los casos de contubernios o malos manejos en los que con facilidad se podía incurrir en el desempeño de esta función.
Después de organizar movilizaciones a favor de su sindicalización, apoyadas por los movimientos de izquierda emergentes de los setenta, que desembocaron en una huelga de significativas proporciones, este episodio culminó con la intervención del ejército, el despido de los principales dirigentes del sindicato y la sindicalización de los supervisores de campo. No obstante, la misma no se realizó a través de un sindicato independiente del gobierno, como sus integrantes aspiraban, sino dentro del mismo sindicato de los trabajadores de Tabamex perteneciente a la oficialista Confederación de Trabajadores de México (CTM). Estos dejaron de ser trabajadores de confianza y pasaron a engrosar las filas del personal permanente de la estructura burocrática, adquiriendo puestos de base inamovibles.2
En la lógica burocrática de Tabamex no transcurrió demasiado tiempo para que se multiplicaran los puestos de supervisión; la contratación de nuevos inspectores a menudo se hizo con base en influencias y amiguismo, en detrimento de la formación técnica y académica. Las posibilidades de contubernio con los productores para realizar prácticas irregulares -siempre presentes en toda agricultura de contrato- aumentaron. Según Améndola y Albarrán, «la fase de la difusión de las innovaciones tecnológicas a cargo de personal altamente calificado quedó atrás con TERSA» (1983, p. 34).
DESARROLLO TECNOLÓGICO Y ORGANIZACIÓN PRODUCTIVA
La sustitución de las compañías trasnacionales determinó que Tabamex tuviera que invertir en el desarrollo de tecnología propia, lo que la incitó a llevar a cabo una interesante política de desarrollo científico y tecnológico encaminado a «mejorar la calidad y productividad en el cultivo y beneficio del tabaco» (Tabamex-INEGI, 1989, p. 52). Asimismo, aplicó una importante inversión en infraestructura para ampliar y rehabilitar los canales de riego y los activos existentes. Todas las regiones tabacaleras fueron en mayor o menor medida beneficiadas por esta inversión (Tabamex-INEGI, 1989, pp. 51-55).
No obstante, para ser eficaces, estas acciones debían concatenarse con muchas otras que no se dieron. Por ejemplo, en cuanto a la estrategia productiva, la empresa paraestatal mostró una marcada inercia para actualizar ciertas modalidades organizativas, en particular en lo relacionado con la excesiva centralización de determinados procesos y procedimientos, como sucedía con la producción de los almácigos (plántulas) y con la cosecha y el curado de la variedad Virginia hornos o flue cured. Es preciso reconocer que la centralización de estos procesos fue heredada de la etapa anterior, pero los directivos de Tabamex no modificaron este estado de cosas acorde con las pautas organizativas prevalecientes para la década de los setenta a escala mundial.
En efecto, cada plantero de cinco hectáreas abastecía 400 hectáreas de tabaco, por lo que se precisaban 75 de estos para sembrar las 31 053 hectáreas plantadas en promedio en Nayarit (tabla 1). Funcionaban de septiembre a enero de cada año, a efectos de abastecer escalonadamente los campos de tabaco. El personal técnico de la empresa se encargaba de dirigir el proceso productivo. Caracterizados por un alto empleo de mano de obra, Tabamex contrataba entre 800 y 900 jornales para todas las labores (González, 1995, p. 21).
Si bien este tipo de organización productiva podía asegurar una mayor calidad de las plántulas implicaba un mayor trabajo para las empresas habilitadoras y costos más altos. En distintos países del mundo, la germinación de las semillas en almácigos fue trasladada a los productores, quienes los producían bajo la supervisión de las empresas, como explicaré más adelante.
Una centralización similar a la de los planteros ocurrió respecto a las plantas industriales de hornos, y también originalmente construidas por las trasnacionales tabacaleras. Estos hornos eran empleados para deshidratar en forma artificial el Virginia flue-cured, tabaco que a la postre se convertiría en la variedad más comercializada internacionalmente, debido a que este proceso es el que mejor imprime una característica clara y ligera a las hojas de tabaco. Después de unificar la infraestructura de hornos heredada de varias compañías, Tabamex llegó a tener siete plantas en operación que sumaban 807 hornos, de los cuales 537 eran de los llamados tradicionales o convencionales, construidos con ladrillos, poco sofisticados en su construcción y equipamiento de curado, 234 eran del tipo Bulk Curing Barn (BCB), de lámina, más avanzados tecnológicamente y 36 «híbridos»3 (Tabamex-INEGI, 1989, p. 59).
