Álvarez Texocotitla: La Doctrina del Mercado Libre desde una perspectiva política



Introducción

En la década de los 70 del siglo pasado, en los círculos de poder de los países desarrollados, se decidió retirar toda intervención en los mercados, eliminar todas las normas o por lo menos, reducir drásticamente el perímetro regulatorio de los mercados. Es decir, se resolvió establecer un sistema de libre mercado.1 Así, desde mediados de aquél decenio, los mercados se encuentran sustantivamente fuera del control de los Estados y de las autoridades internacionales.

El resultado final de la puesta en práctica a nivel global de esta decisión de liberalización de los mercados es que no nos encontramos en un periodo de abundancia proyectada por sus proponentes, sino en una época sombría donde las fuerzas del mercado han llevado a la sociedad mundial hacia una crisis profunda. La desregulación generalizada ha provocado crisis financieras, económicas y sociales con todas sus consecuencias negativas.

Obviamente, el cuestionamiento a ese estado de cosas se tenía que dar. Se ha generado una reacción social explícita en contra de fundamentar la sociedad en condiciones que suscitan, fomentan y protegen los motivos de maximización de ganancias de los participantes que controlan los mercados. Un mayor número de personas no aceptan ser los mártires de las fuerzas del mercado despiadadas, supuestamente impersonales. El régimen de laissez-faire está provocando protestas en todo el mundo que rechazan sus efectos y sus mandatos, y en última instancia, su existencia como un modelo de organización económica.2

Esta protesta social mundial tiene grandes implicaciones políticas, ya que la resistencia del mundo a continuar bajo la orientación de un proyecto de libre mercado mundial ha puesto en tela de juicio a la pretendida hegemonía política global de los Estados Unidos. Para Hobsbawm (2010), uno de los cuatro cambios fundamentales en la historia mundial a partir de lo 1990 es el fracaso de la tentativa de Estados Unidos de mantener en exclusiva la hegemonía mundial. El proyecto neoconservador de este país es una locura, ya que no sólo pretende que el futuro sea Estados Unidos, sino que cree que tiene una estrategia coherente para alcanzar ese objetivo.

En este contexto, el presente artículo contribuye al conocimiento de los aspectos centrales de la doctrina de los mercados libres, que está hoy representada por el proyecto político de un mercado libre global (PPMLG). Se aportan hechos y reflexiones que ayudan a dimensionar las implicaciones económicas, políticas y sociales de esta doctrina, que tanto daño ha provocado en los países pobres y ricos por igual.3

Por otro lado, el análisis que se realiza del PPMLG es importante porque coadyuva sustantivamente a la comprensión de las reformas económicas en los países con mercados emergentes, en particular al conocimiento de la liberalización o reforma financiera. Es decir, el análisis de este proyecto político contribuye a entender el origen, la naturaleza, la dinámica y las consecuencias de la reducción drástica del perímetro regulatorio de los mercados.

Para materializar esas contribuciones, se exponen y reflexionan las principales proposiciones e implicaciones de la doctrina de libre mercado. Se consideran tanto las manifestaciones de aquellos que están en contra de esa doctrina como las de sus defensores, y se analizan algunas implementaciones relevantes de esta doctrina. Finalmente, a partir del análisis de todos los argumentos contenidos en la presente investigación, se derivan las reflexiones finales.

1. El origen de la doctrina del mercado libre

Polanyi (2003) señaló que la civilización europea del siglo XIX se apuntalaba en cuatro instituciones: el mercado autorregulado, el sistema del balance de poder, el patrón oro internacional y el Estado liberal. Todas esas instituciones eran importantes, pero en particular lo fue el mercado autorregulado, el cual originó una civilización determinada.4

Para Polanyi (2003), una economía de mercado autorregulada es un sistema económico controlado, regulado y dirigido sólo por los precios del mercado. Esta economía surge del supuesto de que los agentes económicos son maximizadores de utilidad y/o de beneficios. La autorregulación implica que toda la producción se destine a la venta en el mercado, y que todos los ingresos deriven de tales ventas.

En este tipo de economía, entre más se desarrolla la producción, se tiene que garantizar la oferta de los insumos o factores productivos; principalmente, la oferta del trabajo, la tierra y el dinero. Estos tres factores deben estar disponibles para su compra en el mercado; es decir, deben estar disponibles como mercancías.

Sin embargo, esta circunstancia es contradictoria porque ellos no son mercancías, no lo son, porque ninguno se produce para la venta. Así que su descripción como mercancías es enteramente ficticia, aunque es con la ayuda de esta invención que se organizan los mercados donde se compran y venden estos factores.

Todas las medidas o políticas (por ejemplo, regulaciones) que inhibieran la formación de tales mercados pondrían en peligro la autorregulación del sistema. En general, no debe obstaculizarse la formación de estos mercados, sólo se debe permitir la generación de ingresos a través de las ventas; no debe haber interferencia alguna con el ajuste de los precios al cambiar las condiciones de los mercados de factores.

Por tanto, debe haber mercados para todas las mercancías, incluyendo los factores productivos, y ninguna medida o política deberá influir sobre su funcionamiento. Ni el precio, la oferta o la demanda deben ser fijados o regulados; sólo se permitirán las políticas y medidas que ayuden a asegurar la autorregulación del mercado creando condiciones que lo conviertan en el único poder organizador en la esfera económica.

La evolución de los mercados regulados a los mercados autorregulados a fines del siglo XVIII representaba una transformación completa en la estructura de la sociedad. El mercado autorregulado requería la separación institucional de la sociedad en una esfera económica y una esfera política, no obstante que esa división jamás había existido. Nunca se ha tenido un sistema económico separado de la sociedad. El orden económico es sólo una función del orden social en el que se contiene. En consecuencia, antes del siglo XIX, los mercados no fueron jamás otra cosa que complementos de la vida económica.

La experiencia de Inglaterra

A mediados del siglo XIX, Inglaterra instrumentó un proyecto de mercado libre. El propósito era emancipar a la economía del control social y político, lo que se hizo mediante la construcción de una nueva institución, el libre mercado, y la destrucción de los mercados más arraigados en lo social que habían existido en ese país durante siglos. El libre mercado creó un nuevo tipo de economía en la que los precios de todos los bienes, incluyendo el trabajo, se modificaban sin que se tuvieran en cuenta las repercusiones sociales.

