INTRODUCCIÓN
Entre abril y noviembre de 2011, se extendieron una serie de manifestaciones estudiantiles que adquirieron fuerza y transversalidad a través de marchas, paros y tomas de los establecimientos educacionales que implicaron en algunos casos la pérdida del año académico. A raíz de ello, abundaron los análisis a nivel nacional e internacional, respecto de lo novedoso del movimiento, sus formas de luchas, marcos, repertorios de acción y formas de organización.
A nivel internacional, la prensa catalogaba a la movilización como “la mayor desde el regreso a la democracia”, con 1 000 000 de manifestantes en las calles a mediados del mes de junio (Bustamante, 2011), planteando: “En Chile el 2011 será recordado como el año del movimiento estudiantil” (Bolívar, 2011), destacando el fenómeno como uno de los más relevantes del continente (Wallace, 2011). La movilización fue de tal impacto a nivel mundial que:
se llegó a hablar del mayo chileno -en referencia al mayo del 68 francés-, ya que cada día había una manifestación diferente, las cuales cada vez eran más masivas y además se realizaban simultáneamente en todas las ciudades de Chile (…) Un fenómeno interesante, es que se ha relacionado al movimiento chileno con los indignados en España, Grecia e Israel, o hasta se lo ha comparado con las “primaveras árabes” de Túnez, Egipto, Libia, Siria, hablando del “invierno chileno”, que ya se convirtió por su larga duración en la “primavera chilena”. En el contexto internacional se desarrolla un doble proceso, por un lado se multiplican las muestras de apoyo y solidaridad que llegan de todo el mundo, y por otro empieza a aparecer un efecto de contagio, especialmente en la región, donde los estudiantes colombianos, mexicanos y brasileros han comenzado a movilizarse por la educación pública siguiendo el ejemplo chileno (Pulgar, 2011).
En este contexto diversos dirigentes estudiantiles fueron invitados a Europa a compartir la experiencia y los argumentos del movimiento estudiantil, donde sostuvieron actividades en la UNESCO, y reuniones con intelectuales y líderes del mundo (Le Monde diplomatique, 2011). En el marco internacional se construyó una “épica” mediática en torno a liderazgos como el de Camila Vallejo, catalogándola como la “Juana de Arco de los Andes” (Papaleo, 2016), o elegida como el personaje del año con un 78% de los votos de los lectores del diario británico The Guardian (El Mundo, 2011), despolitizando las interpretaciones y reduciendo el conflicto estudiantil a un asunto de “liderazgo glamoroso” como lo clasificó The New York Times (Mostrador, 2012).
Ese posicionamiento a nivel internacional, con un correlato directo a nivel nacional -a nivel político, social y académico-, es lo que hoy releva la necesidad de abrir preguntas respecto a los efectos de las movilizaciones. A siete años de que estallara el movimiento, es pertinente, desde las ciencias sociales, realizar un breve balance respecto a los alcances que tuvo la movilización en relación con la instalación en la agenda pública de sus demandas, en las formas exitosas -o no- que se procesaron éstas; en los procesos de articulación, politización y construcción de la subalternidad de lo popular; en el cambio sociopolítico de la sociedad chilena; los procesos de inserción parlamentaria de algunos dirigentes estudiantiles y organizaciones políticas participantes del movimiento estudiantil, entre otros elementos.
En el campo de estudio de la acción colectiva y los movimientos sociales, uno de los aspectos menos desarrollados es el estudio de impactos o efectos. En gran medida esto se debe a que, como señalan investigadores (Ibarra, 2000; López, 2012; Fernández, 2015), existe una serie de dificultades metodológicas para establecer indicadores, correlaciones causales o aislar la variable; más aún, considerando que las distintas tradiciones interpretativas poseen diferentes agendas, preguntas y dimensiones de análisis que no sólo plantean cómo medir el efecto (método), sino sobre qué se mide el efecto (cultural, político, social o económico) y qué se considera efecto (valoración normativa). Ante ello, el presente artículo -de carácter descriptivo-exploratorio- utiliza un método analítico; es decir, el estudio en esta primera etapa identifica cambios políticos, económicos, sociales y culturales en Chile post 2011, atribuibles analíticamente -por las mismas ciencias sociales chilenas- al movimiento estudiantil.
Para ello, este documento, en una primera parte, realiza una breve caracterización de contexto, explicando el modelo educacional en Chile a través de los elementos que tensionaron la crisis y el estallido del movimiento estudiantil; luego se busca identificar algunas aproximaciones ontológicas y epistemológicas de las ciencias sociales chilenas sobre cómo miran el fenómeno y sus efectos, para, finalmente, realizar un balance analítico centrado en los efectos políticos.
ESTRUCTURA Y SISTEMA EDUCATIVO CHILENO
Chile posee un sistema de educación superior principalmente privado, ámbito que concentra un 75% de la matrícula (Espinoza y González, 2015), con uno de los aranceles más costosos. Según indica el informe “Education at a Glance, 2017”, Chile es el segundo país de la OCDE con los aranceles más caros en universidades públicas (con un costo promedio de 7 654 dólares anuales), y el cuarto más caro en aranceles de universidades privadas (7 156 usd).
Este mercado desregulado, privado, con los aranceles más caros del mundo, ha sido y continúa siendo financiado principalmente por las familias. Las cifras de Aguirre y García (2015) indicaban que el Estado aportaba en esa fecha sólo un 0.3% del PIB, siendo el promedio OCDE 1.3%. Debido a ello el financiamiento recaía en un 73% en las familias, mientras que en la OCDE esa cifra es de sólo el 16 por ciento.