De acuerdo con la opinión de un alto directivo, este sistema era único de México, toda vez que en el resto del mundo se prefirió construir hornos en el campo operados por los propios productores.4 En Estados Unidos, país desde donde proviene originalmente este tipo de curado, los cosechadores de tabaco se ocupaban de este proceso en sus propias granjas, además de ellos mismos producir los almácigos (Daniel, 1985). En otros países o regiones tabacaleras, cuyo sistema se basó en la agricultura de contrato (lo cual no era el caso de Estados Unidos), las empresas habilitadoras promovieron la construcción de hornos tradicionales o «convencionales» en los campos agrícolas. Este tipo de hornos de menor costo estaban diseñados para pequeños y medianos productores, a menudo campesinos. Generalmente, alimentados con leña, su financiamiento se hacía mediante esquemas de créditos amortizados con el tabaco producido (véase Mackinlay, 1998, pp. 232-233; Mackinlay, 1999, pp. 189-191). Los hornos BCB más modernos fueron utilizados por grandes productores empresariales que disponían de mayor capacidad productiva y recursos financieros para adquirirlos.
Igual que con los planteros, las plantas de hornos podían asegurar una óptima calidad del producto, gracias a la existencia de operarios especializados dedicados a este trabajo (Ceballos et al., 1985); sin embargo, el mantenimiento y el pago de salarios implicaba altos costos operativos (Saldívar, 1991, p. 82). La idea subyacente al sistema descentralizado era que este contribuía no solo a abaratar los costos del proceso productivo, sino que facilitaba el trabajo de las empresas tabacaleras, al desatenderlas de estas responsabilidades.5
Tomando ejemplos del Cono Sur de América Latina, en las provincias argentinas de Corrientes, Misiones, Salta y Jujuy, los pequeños productores campesinos se ocupaban tanto de la producción de sus propios almácigos, como de su curado en hornos convencionales o «estufas», según la denominación local (Baranger, 2007; Dominguez, 1994; Gras, 2005). En el sur de Brasil, donde también prevalecía el sistema descentralizado, el «modelo familiar» se basaba, según el ingeniero L. S. E., en «confiar en los productores».6 La supervisión de los almácigos corría a cargo de los técnicos supervisores de campo, mientras que el curado del tabaco y su calidad se evaluaba cuidadosamente al entregar la producción.
El principal motivo para continuar con estos sistemas centralizados después de la nacionalización de 1972 se derivó, más que de una estrategia productiva deliberada, de una relación especial que se desarrolló con los productores de tabaco. Como se ejemplificará en las siguientes secciones al analizar otros eslabones del proceso productivo, los tabacaleros tendieron a descargar sobre la empresa determinadas tareas que preferían no realizar ellos mismos, actitud que esta consintió en aras de evitarse problemas con ellos mismos o con sus organizaciones de representación. Asimismo, en las labores que corrían a su cargo, se advirtió una marcada tendencia a no asumir con la seriedad necesaria las estipulaciones del paquete tecnológico, debido a la inexistencia de controles efectivos y el hecho de que ello no repercutía en una merma significativa de sus ingresos.
Una de las consecuencias de esta flexibilidad tiene que ver con que los tabacaleros titulares de los contratos, junto con miembros de sus familias, estuvieron posibilitados, gracias a que disponían de dinero en efectivo proveniente del crédito de habilitación para el pago de salarios, de optar por desempeñarse en otras actividades que les resultaran más útiles o redituables fuera de sus parcelas. Por otra parte, un buen número de tabacaleros solía contratar jornaleros para la mayor parte de las tareas productivas, limitándose a ejercer una labor de supervisión de su trabajo (Bracho, 1990).
Aunque es difícil evaluar la magnitud de la contratación de jornaleros externos a los núcleos domésticos para desempeñar las labores agrícolas, esto era un fenómeno generalizado en la cosecha y el curado de las variedades que requerían de la elaboración de sartas. En las variedades Virginia Sarta Sol, Burley Sombra Mata y Burley Sarta Sol -esta última descontinuada a partir del ciclo 1981-1982 (tabla 2)-, se solía contratar a jornaleros indígenas migrantes de los grupos étnicos huichol, cora, tepehuano y mexicanero. Estos eran alojados en los tabacales con sus familias en condiciones altamente precarias con muy bajas remuneraciones (Mackinlay, 2008, 2019).
EL PEQUEÑO PRODUCTOR ACOMODADO Y EL RELAJAMIENTO DE LA DISCIPLINA PRODUCTIVA
Antes de proseguir con los aspectos ligados a la productividad económica, conviene reflexionar sobre la situación económica y social de los tabacaleros de la época de Tabamex. En otro artículo reciente enfocado a este tema, los denominé como «pequeños productores familiares acomodados» para referirme a que alcanzaron ingresos significativamente altos, en comparación con el grueso de los campesinos mexicanos beneficiados por la Reforma Agraria (Mackinlay, 2019). Me refiero en concreto a la mayoría de los tabacaleros de la Zona Nayarit-Jalisco de las décadas de los sesenta, setenta y parte de los ochenta, y a una importante proporción de los productores de la Zona Golfo que recuperaron sus habilitaciones después de la nacionalización. No incluyo en esta categoría a los más pequeños tabacaleros productores de tabacos rubios y oscuros de ambas zonas, quienes tenían las más reducidas superficies habilitadas, ni a los llamados «microproductores» de Córdoba, Simojovel y Zimatlán (mapa 1) que solo gozaban de algunos apoyos productivos a modo de ayuda para complementar sus magros ingresos campesinos (CODAI, 1982; Giarracca, 1983, 1985).