La promoción del libre comercio, la reforma de las leyes de pobres con el objetivo de obligar a los pobres a trabajar y la eliminación de todos los controles restantes sobre los salarios fueron los tres pasos decisivos en la construcción del libre mercado en Inglaterra, que es el modelo original de todas las políticas neoliberales subsiguientes.

El libre mercado era -y básicamente sigue siendo- una peculiaridad anglosajona. Fue construido en un contexto que no se daba en ninguna otra sociedad europea, aunque su plenitud duró sólo alrededor de una generación. Nunca habría podido crearse si en Inglaterra la sociedad no hubiera sido profundamente individualista. Fue una transformación social que se llevó a cabo en unas circunstancias excepcionalmente propicias. La gente tenía una fe ciega en el progreso espontáneo, y con el fanatismo de los funcionarios gubernamentales, se presionaba por un cambio ilimitado y no regulado en la sociedad.

Sin embargo, el laissez-faire demostró que la estabilidad social y el libre mercado no son compatibles. Los daños causados por el libre mercado a otras instituciones sociales y al bienestar de la sociedad fueron severos, por lo que se originaron contra movimientos políticos. Las leyes emanadas de los efectos negativos del libre mercado atenuaron, al regularlo, sus impactos. La sociedad inglesa habría sido arrasada si no hubiesen existido medidas contrarias, protectoras, que minaban la acción de este mecanismo autodestructivo.

La historia social del siglo XIX fue así el resultado de dos procesos: la extensión de la organización del mercado en lo referente a las mercancías genuinas que se vio acompañada por su restricción en lo referente a las mercancías ficticias (el trabajo, la tierra y el dinero). Mientras que los mercados se dilataban por el mundo y la cantidad de los bienes involucrados crecía significativamente, una red de medidas y políticas frenaban la acción del mercado en relación con las mercancías ficticias. De esta manera, la organización de los mercados mundiales de mercancías, capital y dinero daba un impulso inédito al mecanismo de los mercados bajo la protección del patrón oro, pero surgía al mismo tiempo un movimiento importante para resistir los efectos perniciosos de una economía controlada por el mercado.

La fantasía del mercado libre

La idea de un mercado autorregulado en el siglo XIX implicaba una quimera total. Tal fantasía de haberse concretado habría aniquilado a la sociedad y a la naturaleza. Ineludiblemente, la sociedad tomó medidas para protegerse, pero todas esas medidas afectaban la autorregulación del mercado, desorganizaban la actividad industrial, y así ponían en riesgo a la sociedad en otro sentido. Fue esta disyuntiva la que impuso el desarrollo del sistema de mercado en forma definitiva y finalmente transformó la organización social basada en él.

Una economía de mercado desarraigada y por completo autorregulada es un proyecto utópico.5 En lugar del patrón históricamente normal de subordinar la economía a la sociedad, el sistema de mercados autorregulados requiere que la sociedad se subordine a la lógica del mercado. Sin embargo, la economía no es autónoma, ella está determinada por la política y las relaciones sociales.

Por otra parte, según Fred Block, el análisis de las mercancías ficticias nos enseña que esta visión neoliberal de ajuste automático de los mercados en el ámbito global es una fantasía peligrosa.6 Así como las economías nacionales dependen de un papel activo del Estado, también la economía global necesita instituciones regulatorias fuertes, incluso un prestamista de última instancia. Sin tales instituciones, las economías particulares -y quizá la economía global enterasufrirán crisis económicas abrumadoras.

Nunca ha existido un sistema de mercado totalmente autorregulado. En las transformaciones económicas de los países industrializados, los gobiernos de esos países tuvieron un papel activo no sólo en la protección de sus industrias mediante la política comercial, sino también en la promoción de nuevas tecnologías. Además, las fallas de los mercados autorregulados, no sólo en lo relativo a sus mecanismos internos sino también a sus consecuencias, son tan considerables que se hace necesaria la intervención gubernamental. Por consiguiente, no existe apoyo intelectual razonable para la proposición de que los mercados, por sí mismos, generan resultados eficientes y equitativos.

2. La resurrección de la idea de los mercados autorregulados

En esta sección, después de examinar el resurgimiento de la idea del mercado libre, se realiza un análisis sobre las reformas económicas, y se discuten algunos aspectos centrales de las experiencias con la doctrina del mercado libre en Reino Unido y en México.7 En el experimento británico se resaltará la transformación del Estado para alcanzar los objetivos del proyecto de libre mercado. En el caso mexicano, se destacarán los cambios políticos, las reformas económicas y el fracaso del experimento.

El proyecto político de un mercado libre global (PPMLG)

Considerando que la mano visible del gobierno no evitaba implementar políticas fiscal y monetaria discrecionales erróneas, resurgió con gran fuerza, a principios de 1970, la creencia de que una economía de mercado es capaz de alcanzar por sí misma la estabilidad macroeconómica (Snowdon and Vane, 2005: 219). Esta idea de mercados autorregulados se materializó en un proyecto político, el PPMLG, que promueve la creación de un sistema mundial de mercados interconectados que automáticamente ajusta la oferta y la demanda en los mercados mediante el mecanismo de los precios. Este proyecto pretende que tanto las economías nacionales como la economía global se organicen mediante mercados autorregulados.

Los impulsores de este proyecto insisten en la integración económica mundial a través del comercio y el flujo de capitales; asimismo propugnan por la aceptación del modelo estadounidense de capitalismo de libre mercado. Se pueden identificar a tres escuelas de pensamiento macroeconómico como los pilares intelectuales y promotores contemporáneos de la doctrina de los mercados libres: el monetarismo, los nuevos clásicos y el ciclo real de negocios.

Además de sus acciones de sustento teórico y promoción de la idea de mercados libres, estas escuelas tenían también como propósito, en las décadas de 1970 a 1980, minar los modelos macroeconómicos keynesianos, tanto como instrumentos teóricos como instrumentos de política macroeconómica. Su objetivo explícito era eliminar la teoría keynesiana y remplazarla con modelos de equilibrio general que pudieran ser convertidos en modelos empíricos para la política económica; intención que no han podido concretizar (Mankiw, 2006).