De esta manera, el sistema educativo instaurado en la dictadura -prolongado y profundizado en la “democracia”-, ha estado estructurado a través de la privatización, mercantilización, segregación, reducción presupuestaria y una serie de medidas que atentaron contra la democracia en las instituciones educativas (Figueroa, 2012: 80). Con ello se ha convertido en un engranaje de la reproducción y cualificación -privada y a costa de endeudamiento- de la clase trabajadora, ya que quienes obtienen un título de educación superior ganan un 237% más que quienes no lo hacen, transformándose en un pie forzado para la inserción en el mercado del trabajo. Esto ha llevado a que si en 1980 existía un 7.5% de cobertura de educación superior de jóvenes entre 18 y 24 años, en el año 2012 haya pasado a un 50% con una tasa de 120 000 egresados anuales a un mercado del trabajo desregulado que no asegura la empleabilidad (Espinoza y González, 2015). Como señala Fleet (2011: 110): “El rol que la educación superior tiene hoy en determinación de las condiciones de ingreso al mercado laboral es similar al que hace treinta años tenía la educación media. Es este escenario el que convoca, desde el punto de vista de los intereses materiales, a la emergencia del movimiento estudiantil”. En materia de educación primaria la situación no fue diferente.1
Por esta razón, al estudiar la conflictividad social en el Chile posdictatorial, no resulta extraño que el movimiento estudiantil haya sido un actor protagónico con alta masividad en marchas, intervenciones, reivindicaciones y apoyo popular. Es así, como durante 1997 y 2005 existieron numerosas protestas que lucharon por mayores becas, congelamiento de aranceles y democratización. No obstante lo anterior, esta etapa estuvo caracterizada por altos grados de fragmentación y dificultades para conformar ejes programáticos y plataformas de acción cohesionados, politizadas y masivas destacando de todas maneras el ciclo de protestas contra la Ley Marco en 1997 (Rifo, 2013; Carimán, 2018) y el “mochilazo” el año 2001. Sin embargo, no fue hasta mayo de 2006 que se generó un cambio en la trayectoria del movimiento con la llamada “revolución pingüina”, protagonizada por estudiantes de educación secundaria que se movilizaron por una transformación estructural en el sistema educativo chileno exigiendo la derogación de la Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE). La relevancia de la revolución pingüina es clave a la hora de caracterizar el fenómeno estudiantil en Chile por tres razones:
1o. Es un momento en la historia del Chile posdictatorial en el que aumentó la conflictividad social. Estudios como el PNUD 2004, 2000 y 1998 mostraban un paulatino cambio en la sociedad chilena, transitando desde el miedo al conflicto (atribuido en las interpretaciones sobre el trauma dictatorial) y una vocación por el orden (atribuido a la herencia portaliana); a una cada vez más creciente valoración del conflicto y el antagonismo. Es el 2006 entonces, un año en el que se inició un ciclo de protestas en Chile no sólo a partir de la revolución pingüina, sino también por medio de la proliferación de conflictos ambientales, mapuche y laboral.
2o. La revolución pingüina marcó un cambio en la politización de las demandas estudiantiles, generando un tránsito desde la protesta por la tarifa escolar, becas o congelamiento de aranceles a un cuestionamiento del modelo educativo. Es desde entonces que los principales conflictos socio-políticos en Chile cambiaron hacia la disputa por transformaciones estructurales de la sociedad chilena y no sólo por reivindicaciones económicas y beneficios específicos.
3o. Estuvo marcado por una alta masividad y repertorios de acción rupturistas -pero valorados por la sociedad- como las tomas de colegio. Además, contó con marchas con alta masividad, iniciando desde esa época un ciclo de protestas masivas, que tuvieron un reimpulso desde el 2011.
La estrategia gubernamental durante ese periodo fue la cooptación y dilatación del conflicto. En junio de 2006, durante el periodo álgido de movilizaciones, el gobierno de Michelle Bachelet convocó a los estudiantes a la participación en un Consejo Asesor presidencial para la educación, conformado por 74 personas representantes del mundo político, el empresariado, fundaciones, universidades y dirigentes sociales. Sin embargo, seis meses más tarde el bloque social se retiró denunciando la ambigüedad de las propuestas y la ausencia de reformas estructurales.
Cuatro años más tarde, el año 2011, durante el gobierno de derecha de Sebastián Piñera, la conflictividad social iniciada en 2006 tuvo un reimpulso. Ese año el número de manifestaciones se cuadruplicó pasando de 1773 el 2009 a 6938 el 2011 (PNUD, 2012: 41) y las alteraciones al orden público aumentaron nueve veces de 237 572 en 2009 a 2 194 973 en 2011 -aunque descendiendo a 729 639 en 2013- (PNUD, 2014: 254), siendo el eje principal el conflicto estudiantil.
Siguiendo la cronología de Vera (2013), el 2011 inició en mayo con un paro nacional “por la recuperación de la educación pública” y se mantuvo hasta octubre, destacando concentraciones de más de un millón de personas, tomas de universidades y colegios, ocupaciones en instituciones públicas, seis grandes jornadas sólo en el mes de agosto, jornadas de cacerolazos, y numerosos cortes y barricadas. Como señala Fernández (2013: 3):
Entre abril y diciembre de 2011, en el país se registraron acciones de protesta social protagonizadas por el movimiento estudiantil durante al menos 124 días, con 244 eventos de protesta, graficando una situación de continua y sostenida actitud contestataria, como no se había visto en 25 años. La protesta tuvo una expresión territorial diversa en el país, sumando 52 días de jornadas de protesta simultáneas en Santiago y regiones (especialmente en las capitales regionales); 47 días sólo en Santiago y 25 días sólo en regiones. Las manifestaciones, marchas y concentraciones se realizaron sostenidamente y en las principales ciudades del país al menos en 57 días de los 9 meses de movilizaciones. Su poder de convocatoria fue variable, yendo desde pequeñas protestas con 200 personas, hasta la mayor concentración, que reunió a poco menos de un millón de personas. Las ocupaciones o tomas fueron el segundo tipo de acción que más presencia tuvo. Independientemente de la cantidad de establecimientos educacionales -ya en junio se hablaba de 466 liceos y 22 universidades “en toma”, ya sea sólo por unas horas o por meses (la casa central de la U. de Chile estuvo 195 días ocupada por los estudiantes)-.
En ese sentido, se puede establecer que los antecedentes directos de la movilización estudiantil durante 2011, son las características estructurales del sistema educativo chileno, el cual acumuló tensiones configurando un escenario conflictivo que no se inició de forma muy distinta a las movilizaciones protagonizadas en años anteriores desde el retorno a la democracia, pero que rápidamente dio un salto cualitativo hacia demandas que encerraron anhelos y perspectivas de transformación profunda en educación, reabriendo de algún modo, la posibilidad de instalar temas en agenda, tal como aconteció el año 2006 con el “movimiento pingüino”. A partir de ello, se puede establecer que emergió un debate en torno a le educación y su sentido, incorporando temas como “quién enseña, qué se enseña y cómo fiscaliza el Estado en ambas dimensiones” (Cañas, 2016: 120).