Los productores de tabaco y sus familias se beneficiaron de otras prestaciones sociales, individuales y colectivas, que contribuyeron al elevado nivel de bienestar social del que gozaron. En 1972, los productores de la Zona Nayarit-Jalisco, mas no de la Zona Golfo, obtuvieron su afiliación al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), mediante el cual se les otorgó el derecho a la atención médica para ellos y sus familias, el seguro de retiro (jubilación), ingravidez y riesgos de trabajo, entre otras prestaciones. Adquirieron también con Tabamex un seguro de vida y un seguro agrícola (Jáuregui, 1980, pp. 247-251). Hay que enfatizar, asimismo, el gran despliegue de la empresa paraestatal en términos de intervención social-comunitaria en los poblados tabacaleros de todo el país, a través de la dotación de infraestructura urbana, como empedrados de las calles, obras de electricidad y drenaje, construcción de auditorios y oficinas ejidales, escuelas, becas escolares y tiendas con productos de consumo básico subsidiados del sistema CONASUPO (Tabamex-INEGI, 1989, p. 112).
No obstante, la situación de relativa prosperidad económica y de bienestar social, la misma jamás se conjugó con un interés real por incrementar los rendimientos y la calidad de la producción. Sostener esta situación no podía darse más que a costa de la salud financiera de la empresa paraestatal, que se veía obligada a operar con escasos márgenes de utilidades para solventar los gastos sociales y los precios pagados al productor, demasiado elevados acorde con la calidad de la producción recibida.
La reducida extensión de las parcelas tabacaleras sin posibilidades de expansión de la superficie, la ausencia de estrategias de capacitación, las deficiencias de la educación pública en general, así como diversos factores relacionados con prácticas que poco apuntalaban la eficiencia y la productividad, inhibieron el desarrollo de una actitud más productiva y más «emprendedora». La adopción de una conducta conscientemente orientada al rendimiento productivo hubiese permitido a estos productores familiares mantener sus beneficios en forma sostenida y duradera. Asimismo, eventualmente hubiesen podido emplear esta formación agrícola en otros ámbitos diferentes a los de la agricultura industrial, como la producción campesina y la agricultura orgánica.
El relajamiento de la disciplina productiva se advirtió, en primer lugar, en la supervisión técnica, junto al fenómeno de la corrupción. Ceballos et al. señalan la:
falta de atención a las parcelas por parte del personal de campo, componendas entre este y los productores (falseamiento de registros, omisión de reportes sobre incumplimiento de labores, etc.), burocratismo en la distribución de insumos y en los pagos de las habilitaciones (1985, p. 43).
Tampoco se cobraban deudas en caso de que los productores incurrieran en pasivos, ya que hubiese sido impensable proceder a algún embargo de activos en la época de la reforma agraria. La única penalidad de la que eran objeto consistía en que dejaban de percibir el «ingreso final».7
Otra deficiencia relevante se observó en la instancia final de entrega o recibo del tabaco, el cual se pagaba en función de una calidad o tarifa única, en vez de numerosos grados de calidad y tarifas diferenciadas conforme a las posiciones del corte de las hojas y sus características físico-químicas, como sucedía en esa época en la mayor parte de las regiones tabacaleras del mundo (Mackinlay, 1999, p. 171). Este escaso rango de precios, que beneficiaba a los productores, no significa que no se hicieran frecuentes devoluciones y descuentos por deficiente calidad del producto, lo que generaba una fuerte inconformidad entre los afectados. De hecho, los fardos defectuosos, que presentaban exceso de humedad o deficiencia del curado, entre otros problemas, eran devueltos para que los productores solucionaran los defectos, debiendo solventar ellos mismos los gastos incurridos (Jáuregui et al., 1980, p. 116).
En las «mesas de recibo» -instancia de entrega de la mercancía-, además del empleado recibidor de la empresa paraestatal, atestiguaban el procedimiento representantes de las asociaciones regionales de productores de Tabaco, que defendían a agremiados, y de las compañías privadas que financiaban la producción. Los tabacaleros solían quejarse por la presencia de estos últimos, aunque Ceballos et al. sostienen que constituían un cierto contrapeso a las presiones de los productores y sus dirigentes gremiales, por cuanto ayudaban a Tabamex a reducir «la adquisición de tabacos de mala calidad» (1985, p. 43).
Algunos académicos, como Améndola y Albarrán, en sentido opuesto, consideraban que los representantes de las empresas imponían las condiciones del recibo, por lo que supuestamente se perpetraba una gran injusticia (1983, p 34). Vistas las cosas a distancia, parece que tal crítica no tenía justificación. Cuando pocos años después, ya desaparecida la empresa paraestatal y regresado el control de la agroindustria a manos privadas -y una vez que la producción empezó a ser sometida a una inspección mucho más rigurosa y a realizarse el pago en función de la calidad del producto-, no deja de llamar la atención que los tabacaleros empezaran a añorar el sistema de calidad única prevaleciente en tiempos de Tabamex (Mackinlay, 1999, pp. 170-177).