El monetarismo representado principalmente por Milton Friedman, sostiene como principio fundamental la estabilidad inherente del sistema capitalista. Los mercados tienen un mecanismo de autorregulación que vuelve innecesaria, incluso perjudicial, la intervención estatal en la económía. Consecuentemente, para este enfoque no hay necesidad de una política de estabilización activa (excepto en circunstancias extremas). Ante una perturbación la económía regresará rápidamente a la vecindad del nivel natural del producto y el empleo (Snowdon and Vane, 2005: 24).

Unicamente bajo condiciones muy especiales el monetarismo ortodoxo acepta la intervención de los gobiernos en los mercados. Estrictamente sólo se justifica la intervención gubernamental a través de la política monetaria, bajo condiciones similares a la gran depresión o para controlar la inflación. Friedman y Schwartz (1963) sostuvieron que la inestabilidad económica no se le debería atribuir a los agentes privados, sino más bien, se debía a políticas monetarias ineptas. En esta conclusión se observa el renacimiento de la apología a los mercados y el inicio de la estigmatización del Estado por parte de este enfoque.

Las teorías monetaristas evolucionaron hacia lo que se conoce como la nueva escuela clásica cuyo exponente más destacado es Robert E. Lucas Jr. Los miembros de esta escuela sostienen con más vehemencia que los monetaristas la estabilidad inherente de los mercados, la cual podría ser perturbada por una política monetaria errática, aunque bajo esa circunstancia los mercados regresarían rápidamente a su nivel natural de producto y empleo. En este marco, han propuesto una teoría del ciclo económico basada en los supuestos de información imperfecta, expectativas racionales y equilibrio de mercado (Lucas, 1973 y 1976; Lucas y Sargent, 1979).

En ningún caso aceptan interferencias en los mercados, así sea la política monetaria bajo las circunstancias señaladas por sus antecesores ideológicos. Tan ferrea es su creencia en los mercados libres y la estabilidad de los mercados que no encuentran justificación para las políticas de estabilización, sólo para las políticas que pudieran impulsar el crecimiento de las economías en el largo plazo.

Una tercera escuela de pensamiento que sostiene la doctrina del mercado libre y que la lleva a niveles más extremos está constituida por las teorías del ciclo real de negocios (Kydland and Prescott, 1982 y Long and Plosser, 1983). Al igual que las teorías de Friedman y de Lucas, estas teorías fueron construidas sobre el supuesto de que los precios se ajustan instantáneamente para lograr el equilibrio de mercado -una diferencia radical con la teorización keynesiana que asume rigidez de precios.

Pero a diferencia de sus predecesores, las teorías del ciclo real de los negocios omiten cualquier participación de la política monetaria en las fluctuaciones económicas. Las fluctuaciones económicas son predominantemente causadas por perturbaciones reales (del lado de la oferta) en lugar de perturbaciones monetarias no anticipadas (del lado de la demanda). El énfasis en ese tipo de perturbaciones involucra fluctuaciones aleatorias significativas en la tasa de progreso tecnológico que resultan en cambios en los precios relativos a los cuales los agentes económicos racionales responden óptimamente a través de alterar su oferta de trabajo y su consumo.8

Por otra parte, en Estados Unidos los neoconservadores han identificado el libre mercado con la pretensión de este país de ser el modelo de las naciones modernas; han conseguido apropiarse del credo de que Estados Unidos es un país único, el ejemplo de una civilización universal que todas las sociedades están destinadas a emular. Así, el proyecto de construir un mercado libre global se ha convertido en la misión estadounidense; suplantar la diversidad histórica de las culturas por una única civilización mundial.9

En la actualidad, el alcance mundial del poder empresarial estadounidense y el ideal de una civilización universal se han vuelto indistinguibles en el discurso público estadounidense. Sus clases empresarial y política están actuando a partir de la premisa de que pueden proyectar los valores que persiguen a todo el mundo y sin incurrir en ningún costo. Ellos tienen la ilusión de tener encomendada una misión trascendental.

A lo largo de la historia, los imperios y los colonialistas siempre se han considerado a sí mismos como los proveedores de alguna moral notable, de exquisitos valores espirituales o de grandes principios políticos; considerando el poder de la comunidad financiera internacional, por qué no pensar que sostienen la misma pretensión. También, para alcanzar ese objetivo resucitaron la doctrina de laissez faire en su versión moderna, el PPMLG.

Por lo tanto, para el poder político y empresarial de los Estados Unidos los sistemas económicos y las diversas culturas del mundo se volverán redundantes y se fusionarán en un único libre mercado universal. En particular, suponen que la vida económica de cualquier país puede ser remodelada a imagen y semejanza del libre mercado estadounidense. La ejecución reciente de este proyecto de libre mercado en muchos países confirma ese propósito.

Las reformas económicas

En las últimas décadas, las políticas de Washington han buscado construir un sistema mundial abierto a la penetración económica y el control político por parte de los Estados Unidos de Norteamérica sin tolerar rivales ni amenazas (Chomsky, 2003: 27). Las reformas económicas impuestas a los países con mercados emergentes son parte importante de esa política general estadounidense. Específicamente, las políticas estructurales son la instrumentación o puesta en práctica de los principios del PPMLG.

A continuación, se presentan dos propuestas alternativas de reformas estructurales que coadyuvan a comprender el proceso de implementación de las ideas de la doctrina del mercado libre. La primera propuesta de reformas estructurales podría calificarse como aceptable para todos los países en términos de eficiencia económica, equidad y progreso social. La segunda propuesta, que se fundamenta en PPMLG, se conoce como la política estructural del Consenso de Washington, en la cual la liberalización financiera juega un papel central.

De acuerdo a la primera propuesta, las reformas estructurales pueden definirse como la modificación sustantiva de las instituciones, leyes, normas, reglas, costumbres, que son las que definen en sentido amplio la estructura económica; transformaciones que determinan las acciones de los agentes económicos, sus expectativas y motivaciones al establecer los derechos, incentivos y obligaciones que las encuadran y orientan hacia unos resultados sociales que se consideran deseables (Fernández et al., 2002: 100-101).