Es el 2011 donde vuelven a madurar y brotan las contradicciones acumuladas en la sociedad chilena. Así el movimiento social por la educación -resultado de esas primeras movilizaciones a partir del mes de mayo de 2011- expresó una demanda que presionó al gobierno a iniciar un proceso de reformas “estructurales” que pusieran fin a las actividades lucrativas al interior del ámbito educativo, a la par de mejorar y asegurar una educación de calidad:
Esa es la razón por la cual los estudiantes reclaman la recuperación de la Educación Pública como piedra angular de las demandas estudiantiles. Esto se manifiesta para ellos en la necesidad de que en el sistema educativo del país exista un fin del lucro efectivo, puesto que no se entiende que la generación y transmisión del conocimiento constituya simplemente una mercancía. La relación estudiante-profesor no debe tergiversarse con la relación cliente-proveedor. A su vez, no parece lógico que la investigación y la creación estén supeditadas al retorno de utilidades puesto que daña la generación de conocimiento útil para la sociedad y la cultura emancipadora. Todo ello significaba en 2011 que recuperar la educación pública se manifestara en tener como horizonte una educación estatal gratuita, siendo el Estado el primer responsable de asegurar la educación como un derecho. Más aún en un país en donde existen riquezas que pueden financiarla. Los estudiantes tenían claro que lamentablemente dichos recursos se encuentran en manos de privados y transnacionales, que acumulan suculentas ganancias en desmedro de los derechos sociales. Entonces, los estudiantes entendían que la educación se encuentra en una profunda crisis, lo que quedaba en evidencia en una pésima calidad en muchas instituciones de educación superior, el poco acceso al sistema de los sectores más vulnerables, el excesivo endeudamiento de las familias, el debilitamiento del rol del Estado y sus instituciones, la generación de lucro -fuera de la ley- por parte de muchas instituciones privadas y la prohibición explícita de la participación de la comunidad universitaria en el desarrollo de las instituciones (Cañas, 2016: 124-125).
Como respuesta, la estrategia gubernamental estuvo orientada a la inyección de recursos (75 millones de dólares), invitación a mesas de negociación, cambio de ministros, pero sin modificar el modelo educativo ni otorgar gratuidad. Adicionalmente, las protestas fueron fuertemente reprimidas con 4 045 detenidos, 235 heridos y 1 muerto.
A partir de esa conflictividad, es que se establecen diversos marcos interpretativos del estallido social y, además, con ello también se conjugan posibles salidas resolutivas al conflicto, que tienen un correlato práctico con la valoración de las “ganadas” del movimiento, y sus posibilidades de continuar o no la movilización, luego de un proceso de desgaste importante. En ese sentido, es relevante comprender lo que se entiende como nuevo ciclo a partir de la masividad de las protestas iniciadas el 2011.
MARCO INTERPRETATIVO PARA IDENTIFICAR EFECTO
Explicar qué ocurrió en Chile ha sido un tema recurrente en las ciencias sociales nacionales. Pese a ello, son escasas las recopilaciones y menos aún las clasificaciones y discusiones epistemológicas o disciplinares respecto a las interpretaciones que el mundo académico ha dado. En esta línea, en Penaglia (2016) es realizada una caracterización de siete tesis e interpretaciones de intelectuales chilenos, centrándose principalmente en una clasificación de las escuelas de movimientos sociales y acción colectivas, las que, siguiendo a Jasper (2012), pueden distribuirse en una matriz de doble entrada diferenciándolas entre enfoques culturalistas-estrategistas y macrosociales-microsociales. Sin embargo, si bien en las escuelas de movimientos sociales y acción colectiva se describen aspectos sobre el conflicto,2 el foco analítico-fenomenológico está centrado principalmente en la movilización (estructura, marcos, repertorios, identidad, impacto, experiencia, subjetivaciones) y menos en explicar las razones sociales del conflicto (antagonismo, fisura, malestar, descontento).
Fernández (2013) elabora una propuesta de categorización en torno a tres ejes, las interpretaciones sociológicas, económicas y políticas, mientras que Azócar (2014), tomando la clasificación de Fernández, sostiene que las ciencias sociales en Chile se han centrado en aspectos estructurales, proponiendo un cuarto eje interpretativo de índole cultural, señalando que “se puede establecer que existe un cuarto eje articulador que es aquel que pone el énfasis en las formas con las cuales el movimiento se expresó y la batalla que finalmente se mantuvo frente a los diversos medios de comunicación en torno al tema” (Azocar, 2014: 208). Tomando como base los trabajos de Fernández y Azocar, lo este artículo propone es que los enfoques analíticos sobre el conflicto en Chile no deben ser agrupados en torno a elementos disciplinares (economía, sociología, política, cultura), sino a escuelas y orientaciones epistemológicas, las que pueden agruparse en cinco enfoques:
1) Las posiciones principalmente marxianas de autores como Gaudichaud (2015), Agacino (2013), Bruna del Campo (2013), Rifo (2013) y Harvey (2014) que caracterizan el origen del conflicto en torno a la estructura económico-social a partir de los efectos que la instalación del capitalismo neoliberal ha generado en la mercantilización de derechos sociales, la hiperliberalización y la desigualdad, como elementos centrales de la conflictividad.
2) Los enfoques sistémicos y estructural-funcionalistas de Garretón (2013), Atria (2012), Barchet (2016), Sanhueza (2014), Aguirre y García (2015), que -principalmente desde la ciencia política- enfatizan en los problemas de funcionamiento del régimen político-democrático, enclaves autoritarios y cerrojos institucionales heredados de la dictadura, que habrían provocado una democracia de baja intensidad y por tanto la expresión de la política fuera de los marcos institucionales.
3) Los enfoques sicosociales y de la modernización de Tironi (2012), Blofield (2011) y Peña (2015) que caracterizan el “malestar” a partir de elementos como la emergencia de las clases medias, privación relativa y crisis de las expectativas, explicando que los movimientos son signos de la exigencia y la frustración de capas medias que, una vez alcanzado un cierto nivel de desarrollo económico, estarían demandando más y mejor acceso al “mercado” de bienes y servicios. Parte de estos enfoques explican también el fenómeno a partir de los efectos de la modernización.