Algo bastante inexplicable relacionado con el recibo del tabaco residía en que los llamados «tabacos salitrosos», provenientes de tierras salinizadas o de deficiente calidad -las llamadas «tierras marginales»-, eran permitidos.8 Es cierto que se procuraba persuadir a los productores concernidos no renovar sus contratos cuando no pudieran permutar sus parcelas por otras más idóneas dentro de los ejidos. Sin embargo, dejó de existir «el mecanismo de eliminar productores suprimiéndoles totalmente el crédito» (1980, p. 150).
Al depender la asignación de los créditos del tabaco de una distribución por cuotas establecidas entre los 140 ejidos tabacaleros de Nayarit -según se acordó al inicio de la nacionalización (Jáuregui et al., pp. 228-229)-, se complicaba mucho la asignación de las superficies en función de criterios técnicos, a pesar de que las políticas de Tabamex indicaban que se debía proceder en este sentido.9 Con el paso del tiempo, este tipo de tabacos se fue acumulando en las bodegas de la empresa estatal, de tal manera que los inventarios llegaron a totalizar, en los años finales de la década de los ochenta, alrededor de 7000 toneladas (Saldívar, 1991, p. 116).
A continuación, se mencionan otras prácticas que afectaron la calidad de la producción: (a) el desvío de los agroquímicos por los productores hacia otros cultivos o para su venta a terceras personas; (b) el empleo de los salarios y de los diversos recursos de la habilitación en actividades productivas diferentes; (c) el contubernio de los productores con los supervisores de la compañía aseguradora agrícola estatal ANAGSA (Aseguradora Nacional Agrícola y Ganadera, S. A.) para declarar las superficies siniestradas con el objeto de cobrar la prima por este concepto. Esta práctica, cabe señalar, fue habitual en otros cultivos en la época de la Reforma Agraria hasta la desaparición de ANAGSA (Mackinlay y De la Fuente, 1996, p. 102).
En el desvío de insumos de fertilizantes e insecticidas también participaba «personal técnico y administrativo de Tabamex» (Ceballos et al., 1985, p. 43). En consecuencia, se generó un floreciente mercado clandestino de agroquímicos en todas las regiones tabacaleras. Se propició, así, el desarrollo de prácticas oportunistas de captura de los recursos de Tabamex que involucraban tanto a personas que estaban en posiciones directivas como a los tabacaleros, en ausencia de controles eficaces que las pudiesen mitigar.10
Es necesario destacar que las prácticas de desvío de los recursos de la habilitación no fueron exclusivas de México ni de la rama del tabaco, sino que, en mayor o menor medida, dependiendo del rigor de los controles implementados, son consustanciales a la agricultura de contrato.
Ahora bien, por más cuestionables que sean estas prácticas irregulares, lo que en realidad importa es el hecho de que, sumadas al pobre desempeño en cuanto a eficiencia y productividad, no se aprovechó la oportunidad para que un grupo significativo de ejidatarios tabacaleros llegara a detonar un proceso de acumulación desde abajo y convertirse así en factores propulsores del desarrollo regional (Scoones et al., 2015). Sin pretender que todos los tabacaleros llegaran a alcanzar estos altos niveles productivos, para los grupos con menor potencial debería haberse esperado al menos que sostuvieran un nivel de calidad productiva lo suficientemente adecuado como para que el cultivo el tabaco generara un beneficio tangible para la reproducción de sus núcleos domésticos. De esta manera, muchos productores y, por extensión, sus familiares, hubiesen podido al menos asegurar su permanencia en el seguro social -una prestación de fundamental importancia, en especial para las familias provenientes de estratos populares-, un hecho que los tabacaleros consideraban como dado, sin la necesidad de realizar mayor esfuerzo.11
EL PATERNALISMO ESTATAL Y EL PROBLEMA DE LA PRODUCTIVIDAD
Si algo caracterizó a las agencias estatales del país en materia agrícola es que, en vez de promoverse una adecuada capacitación con mayores niveles de autonomía de los productores en el ámbito productivo, desarrollaran una cada vez más fuerte dependencia de los mismos respecto a las empresas o entidades estatales a las que estaban adscritos.
Como planteé, en México una serie de procesos continuaron siendo llevados a cabo directamente por la empresa paraestatal, como la producción de los almácigos y la cosecha y el curado de las variedades Burley Sombra Mata y Virginia Hornos. En vez de acoplarse Tabamex a los procedimientos productivos dominantes de su época, mediante los cuales se delegaban estas tareas a los productores contratados, la paraestatal centralizó cada vez más las labores productivas. También comenté que esto no necesariamente se debía a una política deliberadamente planificada, sino que obedecía a que los productores preferían que se mantuviera este estado de cosas para no asumir ellos mismos estas tareas.
Según el ingeniero C. N. J., Tabamex hacía demasiadas concesiones a los productores, llegando a la conclusión que «las dependencias federales y estatales no capacitan a los tabacaleros». No importaba tanto si el tabaco «se producía a cinco y se vendía a cuatro», pues «se sabía que se iba a perder».12 Otro testimonio parecido se encuentra en Ceballos et al., cuyos autores entrevistaron en la década de los ochenta a un alto funcionario que se quejaba de que se «les hace todo a muchos productores que ya no meten manos en el cultivo»; «hay productores que con una hectárea quieren que Tabamex les mantenga su parcela». Respecto a las superficies marginales, este funcionario declaró que estas eran preservadas por la necesidad de «mantener cierta estabilidad social y política» (1985, p. 119).