Según esta definición, las reformas estructurales no sólo persiguen la eficiencia económica, sino también pretenden alcanzar ciertos resultados de equidad y progreso social, aspecto clave que contrasta con la propuesta del Consenso de Washington.

Un examen somero de los objetivos inmediatos y de largo plazo de una política económica estructural de esta naturaleza permitirá observar que algunos de ellos no coinciden con los objetivos de las reformas estructurales de primera y segunda generación propuestos por el Consenso de Washington.

Entre los objetivos de corto plazo de este tipo de política estructural destacan los siguientes (Fernández et al., 2002: 114-115):

  • a) Impulsar el crecimiento de la producción y el empleo.

  • b) Reducir los costos de los ajustes a los desequilibrios macroeconómicos.

  • c) Contribuir a la reducción del desempleo más directamente.

  • d) Facilitar el correcto funcionamiento de los mercados de bienes y servicios.

  • e) Mejorar la eficacia en la asignación de los recursos productivos.

  • f) Aumentar la eficiencia y dinamismo de la economía.

  • g) Eliminar las barreras comerciales e incrementar la competitividad internacional de las empresas.

  • h) Contribuir a generar condiciones favorables tanto para las empresas como para los consumidores.

  • i) Buscar la equidad y el progreso social.

  • j) Optimizar la distribución de la renta, tanto a nivel personal como territorial, y mejorar el medio ambiente y la calidad de vida de los ciudadanos.

Los objetivos inmediatos de este tipo de reformas estructurales buscan un equilibrio entre la eficiencia económica y el progreso social; indican la importancia de una mayor flexibilización de los mercados, sin menoscabo de la equidad y el bienestar social.

En cuanto a sus objetivos últimos, éstos coinciden parcialmente con los de una política económica estabilizadora, ya que esta política estructural también pretende reducir la inflación, combatir el desempleo y controlar los desequilibrios de la balanza de pagos, además de impulsar el crecimiento de la producción real de la economía. Esta política también se plantea objetivos últimos más cualitativos, como mejorar la distribución de la renta y la riqueza nacionales, mejorar la asignación de los recursos disponibles, aumentar la eficiencia en el uso de éstos con carácter permanente, mejorar la calidad de vida de los individuos, e incluso fomentar la solidaridad y la justicia social y económica.

Por otra parte, Williamson (2003: 10), redactó un documento donde se enumeran diez reformas de política económica que casi todos en Washington consideraban necesario emprender en América Latina a fines de la década de los 1980s.

Estas reformas del consenso de Washington original o reformas estructurales de primera generación fueron las siguientes: liberalización financiera, apertura a la inversión extranjera directa, privatizaciones, desregulación, seguridad para los derechos de propiedad, tipos de cambio unificados y competitivos, liberalización comercial, disciplina fiscal, reorientación del gasto público y reforma fiscal (Navia y Velasco, 2001).

De acuerdo a esta clasificación, las primeras seis reformas están estrechamente relacionadas con los mercados financieros. La sexta y séptima están vinculadas con la apertura comercial de los países con mercados emergentes y las tres últimas con la estabilidad macroeconómica. En ellas, lo que inmediatamente destaca es la ausencia de cualquier política relacionada con el bienestar social, ya que todas están orientadas hacia la liberalización de los mercados y el cumplimiento de los compromisos financieros de los países con mercados emergentes. Esta orientación hacia la liberalización de los mercados está en sintonía con los objetivos del PPMLG.

Posteriormente, la propuesta original evolucionó hacia una iniciativa de reformas estructurales de segunda generación. La nueva propuesta del consenso de Washington ampliado contiene las siguientes medidas: una reforma legal y política; la creación y fortalecimiento de instituciones regulatorias; el combate a la corrupción; la flexibilidad del mercado laboral; el ingreso a la Organización Mundial de Comercio (OMC); el establecimiento de códigos y normas financieras; la apertura prudente y racional de la cuenta de capital; la no implementación de regímenes de tipo de cambio intermedios; la creación de redes de seguridad social y políticas de reducción de la pobreza.

Las primeras cinco reformas están orientadas a consolidar las políticas estructurales previas. La sexta, séptima y octava no son estrictamente reformas, sino sólo cambios que también son necesarios para que funcionen adecuadamente las políticas del consenso original. En particular, ellas tienen el objetivo de moderar la inestabilidad macroeconómica y bancaria producida por la primera oleada de reformas financieras. Finalmente, la novena y décima son una tibia preocupación por los efectos económicos y sociales de las reformas estructurales sobre la población de los países con economías con mercados emergentes.

En suma, se puede observar que sólo en la propuesta de reformas estructurales de segunda generación se contemplaban marginalmente la pobreza y la seguridad social, pero no temas fundamentales como la distribución del ingreso y la riqueza, el medio ambiente y la justicia social y económica. Esto puede explicarse en cuanto el proyecto político de creación de un mercado libre global no tiene como objetivos esos temas.

El experimento de libre mercado en Reino Unido y México

El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio han buscado imponer mercados libres a todos los países. Han aplicado programas políticos específicos cuyo objetivo último es incorporar las distintas economías del mundo en un único mercado sin restricciones.10

En el Reino Unido las políticas de reforma estructural provocaron cambios económicos, políticos, sociales e institucionales significativos. Los impulsores de estas reformas consideraban que para alcanzar sus objetivos era imperativo tomar el poder político. Al ejercer el poder del Estado para imponer las reformas económicas debilitaron las instituciones políticas en aspectos vitales, a tal punto que se puso en riesgo la existencia misma del partido político que las instrumentó, el Partido Conservador. Ésta no fue una singularidad británica, sino la expresión local de una paradoja general.

La centralización del Estado británico fue una parte integral de la construcción del libre mercado. Sólo un Estado centralizado poderoso podía enfrentar a las fuertes instituciones de intermediación, como los sindicatos que mediaban entre los trabajadores y las fuerzas del mercado. La creación de un libre mercado requiere que estas instituciones sociales sean debilitadas o destruidas; deben ser neutralizadas como productoras de intereses particulares que obstaculizan al libre mercado.

Según esta concepción fundamentalista, la función primaria del Estado es proporcionar un marco de reglas y reglamentos dentro del cual los mercados -en particular el del trabajo funcionen de manera autorregulada. En consecuencia, la legislación laboral tenía que modificarse. El modelo contemporáneo que inspiró todos estos cambios fue el mercado de trabajo estadounidense, con sus altos niveles de movilidad, su flexibilidad salarial descendente y los bajos costes para las empresas.