4) Los enfoques culturalistas de diversos autores como Salazar (2013), Valenzuela (2013), Silva (2012), Delamaza (2016), que a partir de diversas interpretaciones explican el conflicto sea -desde una perspectiva autonomista crítica- a partir de un proceso de subjetivación y reconfiguración “desde abajo y desde afuera” del sujeto popular; o quienes enfatizan en sus análisis elementos sicologizantes que atribuyen la emergencia del conflicto a la “pérdida del miedo dictatorial y superación del trauma” o al surgimiento de nuevas generaciones postpolíticas que, a partir de nuevas formas de organización y lucha, protestan por elementos postmateriales.
5)Finalmente, existe un conjunto de análisis e interpretaciones, denominados aquí como “enfoques mixtos”, que no pueden ser clasificados en una escuela particular y no presentan una epistemología única. En esta línea destacan los análisis de Mayol (2012) y Ruiz (2015). Para el primero, el fenómeno de protestas se debería a una crisis del modelo en su capacidad de legitimarse y relacionarse con lo social. La tesis del “derrumbe del modelo” es que a partir del 2011 se produjo un quiebre en la arquitectura del modelo (enfoque marxiano) con su respectivo correlato en el funcionamiento del modelo político-económico transicional (enfoque estructural- funcionalista). En este contexto el movimiento estudiantil dotó a la “ciudadanía” de un “horizonte utópico” (enfoque culturalista) que permitió el “derrumbe” de las instituciones. Por otro lado, utilizando la teoría de las expectativas (enfoque sicosocial), sostiene que la base del capitalismo sería generar expectativas y esperanzas, las que a su vez estarían también en el origen del malestar. Por otro lado, Ruiz desarrolla una línea argumentativa similar. Para él, la transición buscó controlar la deliberación política suprimiendo lo social, imponiendo a toda costa la idea de consenso (enfoque estructural-funcionalista). En este escenario el proceso transicional estuvo marcado por una supremacía de las instituciones, las que eran portadoras de una racionalidad distinta a la social, con un sesgo poco democrático y mayor preponderancia de criterios económicos. A ello habría que sumar el proceso de naturalización de las transformaciones dictatoriales, factores que en conjunto habrían generado una “desciudadanización”. En este marco, los movimientos sociales caracterizarían el fin de la transición, y una repolitización y ruptura desde “lo político”. Pero luego viene la segunda pregunta, ¿qué permitió la repolitización? Para responder esta interrogante, Ruiz utiliza la privación relativa y la crisis de las expectativas (enfoque sicosocial), pero como resultante del neoliberalismo (enfoque marxiano). De esta forma, el “malestar” se relaciona con las falsas promesas que el modelo habría generado, cuestión que comparte con la posición de Mayol y también con la de Tironi. Por ello, considerando las “promesas no cumplidas”, no habría sido casualidad que la conflictividad naciera en el tema educativo, donde se agudizan las dificultades y se evidencian más fuertemente “las barreras que frenan el ascenso social, la inexistencia de un auténtico régimen meritocrático, la frustración que produce el incumplimiento de la promesa liberal de ascenso a partir de la educación” (Ruiz, 2015: 31). Los movimientos por la educación, principalmente el pingüino del 2006 -que es para Ruiz la inflexión-, derrumbaron el mito del país de clase media aspiracional y demostraron que la mayoría de la población “queda fuera de la fiesta del crecimiento”. También habrían roto el discurso sobre la satisfacción en el consumo, a la vez que rompieron con la creencia de excesivo individualismo: en definitiva, la conflictividad se trataría de un retorno a la sociedad. A su vez para Ruiz esto es y fue permitido por un cambio cultural generacional (enfoque culturalista), ya que la mayoría de los movilizados son hijos de la democracia que nacieron sin traumas ni miedos.
Por otro lado, siguiendo a Azócar (2014) -aunque con la salvedad de que los enfoques no son disciplinares, sino epistemológicos- las interpretaciones sobre el conflicto contienen como contracara las ideas respecto a cómo solucionarlo, es decir una visión valorativa-normativa. A partir de ello, resulta importante la caracterización de resultados, efectos o, como señala Castro (2013), “impactos”, los que a su juicio pueden ser agrupados en torno a lo político (reformas/transformaciones); cultural (modificaciones en el sentido común y la ideología); o biográficos (relativos a la emergencia de liderazgos, inserción parlamentaria). Por su parte, Kitshelt sostiene que los impactos pueden ser estructurales (cambios en las relaciones de poder); sustantivos (cambios legislativos y programáticos), y sensibilizadores (cambios ideológicos por la hegemonía) (Fernández, 2013).
La propuesta de este artículo busca conectar los enfoques analíticos con las posibles valoraciones normativas de la corriente respecto a las causas y soluciones de un conflicto; y los efectos en esas materias. De este modo, en la siguiente tabla fueron agrupados algunos de los impactos posibles en cada uno de los ejes.
Tabla 1:
Para el estudio de los posibles efectos, el trabajo se ha centrado en un balance principalmente en torno a lo político dialogando con los posibles resultados que le atribuyen los enfoques estructural-funcionalista y culturalista. De esta forma, en primer lugar se considera la agrupación 2 de la sección precedente, inspirada en la teoría del conflicto clásica de Coser y Dahrendorf (Coser, 1970; Giner, 1994). Esta escuela está guiada por conceptos como fluidez, flexibilidad, institucionalización y reforma (Millán, 2018), precedentes de una búsqueda de una relación virtuosa e institucionalizada entre Estado-sociedad, y lo político, conflicto-ajuste (reforma). Bajo este campo analítico se considerarán como efectos del conflicto o la acción de los movimientos sociales elementos como: reformas y agenda gubernamental; reordenamiento de proyectos políticos e inserción electoral de actores estudiantiles.
Por su parte, considerando los elementos de la agrupación 4, es decir, la centrada en efectos culturales-políticos como sentido común y disputa contra-hegemónica, hay numerosos estudios y aportes tanto en la línea de las emociones como Jasper (2012) donde destacan autores como Paredes (2018) o Biskupovic (2016); la dimensión autonomista de transformación y prácticas políticas de autores como Valenzuela (2013); o los procesos de subjetivación juveniles (Paredes, Ortiz y Araya, 2018). En este apartado, únicamente -desde una visión macro y agregada- se presentarán algunos datos sobre percepciones de la sociedad chilena.