En la citada entrevista, el ingeniero C. N. J. afirmaba que ni en la época de predominio de las empresas transnacionales, ni en la de la empresa estatal, se tuvo en realidad la intención de promover el desarrollo de «microempresarios», con capacidad de ver «el bosque completo» y no solo a algunas de sus partes. Solo TERSA, más que las otras empresas tabacaleras de su tiempo, y mucho más que Tabamex, intentaba arraigar principios de eficiencia productiva entre sus habilitados.
Tabamex encontraba difícil promover este tipo de actitud porque funcionaba bajo una constante tensión entre su carácter de empresa productiva y el papel «social» que explícitamente le fue asignado desde su fundación, aunque supuestamente no en detrimento de su correcto funcionamiento como empresa. Siguiendo el razonamiento de Ceballos et al., la paraestatal debía
garantizar las condiciones generales de la producción, la integración financiera y el abastecimiento adecuado de la materia prima […] y, al mismo tiempo, mantenerse como una alternativa social y económica para la región y como una fuente de empleo y de ingresos para miles de productores y jornaleros desfavorecidos (1985, p. 119).
Resulta ilustrativo mencionar un ejemplo de racionalidad económica que data de principios de la década de los ochenta. Después de reconocer la imposibilidad de reactivar y hacer viables algunas de las regiones productoras de tabacos más comprometidas de la Zona Golfo, Tabamex se vio obligada a efectuar una «reducción programada de la superficie» a partir de la temporada agrícola 1980-1981. Esto significó el retiro paulatino de las regiones de Tuxtepec, Córdoba y Simojovel (mapa 1), una cuestión que se consumó hacia mediados de la década (CODAI, 1982; Giarracca, 1983). Esta reducción de la superficie también fue notoria en Nayarit para el mismo ciclo, habiéndose descontinuado 4500 hectáreas que después no se recuperaron (tabla 1).
Por otra parte, en las regiones de Álamo, Papantla y Platón Sánchez, epicentro de la movilización social que antecedió a la nacionalización de 1972, la empresa estatal asumió plenamente tener que operar con «pérdidas de exportación». La ponencia que presentó Antonio Chumacero elaborada para el think tank del partido gobernante, el Instituto de Estudios Políticos, Económicos y Sociales del PRI, con motivo de la campaña presidencial de 1976, es sumamente reveladora. Tras explicar que «se trata de zonas que paulatinamente fueron abandonadas por las cigarreras y se convirtieron en un problema social y político para el gobierno», cuyo tabaco oscuro para cigarrillos «no tiene mercado interno y tampoco se pudo exportar», sostuvo que «Tabamex heredó esta situación y prefiere venderlo al exterior, subsidiándolo, que tenerlo almacenado». No obstante, dicho funcionario acotó que este subsidio -es decir, una venta a un menor precio que su costo de producción- «no ha colocado a Tabamex en pérdida y […] como el tabaco utiliza una gran cantidad de mano de obra […] resulta una de las formas más baratas de crear empleo» (Chumacero, 1985, p. 267).
Esta afirmación, en los hechos, representó un reconocimiento de que uno de los objetivos centrales de la nacionalización, consistente en revitalizar la Zona Golfo, en su momento anunciado con bombo y platillo, no se consiguió. Otra admisión delicada, pero sincera, fue la de Antonio Noriega Verdager, director general de Tabamex entre 1977 y 1980, en su informe de labores correspondiente al ciclo agrícola 1979-1980. Allí planteó que, «muy a pesar nuestro», una cantidad de 772 000 kilogramos de Burley semisombra «no alcanzó los estándares de calidad convenidos con los exportadores, y de los cuales se está negociando la venta de un poco más de 339 000 kilogramos», mientras que «los remanentes de tabaco oscuro ascendieron a un poco más de 1.7 millones de kilogramos que consideramos de difícil colocación en el mercado internacional a los precios normales de venta» (Tabamex, 1980, p. 6). La reducción de la superficie del ciclo 1980-1981 permitió minimizar los excedentes del Burley semi sombra y de tabacos oscuros, pero de todas formas quedaron en inventario 422 000 kilogramos del primero y 1.2 millones de kilogramos de los segundos (Tabamex, 1981).