Así, las políticas estructurales inglesas despojaron al Estado de la mayor parte de su influencia en la economía; se dio una transformación fundamental de las funciones del Estado; casi todas las propiedades estatales pasaron al sector privado; se redujo el poder de los sindicatos; se creó un mercado de trabajo más individualista; se ponderó la estabilidad de precios y se abandonó la responsabilidad gubernamental respecto al pleno empleo.

De manera similar al Reino Unido, el impulso inicial del experimento en México fue pragmático. No emanó de su clase política, sino que fue concebido por sus funcionarios públicos. Ante el declive económico, la implementación de un proyecto fundamentalista de mercado no era la única respuesta posible, ni tampoco la más adecuada. Como ocurrió en otros países, la idea de mercados libres, con sus soluciones radicales para los problemas económicos, resultó convincente para las élites económicas y políticas.

El poder económico y político real salió de la esfera del Estado, se dio un proceso de privatización del poder. Se eliminó la capacidad del Estado para optar entre diferentes políticas macroeconómicas. No sólo se abandonaron los objetivos de las políticas públicas anteriores, sino que se eliminaron como posibles opciones. La meta era separar la política neoliberal del control democrático.11

Entre las reformas que se implementaron en los 1980s, la reforma del Estado tenía un sitio sobresaliente, ya que ésta generaba otras evoluciones en la economía y en la sociedad. Para el gobierno mexicano la reforma del Estado fue un elemento básico de su estrategia de modernización y cambio estructural (Rebolledo, 1993: 116): “[...] Los avances en materia económica son, antes que nada, consecuencia del proyecto político más amplio de la reforma del Estado que [...] implica una nueva distribución de responsabilidades y prioridades tanto para éste como para la sociedad”.

En oposición a la explicación gubernamental sobre el propósito de las reformas, se puede plantear que la instrumentación de las primeras reformas estructurales obedecía a la exigencia de reestructurar la deuda externa del país; la cual, a su vez, era fundamental para la viabilidad de las reformas estructurales propuestas por el gobierno mexicano. Es decir, sin la reestructuración de la deuda externa no era posible la modernización de la economía.

Por lo tanto, las reformas estructurales tuvieron como objetivo principal afrontar el problema del endeudamiento. La atención de las necesidades sociales y el enfrentar a un mundo más competitivo, supuestamente los objetivos de las reformas, eran básicamente un artificio retórico. Modernizar y liberalizar la economía para pagar la deuda externa era el objetivo.

Las siguientes declaraciones de algunos funcionarios públicos son muy elocuentes y apoyan lo planteado:

[...] El saneamiento de las finanzas públicas junto con la reforma estructural de la economía, constituyen la condición necesaria para lograr una negociación exitosa de la deuda externa [...] Entre mayores sean los esfuerzos realizados en la reforma estructural, mejores serán los términos y condiciones de las reestructuraciones” (Gurria, 1993: 216-217).

[...] La renegociación [de la deuda externa] del 89/90 validó un espléndido esfuerzo que México emprendió desde 1982-83 y sentó las bases para la revolución macro y microeconómica llevada a cabo por la administración del presidente Salinas (Gurria, 1993: 206).

Por otra parte, los promotores de las reformas estructurales de primera generación requerían de un sistema político fuerte para instrumentar las reformas con prontitud y eficacia. Ellos necesitaban de un control efectivo de los procesos políticos fundamentales para impedir que la sociedad se organizara y presentara una resistencia sólida a los cambios estructurales que implicaran efectos económicos y sociales negativos. En la mayoría de los casos, los impulsores de las reformas contaron con esa clase de sistema político fuerte. Un funcionario gubernamental ilustra fehacientemente la facilidad con la cual los gobiernos de las economías con mercados emergentes instrumentaron las reformas (Ortiz Martínez, 2003: 17).

[...] la mayor parte de las reformas de primera generación requerían en muchos casos tan sólo de la voluntad de la autoridad para su ejecución. Un decreto bastaba para desmantelar las medidas de control de cambios y el control del déficit descansaba en la firmeza del control del gasto público. Además, en muchos casos los gobiernos contaron con un entorno político que les permitió avanzar rápidamente en introducir cambios con consecuencias profundas en el sistema económico [...]

En general, el gobierno mexicano instrumentó las reformas estructurales sin grandes problemas; sólo en algunas ocasiones enfrentó algunos obstáculos marginales. Este fue el caso de la reprivatización bancaria durante el régimen de Salinas. Los argumentos adelantados por su gobierno para reprivatizar los bancos no fueron completamente aceptados por todos los grupos políticos. Por ello, Salinas tuvo que negociar y concertar políticamente (Ortiz Martínez, 1994: 86-88).

Al mismo tiempo, si los promotores de la reestructuración económica de los países con economías emergentes exigían cambios políticos específicos en esos países, estas transformaciones políticas se realizaban. Por ejemplo, los impulsores de las reformas económicas en México requirieron de un sistema político democrático para justificarlas. Para alcanzar ese objetivo necesitaron de una reforma electoral, la cual se diseñó y se puso en práctica. Sin embargo, esta reforma instrumentada por el gobierno de Salinas, fue muy limitada; el control de los procesos electorales siguió bajo el control del poder ejecutivo y de su partido político, el PRI.

En general, las reformas estructurales han operado negativamente sobre los procesos democráticos. Chomsky (2003: 200), indica que la liberalización financiera que inauguró la era neoliberal en la década de 1970 redujo las posibilidades de elección democrática, trasladando las decisiones a manos de un “Senado virtual” de inversores y prestamistas, los cuales realizan referendos continuamente sobre las políticas económicas y financieras tanto de las naciones en vías de desarrollo como en las desarrolladas.

Un claro ejemplo de antidemocracia lo dan los bancos centrales, al carecer de representatividad social estos bancos expresan fielmente las perspectivas y los intereses de la comunidad financiera. Lo mismo es cierto para otras políticas neoliberales: la privatización, por ejemplo, reduce el campo de las opciones democráticas posibles, de forma grave en el caso de la privatización de servicios, que ha dado lugar a una gran oposición popular. Incluso en estrictos términos económicos, los programas de privatización fueron impuestos con muy poca evidencia empírica, si acaso había, o bases teóricas sólidas (Chomsky, 2003: 201).