EFECTOS DEL MOVIMIENTO ESTUDIANTIL
Efectos políticos: reformas en educación y agenda política
Desde el primer eje se destacan los eventuales cambios que habría provocado el movimiento estudiantil en materia de educación. Bajo esta tesis, un eje argumentativo valora que el movimiento ha generado un impacto significativo en la agenda gubernamental, además de una serie de anuncios presidenciales, destitución y cambios de ministros, mesas de negociación, entre otros elementos (Castro, 2013).
Según Segovia y Gamboa (2012), el caso del movimiento estudiantil fue significativo en este ámbito, dado que mostró la incapacidad del gobierno para lograr establecer una rápida salida al conflicto de acuerdo con sus intereses. Además, a ello se sumaría que los partidos políticos de ambas coaliciones tampoco fueron capaces de encauzar las demandas de los estudiantes, lo que visibilizó debilidades.
En este escenario, a las medidas desarrolladas por Piñera durante su primer gobierno, se suma el proyecto de la Nueva Mayoría que ganó las elecciones presidenciales de 2013 con un discurso ciudadano orientado a hacerse cargo de las transformaciones del “nuevo ciclo” en Chile, buscando reconfigurar la relación Estado-sociedad. En este marco, el gobierno de
Bachelet declaró como uno de sus pilares programáticos lo estudiantil y el avance en gratuidad, estableciendo una serie de reformas de acuerdo con las exigencias de los estudiantes. Sin embargo, esto no necesariamente se tradujo en las medidas que los estudiantes esperaban. Si bien el movimiento estudiantil habría sido exitoso en instalar temas que redefinieron la agenda pública, no habría sido capaz de que sus demandas se vean realizadas (Segovia y Gamboa, 2012).
Al respecto, según Espinoza y González (2014, pág. 19), estas demandas pueden ser clasificadas en torno a cinco ejes centrales: (1) financiamiento; (2) lucro; (3) calidad de la oferta; (4) equidad en el acceso; y (5) el rol de Estado.
En esta línea, como lo muestra la gráfica 1, de las demandas estudiantiles, Confech 2011 y 2015, el balance de incorporación de las medidas a reformas -o proyectos de ley- el año 2016 era sólo de un 7.8%, mientras que un 10.5% fue incorporado parcialmente -aunque con modificaciones no valoradas por los estudiantes-, un 10.5% se han traducido en anuncios -sin materialización en iniciativas de ley-, y un 71% ha sido ignorado.
Algunas de las demandas no incorporadas hasta la fecha son: el fin del autofinanciamiento de las universidades estatales; la vinculación de recursos a las comunidades educativas; la revitalización de las universidades estatales; el fin y condonación de los créditos bancarios otorgados para el financiamiento de los aranceles; la reestructuración del sistema de becas otorgando beneficios integrales en salud, transporte y vivienda; renacionalización de los recursos naturales; modificación del royalty y ley de donaciones; garantizar la participación triestamental; garantizar constitucionalmente el derecho a la educación; fin de la prueba de selección universitaria; fin al subcontrato y a la externalización de servicios en los institutos de enseñanza superior; posibilitar la participación y la educación de los trabajadores de institutos de enseñanza superior.
Por su parte, las materias conseguidas por el movimiento estudiantil fueron: el fomento de educación técnica superior; la tarjeta única estudiantil de transporte escolar; eliminación del aporte fiscal indirecto; algunos avances en acreditación y la modificación del decreto con fuerza de ley DFL2 que impedía la participación triestamental -aunque la derogación no fue acompañada de un fomento de la participación- quedando a discreción de cada plantel realizar reformas.
Finalmente, respecto a las demandas más importantes del movimiento estudiantil que se convirtieron en las consignas (marcos): gratuidad y fin al lucro en educación, el balance es negativo. Respecto a la primera, si la demanda estudiantil apuntaba a la conceptualización de la educación como derecho universal gratuito, esta se tradujo dentro del sistema político en gratuidad hasta el 70% “más vulnerable”, extendida a universidades privadas, a través de un sistema de becas-voucher. Es decir, se financia a los estudiantes, que pueden elegir entre distintas instituciones, públicas o privadas; elemento que buscará ser profundizado según la agenda gubernamental debido a la extensión de la gratuidad a institutos profesionales y de formación técnica (instituciones que no tienen impedimentos legales para lucrar).
En cuanto a lo segundo a la demanda de fin al lucro, el 27 de marzo de 2018 el Tribunal Constitucional 3 declaró inconstitucional el artículo 63 del Proyecto de Ley de Educación Superior aprobado por la Cámara de Diputados y el Senado, que prohibía a personas jurídicas de derecho privado con fines de lucro, ser controladores de instituciones educacionales privadas de nivel superior. Con ello, aun cuando el lucro está prohibido -aunque débilmente fiscalizado-, se legitima que los controladores de universidades puedan tener fines de lucro.
Además de las características del modelo educativo, existen otros énfasis analíticos vinculados a las escuelas estructural-funcionalistas, que explican el movimiento y las transformaciones o cambios deseables como mecanismo de ajuste del sistema. Por ejemplo, el cambio de la constitución pinochetista, para lo cual el movimiento estudiantil y el aumento de la conflictividad habrían generado una “ventana de oportunidades”. Este aspecto también fue incorporado por el gobierno de la Nueva Mayoría. Sin embargo, el proceso constituyente anunciado no tuvo los resultados esperados. El gobierno optó por crear un mecanismo difuso, con participación no vinculante, con baja participación, que terminó en la entrega de un informe de propuestas de cambio constitucional durante el último mes de su mandato. Dentro del “ambiguo proceso” correspondería, durante el gobierno de Sebastián Piñera, elegir el mecanismo de cambio constitucional, sin embargo, ello no está en agenda, ni existen mayorías parlamentarias para una asamblea constituyente, más cuando una nueva constitución no está en la agenda del nuevo gobierno.
Efectos en el reordenamiento de las fuerzas políticas
Tras la movilización estudiantil de 2011, se dio un proceso de reemergencia de la “izquierda”, entendida esta como distintas expresiones políticas organizadas -en ese entonces- por fuera de la institucionalidad política formal. Como señala la encuesta COES 2017, la protesta en ningún conflicto social, incluida la de los estudiantes, no sería espontánea, y el 59% de los conflictos exhiben presencia de alguna organización, ya sea formal o informal, lo que permite comprender que estas ocupan un rol central dentro de la manifestación del descontento.