Sin menospreciar la posibilidad de otorgar subsidios en casos pertinentes13 -los cuales, en mi opinión, deben de ser provisionales, procurando ofrecer alternativas a los grupos sociales concernidos- llama la atención en el discurso de Tabamex, sintetizado en cuatro informes anuales del director general que tuve la oportunidad de revisar (Tabamex 1978, 1979, 1980, 1981), el escaso énfasis puesto en los criterios de eficiencia, productividad y calidad de la producción, a pesar de que el mandato de la empresa paraestatal era de obtener resultados económicos positivos. En vez de ello, conforme a la ideología del «nacionalismo revolucionario» del PRI, resalta la reiterada prioridad otorgada a temas como la justicia social, «las luchas de los campesinos tabacaleros y de la clase obrera por superar sus condiciones de rezago histórico», «el esfuerzo realizado por el Estado mexicano para honrar sus compromisos con las clases populares» y demás expresiones de esta índole. Al tratarse de una empresa estatal que tenía que ofrecer resultados económicos, el énfasis en la productividad y la competitividad no estaba ausente, pero en los hechos estos criterios estuvieron subordinados a la lógica del control político.14
En efecto, a pesar de que en México los diversos modelos técnicos y organizativos relacionados con la producción agropecuaria y forestal implementados por el Estado durante la época de la Reforma Agraria, especialmente a partir de 1940, fueron de corte productivista, estos tuvieron que coexistir con el requerimiento de crear y preservar clientelas y asegurar el sostenimiento de la estabilidad política. Este ámbito de intervención, a su vez, facilitaba el despliegue de la corrupción. Todo ello contribuyó a inhibir una cultura de fomento a la calidad y de producción con criterios de eficiencia, como experimentaron países como Taiwán y Corea del Sur, cuyas dirigencias promovieron estos valores que les permitieron alcanzar los altos niveles de desarrollo mundialmente conocidos (Kay, 2002).
La apreciación de la trascendencia de temas como la eficiencia y la productividad, la necesidad de incorporar una visión de mercado, la innovación tecnológica, el crecimiento económico, estaban generalmente ausentes en los círculos de izquierda y progresistas en general, que en los setenta y ochenta empezaron a adquirir fuerza y presencia política en el movimiento campesino. Muy poco se valoraba su importancia central; a lo sumo, se los veía con indiferencia, en ocasiones con recelo, como valores «capitalistas» o «burgueses», a pesar de su vital significado para contribuir a la superación de la pobreza. Realizando una reflexión de carácter más general, Cristóbal Kay plantea lo siguiente:
La economía campesina sin duda va a sobrevivir por un buen tiempo en América Latina. Pero la cuestión clave reside en los términos de la supervivencia de los campesinos: ¿prosperidad o destitución? ¿Puede la economía campesina proveer adecuados niveles de empleo productivo e ingresos crecientes para superar la pobreza? ¿Podrán los granjeros campesinos ser capaces de capitalizar sus emprendimientos y elevar la productividad, y por tanto mejorar su competitividad, o se van a convertir en meros proveedores de trabajo barato para el sector de granjas capitalistas y por tanto convertirse en semi-proletarios cuya tierra es demasiado pequeña para generar ingresos suficientes, obligándolos también a buscar trabajos asalariados para subsistir? ¿O se van a proletarizar en forma completa teniendo que dejar del todo a un lado su actividad agrícola, para depender exclusivamente de la venta de su fuerza de trabajo por un salario para generar sus ingresos? Comprender la dinámica de la economía campesina es también una manera de desarrollar un conocimiento de la dinámica de la pobreza rural (2006, p. 471, mi traducción).
Por encima de los criterios de eficiencia y productividad, la principal preocupación de los mandos directivos de Tabamex, garantizada la viabilidad económica mínima de la empresa, era de aplacar los conflictos, mantener en orden la actividad tabacalera y resolver, aún en detrimento de la salud financiera de la empresa, cualquier «problema» que surgiera. Esta mentalidad que prevaleció, representó una obsesión de todas las entidades gubernamentales de la era del PRI. Ejemplos de ello abundan. Esta actitud buscaba contribuir al sostenimiento de la legendaria «paz social» -después de la turbulenta vida política que marcó la historia de México- que caracterizó los más de sesenta años de este partido en el poder.
Esto no significa, sin embargo, que no se hiciesen intentos por mejorar la eficiencia de la intervención estatal, pero estos no fueron fáciles de resolver debido a los intereses discordantes, las presiones de todo tipo, las dificultades de las negociaciones, el imperativo de garantizar la producción básica y, a la vez, desempeñar una función social. La dedicación de numerosos funcionarios y empleados de Tabamex por sacar adelante la empresa fue sin duda encomiable, pero no alcanzó para revertir el deterioro motivado por el deficiente desempeño económico.
Las organizaciones de productores de las distintas regiones tabacaleras tampoco tenían en mente impulsar el óptimo desempeño de sus agremiados en el ámbito productivo, lo cual constituye supuestamente una de las funciones básicas de las organizaciones gremiales (Rello, 1990). Su encomienda principal, además de llevar a cabo algunas tareas administrativas, como ayudar a los productores en los trámites relativos al seguro social, era la de auspiciar el clientelismo, asegurar la lealtad al partido gobernante y movilizar sus bases sociales a los mítines políticos para inducir el voto en las elecciones a favor del PRI (Mackinlay, 2014).