En ese contexto es importante señalar las precisiones de Joseph Stiglitz en torno al concepto de democracia. Para Stiglitz: (2003: 14) “[...] la democracia en el verdadero sentido de la palabra es algo más que la mera democracia electoral. La verdadera democracia supone la participación en la toma de decisiones del país, y entre las decisiones más importantes están las que repercuten en mayor medida en la vida de la gente: las decisiones económicas [...]”.

En México, la doctrina de libre mercado ha infligido daños sociales y políticos enormes, con pocos beneficios para la economía en su totalidad, si es que éstos han existido. Con este proyecto se acrecentaron las desigualdades económicas y sociales. Asimismo, la corrupción de las instituciones del Estado que ha propiciado ha levantado formidables obstáculos al funcionamiento de la economía y de la democracia. Los efectos de esta doctrina han sido perversos, incluso desde un punto de vista estadounidense. Se supone que el principal interés de Estados Unidos en México es mantener su estabilidad política; sin embargo, las políticas de libre mercado han convertido a México en un país inestable que enfrenta un futuro político incierto.

No puede saberse el destino de este país con el fundamentalismo de mercado. No parece viable un regreso al nacionalismo económico del pasado. En México, quizás más claramente que en cualquier otra parte, las políticas de libre mercado han fracasado de una manera ostensible, pero han dejado pocas opciones positivas a la sociedad que están arrasando.

Las múltiples semejanzas entre los efectos de las políticas de libre mercado en países tan diferentes como Reino Unido y México no son accidentales. En cada uno de esos países el libre mercado, ha enriquecido a una pequeña minoría, ha expoliado a las clases medias, ha aumentado el número de marginados, sin escrúpulos ha usado los poderes del Estado, ha corrompido y deslegitimado a las instituciones estatales, ha dividido a las sociedades y ha establecido los términos dentro de los cuales los partidos y otras organizaciones de la oposición deben operar.

3. La crítica de Keynes a la doctrina del mercado libre

En el presente marco de inestabilidad económica generalizada, la crítica de Keynes a la doctrina del laissez faire es importante porque esta doctrina es la base intelectual de aquellos que dirigen el actual sistema económico internacional. Considerando que Keynes fue un economista neoclásico destacado, su cuestionamiento puede calificarse como una crítica interna, al generarse dentro del pensamiento económico que ha dominado en las economías capitalistas. Sus cuestionamientos no por ello dejan de ser apreciables y relevantes ya que constituyen un punto de partida en la elaboración de una crítica más fundamental a la doctrina del laissez faire, la cual necesariamente tendría que incluir planteamientos más radicales fuera del ámbito de la corriente prevaleciente del pensamiento económico.12

Por otro lado, y al margen de cualquier limitación, la crítica de Keynes menciona que la doctrina del laissez faire fue seguida y defendida consciente o inconscientemente, antes y durante la crisis de 1929, por los principales participantes en la bolsa de valores, por destacados académicos y por los principales funcionarios del gobierno estadounidense, incluyendo a los presidentes Coolidge y Hoover. Esta es una circunstancia importante ya que guarda gran similitud con los apoyos contemporáneos a esta doctrina.

Su análisis de la doctrina del mercado libre

En su obra (El fin del laissez faire, publicada en 1926), Keynes ubica el origen de la doctrina de los mercados libres en los planteamientos filosóficos de algunos pensadores prominentes de los siglos XVII al XIX. En particular, desde fines del siglo XVIII esta doctrina se alimentó de diversas corrientes de pensamiento principalmente de las representadas por John Locke y David Hume, las cuales constituyeron un sólido sustento intelectual para los derechos de propiedad y de libertad del individuo. Libertad para hacer lo que prefiera consigo mismo y con sus propiedades.

Un tema fundamental que discute en su obra es la noción de armonía entre el egoísmo individual y el bien público. La contradicción entre el individualismo de David Hume y el igualitarismo de Jeremy Bentham recibió de los economistas clásicos una supuesta base científica, al suponer que por la acción de las leyes naturales los individuos que persiguen conscientemente sus propios intereses, en condiciones de libertad, tienden siempre a promover al mismo tiempo el interés general.

En conjunto, el individualismo de los filósofos políticos y la armonía entre el interés personal y el interés de la colectividad, supuestamente justificada en términos científicos por los economistas clásicos, apuntalaron la doctrina del laissez faire. Además, la corrupción y la ineptitud de los funcionarios públicos que se dio principalmente en el siglo XIX indujeron la aceptación generalizada de esta doctrina. Keynes (1988: 278-279) lo sintetiza de la siguiente manera:

[...] Los filósofos y economistas nos dijeron que por diversas y profundas razones la empresa privada sin trabas había promovido el mayor bien para todos. ¿Qué otra cosa podría haber agradado más al hombre de negocios? [...] De esta manera, el terreno era fértil para una doctrina según la cual, sobre bases divinas, naturales, o científicas, la acción del Estado debe limitarse estrechamente y la vida económica debe dejarse, sin regular hasta donde pueda ser, a la habilidad y buen sentido de los ciudadanos individuales, movidos por el motivo admirable de intentar su progreso en el mundo.

Actualmente se podría agregar: ¿Qué otra cosa podría haber fascinado más a los intereses creados en los mercados financieros, desde la década de los 70, que la desregulación de los mercados? Sin duda, ninguna otra cosa que no fuera una doctrina que promoviera y justificara a plenitud la búsqueda desenfrenada de los máximos rendimientos.

Puede analizarse con más detenimiento el origen de la doctrina de libre mercado. Keynes (1988: 285) advierte que los principios del laissez faire se han derivado no de los hechos sino de un conjunto de supuestos irreales ofrecidos por los economistas convencionales. Estos asumen que la selección natural sin limitaciones lleva al progreso. Es decir, suponen unas condiciones en las cuales la distribución eficiente de los recursos productivos puede darse por medio de la acción libre de los individuos, a través del método de prueba y error, de tal manera que aquellos individuos que actúen eficientemente expulsarán por la competencia a los ineficientes. Esto implica que se debe ser implacable ante aquellos que invierten su capital de forma errónea. Es un método que permite el ascenso de los que tienen más éxito en la búsqueda del beneficio, a través de una lucha despiadada por la supervivencia, que selecciona al más eficiente mediante el hundimiento del menos eficiente. No cuenta el coste de la lucha, sino solo los beneficios del resultado final, que se supone son permanentes.