En esta línea, si bien los partidos oficiales -principalmente el Partido Comunista- han seguido manteniendo grados de presencia en el movimiento estudiantil, fueron principalmente organizaciones que se erigen por fuera de la Concertación/Nueva Mayoría y la élite progresista transicional los que se han vinculado más con ese espacio. Esa izquierda “alternativa” y no gubernamental, se configura y reafirma en la aparente fisura que desata la crisis en educación, intentando capitalizar las demandas del movimiento social en disputa activa con los partidos tradicionales, que institucionalmente procesaron las demandas y el malestar reconfigurando su proyecto, cambiando de imagen, abriendo espacios a las reformas. Cabe señalar que esta izquierda por fuera de la institucionalidad no es un bloque homogéneo, sino, por el contrario, se manifiesta en un amplio abanico, que puede ser definido a grandes rasgos en tres sectores (Penaglia, 2016).
Por una parte, el proyecto socialdemócrata, que se posiciona desde un discurso crítico al neoliberalismo extremo (mas no al capitalismo) y se define pro-democratización. Dentro de este sector se encuentran el Partido Progresista (PRO), el Partido Humanista (PH), el Partido Liberal (PL) y el Partido Revolución Democrática (RD). Este último sería el único partido del sector que posee relevancia como fuerza configurada a partir del ámbito estudiantil universitario, y que se potencia y posiciona con la movilización del año 2011.
Luego, un segundo sector de izquierda que se posiciona desde el anticapitalismo o anti-neoliberalismo, y que tuvo originalmente algunas influencias de experiencias bolivarianas (hoy algunos en el sector que critican al gobierno venezolano), y actualmente con el Podemos español. Este grupo posee un proyecto político institucional como mecanismo de conformar un bloque socio-político transformador, que permita generar reformas que rompan con los cimientos de la democracia antipopular, permitiendo el despegue de un sujeto politizado transformador. Aquí se agrupan principalmente organizaciones que durante el movimiento estudiantil conformaron el “bloque de conducción”: Nueva Democracia (ND) que tiene su expresión como brazo estudiantil en la Unión Nacional Estudiantil (UNE), Izquierda Autónoma (IA), Movimiento Autonomista (MA), Izquierda Libertaria (IL). Estas organizaciones, junto con las del espacio socialdemócrata (con excepción del PRO) y sumando a otras organizaciones político sociales como Igualdad o
Ukamau, conformaron el Frente Amplio. Estas organizaciones, son las que desde este sector tienen trabajo de base en los espacios educativos, configurándose como fuerzas que continúan disputando liderazgos en federaciones, y que también han logrado insertarse políticamente desde su conglomerado, de manera importante en el parlamento (Fernández, 2016).
También en este sector existen otras organizaciones con una tradición de izquierda clásica como el Partido de los Trabajadores (PT), Movimiento Patriótico Manuel Rodríguez (MPMR) o el Partido Comunista Acción Proletaria (PCAP) que han participado en diversas formas y alianzas de elecciones, aunque con bajos resultados.
Por último, existe una izquierda anticapitalista-revolucionaria sin táctica electoral, como Izquierda Guevarista (IG), Unión Rebelde (UR), 2 de Abril, Trabajadores al Poder (TP), Movimiento Popular Guachuneit (MPG), entre otras; que centran su proyecto en la reconfiguración del movimiento popular con contenidos clasistas, combativo y de base -y en algunos casos la construcción partidaria-; insertándose en el movimiento de trabajadores, territorial, feminista y en lo particular, en el movimiento estudiantil, logrando conducir algunas federaciones a nivel universitario y secundario (Penaglia, 2016).
La emergencia de los movimientos populares en general y del movimiento estudiantil en particular, es un factor que ha permitido la articulación de proyectos políticos, ciertos grados de visibilidad, conducción y reposicionamiento; aunque el movimiento popular se encuentra altamente fragmentado y no ha logrado conformar espacios multisectoriales, las organizaciones políticas que se han insertado, han adquirido experiencia de masas, definición de líneas y un salto importante en elaboración política y discusión; transitando muchas de ellas de espacios marginales en lo político -centrados en lo micro-social, la resistencia cultural y pequeños colectivos-, hacia la construcción de organizaciones políticas, sea con miras a proyectos de ruptura o institucionalización, abriendo espacios para la discusión estratégica y la conformación de proyectos.
Inserción electoral
En cuanto a la inserción electoral en el sistema político, este proceso comenzó durante las elecciones parlamentarias del año 2013 (Fernández, 2016).
En dicha instancia, varias organizaciones presentaron como candidatos a ex dirigentes del Movimiento Estudiantil, siendo electos Giorgio Jackson y Gabriel Boric (de parte de las fuerzas que conformarían el Frente Amplio) y Camila Vallejo y Karol Cariola por el Partido Comunista. Desde el 2014 en adelante, estos resultados y el ejercicio en las cámaras de la bancada (de buena valoración mediática y en encuestas, en el caso de Boric y Jackson), permitió a estos sectores generar un proceso de agrupamiento al interior de esa izquierda con miras a las elecciones presidenciales y parlamentarias 2017, lo que termina con la fundación del Frente Amplio.
Es así que para las elecciones presidenciales y parlamentarias de 2017, según los datos del Servel (2018), el nuevo conglomerado logró a través de la candidatura de Beatriz Sánchez la tercera mayoría en la primera vuelta del proceso electoral presidencial, con 1 338 037 votos (equivalente al 20.27% del total). En el ámbito parlamentario, obtuvieron 20 escaños en la Cámara de Diputados y un senador. Estos resultados potenciaron los análisis sobre un nuevo ciclo político de izquierda en Chile.
Pese a lo anterior, estos resultados ocurren en un contexto de crisis de representatividad y alta abstención. Como es posible ver en la gráfica 2, la abstención ha aumentado sostenidamente desde 1988 y no ha superado el 50% de participación electoral desde el 2013.
Ante ello, la reagrupación o rearticulación de la izquierda, ocurre en un mismo universo de votantes sin lograr revertir la crisis de desafección, ni tampoco remediar la baja valoración de las instituciones y las coaliciones políticas, cifras que en distintas encuestas van desde un 3% de valoración a los partidos políticos, sobre el 85% de rechazo al Senado y al Congreso; más de un 70% de rechazo a la coalición gobernante y la oposición, menos de un 14% de simpatía por las coaliciones, incluida el Frente Amplio (Penaglia y Basaure, 2018).