LA CRISIS DE TABAMEX EN LA DÉCADA DE LOS OCHENTA
En estas circunstancias, la relación entre las compañías cigarreras participantes del Consejo de Administración y los directivos de Tabamex nunca fue buena, deteriorándose aún más con el correr de los años. Debido a su posición minoritaria en dicho Consejo, poco podían hacer sus representantes sino rechazar el tabaco que consideraban defectuoso, a pesar de la obligación de comprarlo por contrato, o negociar un precio menor al proyectado, en detrimento de las utilidades de la empresa. Las compañías tabacaleras manifestaban constantemente su inconformidad en otros niveles de la administración pública, pero tampoco podían cambiar el estado de cosas, por lo que tenían que resignarse a recibir la materia prima que se les entregaba. La rentabilidad y calidad de la misma -conforme a normas internacionales- probablemente no era la óptima, pero sirvió de todas maneras para fabricar los millones de cajetillas de cigarrillos que se consumieron en México durante los dieciocho años de existencia de la empresa estatal y exportar los mejores tabacos producidos.
Por su parte, la Dirección de Tabamex, en respuesta a las presiones de la industria cigarrera y de las empresas exportadoras -a las que en la medida de lo posible prodigaba un mejor trato-, blandía recurrentemente la amenaza de la nacionalización del conjunto de la industria, incluyendo la manufactura y comercialización de cigarrillos. Tal escenario no era de descartarse, ya que varios países, incluso de la órbita capitalista, como Francia, Portugal, Italia y Japón, establecieron poderosos monopolios estatales considerando la gran recaudación fiscal que emanaba de la venta de cigarrillos (CODAI, 1982, p. 69).
En este contexto altamente conflictivo, durante 1987, la British American Tobacco (BAT), que para ese entonces se había desprendido de parte de sus acciones y había dejado de ser la accionista mayoritaria de Cigarrera La Moderna (CIGAMOD), decidió retirarse de México, argumentando no «contar con una auténtica y proporcional representatividad dentro del Consejo de Administración»15 (citado por Sáinz y Echegaray, 1988, p. 221).
Respecto a la mayoría de los tabacaleros nayaritas, la situación de bonanza de la que gozaron desde la década de los sesenta no podía perpetuarse. A partir de 1982, después de diez años de operaciones de Tabamex, se empezaron a manifestar signos de un estancamiento en sus ingresos, a tal grado de que las investigaciones de la Universidad Autónoma Chapingo, realizadas en esos años, observaron la tendencia de una parte de ellos a proseguir en la actividad tabacalera tan solo por el interés de mantener el altamente significativo seguro social del IMSS (Améndola, 1984; Améndola y Albarrán 1983, Valtierra 1984).
El estudio del Ceballos et al. (1985), de mediados de esta década, no hizo más que refrendar estas suposiciones. Con base en detalladas estadísticas sobre rendimientos y utilidades del ciclo agrícola 1982-1983, estos autores concluyeron que: (a) las dos variedades de tabaco objeto de mayor intervención administrativa de Tabamex, el Burley sombra mata y el Virginia flue cured, fueron las más redituables al rebasar considerablemente el promedio general de utilidades obtenidas; (b) a medida que aumentaba la superficie, aumentaban las utilidades, «sobre todo a partir de las 4 hectáreas», aunque estas unidades eran la minoría; (c) el 29.5% de los productores no obtuvo utilidades, sino que acumuló una deuda, lo que coincidió con los rendimientos más bajos, y (d) el 43.5% no obtuvo utilidades superiores al promedio en cada tipo de tabaco y solo el 27 % superó este promedio.
Estos datos hablan de que para mediados de los ochenta la mayoría de los tabacaleros pasó a obtener utilidades más bien modestas, mientras que solo un grupo cercano al tercio obtenía utilidades significativas (véase Ceballos et al., 1985, pp. 113-117). A final de cuentas, se desarrolló una considerable diferenciación social, no obstante el propósito inicial de evitarlo y una comprometida situación para los más pequeños tabacaleros.
Visto desde una perspectiva social, los logros de la empresa paraestatal no fueron nada desdeñables. Su incorporación al IMSS, las obras de infraestructura urbana que Tabamex construyó y demás beneficios sociales apuntados son la prueba de ello. Sin embargo, dejó mucho a deber con los jornaleros agrícolas, en especial con los migrantes indígenas, ya que muy poco realizó por atender sus condiciones de contratación, sus ingresos y sus altamente deficientes condiciones de vida en los tabacales. Los indígenas fueron invisibles a los ojos de Tabamex, de los productores de tabaco y de la sociedad nayarita en general. Nada se hizo para evitar que huicholes, coras, tepehuanos y mexicaneros, acompañados de sus familias, pernoctaran en los tabacales en chozas construidas de plásticos y ramas, carentes de los más mínimos servicios higiénicos, en un ambiente altamente contaminado por productos agroquímicos (Díaz Romo y Salinas Álvarez, 1999; Mackinlay, 2008).