Asimismo, estos economistas suponen un estado de cosas en el cual existe la oportunidad para hacer dinero ilimitadamente como producto del máximo esfuerzo. En condiciones de laissez faire aumenta el beneficio del individuo que por habilidad o por suerte, se halla con sus recursos productivos en el lugar correcto y en el momento apropiado. Un sistema que permite al individuo laborioso o privilegiado recoger la totalidad de los frutos de esta coyuntura, ofrece evidentemente un inmenso incentivo para estar en el sitio adecuado y en el momento oportuno. De esta manera, uno de los impulsos humanos más poderosos, es decir, el amor al dinero se empata con la tarea de distribuir los recursos económicos racionalmente (efectuando el cálculo costo-beneficio), para aumentar la riqueza (Keynes, 1988: 286).

Ante esas suposiciones que apuntalan los principios del laissez faire, Keynes adopta una postura radical. Él impugna acremente las anteriores suposiciones, que intentan darle cierta seriedad a la doctrina del laissez faire, y en forma categórica propone su eliminación. Sin embargo, hay que situar la radicalidad de sus planteamientos en la dimensión correcta para evitar una apreciación errónea de su filosofía política, ya que algunos han visto en ella ciertos indicios de socialismo. Por suerte, él mismo disipa cualquier malentendido sobre su pensamiento político al declarar contundentemente que la lucha de clases lo encontraría entre la burguesía ilustrada.

Keynes (1988: 290) propone tajantemente:

“Eliminemos los principios metafísicos o generales sobre los que, de cuando en cuando, se ha fundamentado el laissez faire. No es verdad que los individuos tengan una “libertad natural” sancionada por la costumbre de sus actividades económicas. No existe un “convenio” que confiera derechos perpetuos sobre lo que tienen o sobre lo que adquieren. El mundo no se gobierna desde arriba, de manera que no siempre coinciden el interés privado y el social. No es dirigido aquí abajo de manera que coincidan en la práctica. No es una deducción correcta de los principios de la economía que el interés propio ilustrado produzca siempre el interés público. Ni es verdad que el interés propio sea generalmente ilustrado; más a menudo, los individuos que actúan por separado persiguiendo sus propios fines son demasiado ignorantes o demasiado débiles incluso para alcanzar éstos. La experiencia no demuestra que los individuos, cuando forman una unidad social, son siempre menos clarividentes que cuando actúan por separado.”

Lo primero que destaca en la cita precedente es la calificación de metafísicos que Keynes hace de los principios en que se fundamenta el laissez faire. Estos principios son sólo supuestos que no emanan, en ningún sentido, de un análisis científico de la realidad social. Keynes niega rotundamente supuestas leyes naturales que gobiernan las relaciones sociales y supuestos contratos sociales que justifican la distribución de la riqueza y concilian intereses que conducen a la armonía social. Cuestiona agudamente la supuesta superioridad del individualismo sobre la acción colectiva, y en particular, que el egoísmo individual conduzca a un resultado social positivo.

Por otra parte, hay que considerar un hecho importante que señala Keynes (1988: 288-289): el individualismo y el laissez faire, a pesar de sus profundas raíces en las filosofías políticas y morales de finales del siglo XVIII y principios del XIX, no podían haber asegurado su dominio sobre la dirección de los asuntos públicos, sino hubiera sido por su conformidad con las necesidades y los deseos de los empresarios. Este señalamiento de Keynes ilustra con nitidez la comunión entre esta doctrina y los intereses empresariales y financieros.

Lo anterior tiene cierto paralelismo con lo que sucedió en la economía mundial a partir de 1970. Aunque el dominio del laissez faire sobre los mercados fue más virulento a finales del siglo XX que en 1929, ya que contó con el apoyo irrestricto de los empresarios. En particular, la desregulación de los mercados financieros no hubiera sido posible sin el impulso que le dio la comunidad financiera internacional.

En relación a los mercados financieros, Keynes (1988: 294) se inclinó por la regulación de las operaciones financieras claves y la transparencia de las mismas. Para él, los problemas económicos principales se derivan del riesgo, la incertidumbre y la ignorancia, ya que, los individuos con recursos pueden aprovecharse de la incertidumbre y de la ignorancia. El remedio no estaría al alcance de la acción de los individuos, dado que, incluso pudiera convenir a sus intereses empeorar el riesgo, la incertidumbre y la ignorancia. Keynes pensó que la corrección para estas cosas está en la regulación del dinero y del crédito por medio de una institución central y en la transparencia de la información, si es necesario por ley, de todos los hechos económicos que sean útiles conocer.

Particularizando con el ahorro y la inversión, Keynes (1988: 294) señala que se necesita la acción coordinada para que la comunidad como un todo ahorre, para que estos ahorros vayan al exterior en forma de inversiones extranjeras, y para que se distribuyan los ahorros por los canales más productivos. Enfáticamente, él indica que estos asuntos no tienen que dejarse enteramente al arbitrio de la opinión y de los beneficios privados, como ahora.

Es conveniente reiterar que los cuestionamientos anteriores a la doctrina del laissez faire no implican una crítica al sistema de producción capitalista. Al respecto, Keynes (1988: 295) es muy claro y directo cuando advierte que sus críticas y reflexiones sobre la doctrina de libre mercado han tenido como propósito perfeccionar el funcionamiento del capitalismo moderno por medio de la administración de la acción colectiva o del Estado. No hay nada en ellas seriamente incompatible con la característica esencial del capitalismo, es decir, con la dependencia de un intenso apetito por hacer dinero y por los instintos de amor al dinero de los individuos como principal estímulo de la máquina económica.