Este fenómeno es llamativo al interior de las ciencias sociales, puesto que, como señala el estudio del PNUD “la hora de la politización”, la crisis y pérdida de legitimidad por las instituciones -desde las sociales a las políticas- y la alta abstención electoral, ha ido acompañada con grandes protestas y procesos de politización, lo que marca un quiebre entre lo político. Factor que tampoco ha sido revertido por algún bloque político social que se proponga y logre una vinculación entre movimiento e instituciones, más allá de los intentos del Frente Amplio por lograrlo.
Finalmente, dentro de la discusión politológica, es llamativo el fenómeno de aparente “izquierdización” de los discursos populares a partir de los movimientos sociales, junto con la victoria electoral de la derecha y el retorno de Sebastián Piñera al gobierno con mayoría parlamentaria (72 escaños). A la vez que, en materia electoral, dentro de la izquierda, las elecciones de 2017 mostraron una victoria de las tradiciones socialdemócratas y moderadas. Dentro de las 14 fuerzas políticas que conforman el Frente Amplio -seis dentro de las que se encuentran las más de izquierda- no tienen representación parlamentaria, mientras que Revolución Democrática, espacio que posee una mayor cercanía con la centro-izquierda, posee ocho diputados y un senador. Esto ha marcado una agenda al interior del Frente Amplio y diversas tensiones que han abierto la discusión sobre si este conglomerado representa la incorporación de grupos populares y sociales vinculados a los movimientos sociales (incorporación de “la calle” al parlamento) o la renovación generacional del proyecto de la élite de la transición.
ELEMENTOS CULTURALES
Un último aspecto guarda relación con el apoyo, masividad, politización y respaldo, elementos que pueden ser analizados a través de un seguimiento de encuestas.
En 2011, al alero de los distintos repertorios de lucha elaborados por el movimiento, los estudiantes fueron adquiriendo fuerza y credibilidad ante los medios y la sociedad, dirigentes estudiantiles eran invitados a programas de opinión y debate continuamente, y el “apoyo ciudadano” no se hizo esperar. Las convocatorias eran multitudinarias y colmaban la principal avenida del centro de Santiago, donde las calles eran desbordadas por los manifestantes. En agosto de 2011 las cifras de la encuesta CEP planteaban que un 80% de los chilenos habría adoptado una posición contraria al lucro en educación (Romo, 2011). En octubre de 2011, la encuesta Adimark, correspondiente al mes de septiembre, vuelve a confirmar que un 79% de los encuestados dice apoyar al movimiento estudiantil y sus demandas. Por otra parte, la aprobación a las formas en cómo los estudiantes llevaban a cabo sus movilizaciones, alcanzaba al 49% (Cooperativa.cl, 2011).
Ya en noviembre de 2011, tras aproximadamente seis meses de movilización, la misma encuesta mostró que el apoyo al movimiento estudiantil empezó a mostrar caídas significativas. En comparación con el 79% de apoyo en el mes de septiembre, un 67% continuó apoyando al movimiento en el mes de octubre. Mes que además aumentó en un 10% la desaprobación al movimiento, con un 24% que decía estar en desacuerdo con las demandas estudiantiles. El mismo sondeo arrojó que un 38% aprueba las formas de movilización, un 9% menos que en el mes de septiembre, con una desaprobación del 57% ( El Mostrador, 2011).
A más de un año del estallido, las cifras que arrojó Adimark en el mes de septiembre de 2012, siguieron mostrando un elevado apoyo de un 70%, mientras que en 2013, a dos años del inicio del conflicto la CEP mostraba un 74% de apoyo a la gratuidad. Ante ello, el entonces presidente de la FECH, Andrés Fielbaum, consideraba:
Esto simplemente demuestra el enorme impacto que ha tenido el movimiento estudiantil y los diversos movimientos sociales que se han alzado en los últimos años. Hace cuatro años la educación gratuita era una locura y hoy de a poco se ha convertido en una verdad incuestionable: que un país que le garantiza derechos a sus habitantes es más justo y feliz. Es un paso esencial para que Chile empiece a cambiar, pero no es suficiente todavía. Porque educación gratuita no es simplemente dejar de pagar. Por ejemplo, no sirve dar más becas para un sistema igual al que tenemos ahora; sino que realmente significa que sea el Estado el que garantice el derecho a educación de calidad a todos sus habitantes (Sandoval, 2013).
Sin embargo, junto con un relativamente estable nivel de apoyo a las demandas, la misma encuesta en agosto mostraba que la confianza en el movimiento estudiantil habían descendido, alcanzando un nivel de aprobación de un 23% principalmente explicado por los “desordenes” públicos. Estas cifras se fueron manteniendo sistemáticamente. En 2015 sondeos de Adimark mostraban que un 49% aprobaba el actuar -represivo- de Carabineros en las manifestaciones, mientras un 43% lo rechazaba; y si bien el 68% de los encuestados respaldaba las demandas del movimiento, un 59% rechazaba las formas de lucha (Emol, 2015). A cifras similares llegó la encuesta realizada por Cooperativa, Imaginación y Universidad Central (2015), dando como resultado que un 49.9% desaprueba las marchas estudiantiles y un 48% las aprueba.
Misma tendencia mostró en 2016, donde la Adimark de junio sondeaba que un 63% de la población apoyaba las demandas de los estudiantes, pero un 77% desaprobaba las formas de protesta, y sólo un 21% las aprobaba (El Desconcierto, 2016; El Mostrador, 2016). Un mes después de publicadas estas cifras, la encuesta CEP arrojaba que el 68% de la población rechazaba tomas de establecimientos educacionales, y un 41% las marchas. Además, en una escala de 1 a 7, donde 1 es pésimo y 7 es excelente, la nota promedio que alcanzaba el movimiento entre los encuestados era de un 3.85 (Almarza, 2016; Cooperativa.cl, 2016).
En sintesis, si bien el movimiento estudiantil mantuvo una alta popularidad y logró instalar un cambio ideológico respecto al valor de la educación como derecho -y no como bien de consumo-, y la idea de gratuidad como centralidad -elemento que podría ser considerado como transformador de los elementos hegemónicos del capitalismo neoliberal-, esto ha ido acompañado de un rechazo a los repertorios de combatividad y lucha, elemento que sigue evidenciando una alta valoración de la sociedad chilena al orden.