Poco antes de la privatización de Tabamex ocurrida en 1990, sus defensores argumentaron que, a pesar de los escasos márgenes de utilidades que generaba, la empresa paraestatal nunca operó con números rojos -a excepción de sus dos últimos años-.16 Si fuera por el rol eminentemente social que cumplió, podría encontrarse cierta justificación. Ahora bien, si consideramos que se ubicaba en una rama de actividad económica sumamente redituable, el bajo nivel de utilidades no es justificable. Respecto a la calidad de la materia prima, por lo arriba ilustrado, parece obvio que esta dejó de satisfacer los requerimientos cada vez más estrictos de la industria cigarrera. La tan importante inversión en infraestructura y desarrollo tecnológico no logró compensar las numerosas deficiencias señaladas en la operación cotidiana. Si analizamos la tendencia de los rendimientos por tipos de tabaco basándonos en la región más dinámica que fue Nayarit, la situación se torna aún más dramática: no es lógico que se presente un perfil de estancamiento a la baja en 18 años de operación, cuando lo que se debe de esperar de cualquier empresa productiva de la envergadura de Tabamex es una tendencia al menos moderadamente creciente (Gráfica 1).
Gráfica 1
Fuente: elaboración propia con base en datos oficiales de Tabamex tomados de CODAI ( 1982: 137 y 148) hasta el ciclo 1979-1980 y Saldívar (1991: 157) para los ciclos posteriores.
CONCLUSIONES
No se pretende en este trabajo llevar a cabo una evaluación completa de los resultados económicos de Tabamex, ya que esta tarea requeriría del empleo de una metodología adecuada y de un análisis más profundo que incluyese un conjunto de áreas y variables que rebasan los objetivos y las posibilidades de este trabajo.17 Me limité, más bien, al estudio de la problemática de la eficiencia y productividad en lo relacionado con los procesos productivos agrícolas y pos-agrícolas, formulando observaciones que apuntan a una evaluación a todas luces negativa en este sentido. Sin embargo, es dable reconocerse que otras empresas estatales presentaron peores resultados todavía en cuanto a utilidades y rendimientos y conocieron pérdidas financieras en forma sistemática. Un análisis más pormenorizado podría eventualmente haber llegado a la conclusión sobre la conveniencia -acorde con el interés general de la sociedad mexicana- de realizar reformas profundas a Tabamex, sin la necesidad de desmantelarla y privatizarla.
Tal apreciación cobra relevancia si se compara esta época con la de la privatización de Tabamex en 1990, en el contexto de las llamadas reformas salinistas, cuyos resultados tampoco trajeron una mejoría de la agroindustria tabacalera, sino que redundaron en una debacle de la superficie cosechada, de los ingresos y del número de los productores contratados.18
En lo que concierne al argumento principal del presente artículo, que tiene que ver con la capacitación y la transferencia de tecnología dirigida a los pequeños productores, sus resultados fueron ciertamente fallidos y, seguramente, representaron un retroceso en comparación con la época de predominio de las empresas transnacionales. En aquel entonces, sobre todo durante la década de los sesenta, cuando apenas despuntaba una cultura productiva basada en la productividad y rentabilidad, la misma quedó truncada con el advenimiento de Tabamex, si bien es cierto que en esa época poco cabían las consideraciones de índole social.
Sin lugar a dudas, se trató de un periodo de altas exigencias para los productores, durante el cual se produjo el desplazamiento de un considerable número de tabacaleros debido a la inviabilidad económica que estos representaban desde el punto de vista empresarial. Sin embargo, a pesar de estas tendencias que signaron la época, los beneficios para aquellos productores que se adecuaron a los requisitos productivistas del paquete tecnológico fueron tangibles.
Durante Tabamex, en vez de avanzarse hacia el desarrollo de una mayor «capacidad administrativa» de los productores, estos asumieron la lógica de delegar a la empresa paraestatal la mayor parte de las tareas, actitud consentida por la misma. La «capacidad administrativa» es aquí entendida como la capacidad de hacer los trabajos requeridos en los tiempos idóneos, a través de asegurar la disposición oportuna de los insumos y de la fuerza de trabajo (familiar o asalariada) y de la correcta intervención de la misma en tareas a llevar a cabo en el momento adecuado.19 Otro aspecto importante válido para la agricultura de contrato, y más allá de la misma, reside en la formalidad de los tratos comerciales y el respeto de los contratos para hacer viable la actividad productiva en el largo plazo.20
Es verdad que en las relaciones de agricultura de contrato hay una objetiva relación asimétrica entre «controladores de excedentes» y productores (Wolf, 1966). Sin embargo, no es imposible que los últimos alcancen a posicionarse mejor para reducir el desequilibrio de la correlación de fuerzas y que se genere, eventualmente, una situación de «ganar-ganar» que satisfaga tanto a la parte contratante como a la contratada (Colin, 2012; Vermeulen y Cotula, 2010).
El énfasis por el «control político», la tendencia al igualitarismo excesivo, el clientelismo político, el desdén por la eficiencia, la productividad y la calidad, y el acendrado paternalismo gubernamental, entre otros factores, impidieron que estos productores, que ocupaban tierras fértiles e irrigadas y que tenían un potencial productivo importante no lo llegaran a desplegar -con o sin la presencia de una empresa paraestatal- como para poder convertirse en factores propulsores del desarrollo local y regional.