A su vez, el movimiento estudiantil se ha ido retirando paulatinamente del espacio público desde el 2016, pese a que -como muestra la gráfica 3- según la encuesta CEP, la educación sigue siendo uno de los tres temas prioritarios para el país.
Como es posible observar, si bien el peck de relevancia pública por educación ocurrió en el apogeo del movimiento estudiantil (2011-2014), las cifras siguen siendo altas y prioritarias en las encuestas. No obstante ello, al existir un movmiento estudiantil con baja presencia y actividad, la preocupación no se traduce en una solución, lucha o reivindicación específica.
Por otro lado, en cuanto a la conformación del movimiento estudiantil y su capacidad de articular trasnversalmente la conflictividad, el estudio de COES (2017) señala que, si bien ha copado desde el año 2011 la agenda pública y los medios de comunicación, su nivel de organización no es homogéneo a nivel nacional, y en algunas regiones la participación disminuye. Además, se experimenta un bajo nivel de interacción con otros sectores, y su cobertura territorial también es reducida. Los estudiantes, por lo tanto, no serían el actor social con mayor poder de movilización, lo que no niega e invalida la visibilidad alcanzada socialmente a partir de los actos de protesta. En consecuencia: “Cuando se trata de causas educacionales, es evidentemente el movimiento estudiantil quien las lidera, pero éste muestra una escasa interacción con otras demandas y tipos de organizaciones. Además, la capacidad de movilización de los estudiantes aparece altamente concentrada en el tiempo (2o. trimestre de cada año), en el espacio (en la RM) y muy especializada en demandas educativas” (COES, 2017: 25).
CONSIDERACIONES FINALES
El movimiento estudiantil ha sido un fenómeno sociopolítico de transformación que ha generado cambios importantes en la sociedad chilena. Esto debido a ser el primer grupo colectivo, transversal, organizado y masivo que ha desafiado en el periodo posdictatorial -de manera unificada, desde el campo popular y la lucha de masas-, algunos de los elementos centrales del capitalismo neoliberal chileno, entre ellos: el rol de la educación, su financiamiento, su concepción como derecho, la participación de las comunidades educativas en la gestión, el cuestionamiento al lucro, y hasta temas como nacionalización de recursos.
Por otro lado, el movimiento estudiantil marca un proceso extensivo de luchas iniciadas a mediados de los noventa, donde se constata el desarrollo de aprendizajes en materias de organización, cohesión y relación con la institucionalidad política en las negociaciones. Es decir, retomando la perspectiva de los enfoques -desde una línea culturalista o del marxismo historicista-, ha logrado reconfigurar procesos de subjetivación y configuración de elementos que podrían ser contra-hegemónicos como el cuestionamiento masivo al lucro; junto a continuidades como el rechazo a los repertorios de lucha.
Sin embargo, es en el plano material del orden económico y político donde el movimiento estudiantil ha tenido menores impactos, sin la capacidad de modificar las orientaciones de las políticas públicas en torno a provisión, focalización y subsidio de la demanda; ni conseguir gratuidad universal o impedir el lucro. Incluso, muchas de las reformas que el sistema político ha emprendido, fortalecen y profundizan el modelo capitalista neoliberal, haciendo del Estado un mecanismo de transferencia de recursos hacia el sector privado. Es decir, el modelo educativo desregulado produce -sin planificación- una serie de profesiones: mano de obra calificada que favorece el desarrollo de las fuerzas productivas, para la inserción competitiva de individuos en el mercado del trabajo, proceso financiado con presupuesto público a instituciones con fines de lucro. De esta forma, si bien el modelo transita desde el financiamiento familiar a uno estatal -lo que podría ser una victoria del movimiento estudiantil- en lo estructural, el modelo capitalista chileno se fortalece.
Por otro lado, desde las premisas teóricas utilizadas por las ciencias sociales chilenas, es posible constatar algunos elementos.
En primer lugar, desde una dimensión estructural funcionalista, nos encontramos en un sistema político cerrado, con poca capacidad fluidez y apertura a reformas, lo que entorpecería algunos de los elementos que destaca el estructural-funcionalismo como mecanismo de solución de conflicto (ajustes) al menos en materia de educación.
Por otro lado, si se consideran los efectos indirectos como en el estudio de Montero (2018), podría señalarse que existieron algunas reformas al sistema político elaboradas durante el periodo como el cambio del sistema electoral, que permitió el ingreso de nuevos actores. Sin embargo, pese a la reforma, como fue posible ver en los resultados, sigue existiendo una abstención electoral cercana al 50%, lo que evidencia en términos estructural-funcionalistas, una distancia en lo político y una pérdida de legitimidad de las instituciones como el espacio regulador del conflicto.
Por otro lado, esto convive en términos culturalistas, con la ausencia de emergencia de un relato, discurso o proyecto de subjetivación que sea capaz de -en el mediano y largo plazo- desarrollar un proyecto de ruptura o transformación. El reordenamiento de las fuerzas políticas disruptivas -más allá de lo político-institucional- aún sigue siendo débil, en primer lugar porque los proyectos de izquierda extra-institucional, son fragmentados y marginales; mientras que, como fue descrito, los sectores anti-neoliberales y anti-capitalistas al insertarse en la política institucional han tendido a perder diferenciación respecto a las organizaciones políticas tradicionales, factor que se suma a la conducción que han tenido los sectores liberales y socialdemócratas de la coalición política Frente Amplio.
Finalmente, ha sido posible observar en términos culturales que la emergencia del movimiento estudiantil tampoco estuvo acompañada de un relato de acción política confrontativa. Si bien es cierto que gran parte de la masividad de las movilizaciones 2011 se sustentó, como destacan Paredes, Ortiz y Araya (2018), en el elemento performático de ritos, colores y batucadas, es decir, en una expresión festiva; ello no necesariamente ha sido sinónimo de efectividad en los objetivos de la lucha, ni en un cambio cultural (sentido común) en la concepción de orden, violencia y transformación, toda vez que, como presentan los resultados de este trabajo, incluso las encuestas muestran un apoyo masivo a la represión y, por extensión, a los elementos constitutivos del orden.