Keynes (1988: 293) marca puntualmente los límites de la acción del Estado en la economía. La agenda más importante del Estado no se refiere a aquellas actividades que los individuos privados ya están desarrollando, sino a aquellas funciones que caen fuera de la esfera del individuo, aquellas decisiones que nadie toma si el Estado no lo hace. Lo importante para el gobierno no es hacer cosas que ya están haciendo los individuos, y hacerlas un poco mejor o un poco peor, sino hacer aquellas cosas que en la actualidad no se hacen en absoluto.

Para Keynes (1988: 296), en muchos sentidos el sistema capitalista es extremadamente cuestionable, pero no sustituible. Si el capitalismo es dirigido con sensatez puede probablemente hacerse más eficiente para alcanzar objetivos económicos que cualquier otro sistema alternativo. En su opinión, el problema es construir un sistema económico que sea lo más eficiente posible sin contrariar la idea de bienestar social.

Es importante advertir que el cuestionamiento al sistema capitalista podría agudizarse bajo una economía global de laissez faire, por las implicaciones negativas para la sociedad mundial. Se podría generar una reacción social explícita y general en contra de fundamentar la sociedad en condiciones que suscitan, fomentan y protegen la maximización de las ganancias; ya que los individuos no aceptarían ser las víctimas de las fuerzas del mercado, aparentemente impersonales, que ellos no pusieron en acción.

Algunos aspectos de su filosofía política

Keynes (1988: 301) creía en el libre comercio porque pensaba que, en general y a largo plazo, era la única política económica técnicamente sana e intelectualmente coherente. Pero sin ambigüedades declara que no creía en la filosofía política que acompañaba a la doctrina del libre comercio.

Keynes no aceptaba el libre mercado de forma incondicional. El no creía en el libre mercado en toda circunstancia y en cualquier momento, y en su teoría general lo dice sin reservas (Keynes, 2003: 357).

Bajo el sistema de laissez-faire nacional y el patrón oro internacional, que era la ortodoxia en la segunda mitad del siglo XIX, no había instrumento de política económica que pudiera utilizar el gobierno para atemperar la miseria económica en el interior, excepto el de la competencia por los mercados. Esta ortodoxia rechazaba cualquier medida que pudiera utilizarse para enfrentar la desocupación crónica o la subocupación intermitente, excepto las que servían para mejorar la balanza comercial. De esta manera, el comercio internacional era un recurso de última instancia para mantener la ocupación en el interior, impulsando las exportaciones y restringiendo las importaciones, lo que de tener éxito, simplemente desplazaría el problema de la desocupación hacia el país con menos recursos para la competencia. En consecuencia, el libre intercambio de bienes y servicios distaba de ser un intercambio mutuamente ventajoso para los participantes.

Por lo que respecta a la filosofía política de la doctrina del laissez faire, Keynes es implacable con su crítica. Es despiadado con el instrumento político de esa doctrina, el partido conservador, ya que enfatiza en la incapacidad de ese partido para adecuar el sistema capitalista a los cambios de las circunstancias locales e internacionales. Es severo con los líderes de esa doctrina por su limitación intelectual para derivar respuestas a los problemas que enfrenta el sistema capitalista y es exacto en cuanto a identificar el origen de esa ineptitud, el principio hereditario.

En sus propias palabras (Keynes, 1988: 301-302), el partido conservador debería ocuparse de desarrollar una versión del capitalismo individualista adaptada al progresivo cambio de circunstancia. La dificultad estriba en que los líderes capitalistas son incapaces de distinguir las nuevas medidas para salvaguardar el capitalismo de lo que ellos llaman bolchevismo. Si el capitalismo obsoleto fuese intelectualmente capaz de defenderse a sí mismo, no sería desalojado en muchas generaciones. Pero afortunadamente para muchos esto es poco probable.

El origen del declive intelectual del capitalismo individualista está en el principio hereditario. El principio hereditario en la transmisión de la riqueza y el control de los negocios es la razón por la que el liderazgo de la causa capitalista es débil y estúpido. Está demasiado dominado por hombres de la tercera generación. Nada producirá la decadencia de una institución social con más certeza que su adhesión al principio hereditario (Keynes, 1988: 302).

Sus planteamientos mueven a la reflexión. Keynes (1988) asienta que el liderazgo capitalista era débil y estúpido. Si esa era su reacción ante la transmisión del control de las empresas, su crítica sería mucho más severa con respecto a la actual transferencia de riqueza financiera, que no involucra dirigir negocios sino sólo invertir, lo heredado, en los mercados financieros.

Después de la primera guerra mundial, los poseedores reales de riqueza tenían principalmente derechos, no sobre activos reales, sino sobre activos financieros; en la actualidad se tiene la misma circunstancia, pero más extendida. Esto implica que las ganancias de los poseedores de riqueza se derivan principalmente de las transacciones financieras y no de las actividades productivas. Keynes dijo en su polémica entre el ahorro y el gasto en inversión: no es el avaro el que se hace rico, sino el que invierte su dinero en inversiones fructíferas. Sin embargo, hoy por hoy, el que se hace rico no es el que hace inversiones fructíferas, sino el que invierte especulativamente en activos financieros, entre más sofisticados mejor. Llanamente, se están utilizando improductivamente las riquezas heredadas que fueron producidas colectivamente.

Para Keynes (1988), la doctrina del laissez faire ya no era aplicable en los 30. No creyó que fuera errónea en las condiciones en que surgió, pero dejó de ser la correcta en las condiciones de su momento (Keynes, 1988: 303). Bajo esas circunstancias: ¿Cuáles son las alternativas que Keynes contempló?

Si el laissez faire dejó de ser relevante y sus propuestas para el funcionamiento adecuado del sistema capitalista son erróneas, entonces: ¿es imperativa la regulación de las fuerzas del mercado (o de las fuerzas de la oferta y la demanda)? ¿Deben fijarse los salarios por las fuerzas de la oferta y la demanda, de acuerdo con las teorías ortodoxas del laissez faire, o deberíamos empezar a limitar la libertad de las fuerzas del mercado, por referencia a lo que es “justo” y “razonable”, teniendo en cuenta todas las circunstancias? (Keynes, 1988: 305).

A esos cuestionamientos ofrece una propuesta: debemos encontrar nuevas políticas y nuevos instrumentos para adaptar y controlar el funcionamiento de las fuerzas económicas, de modo que no interfieran de un modo intolerable en las ideas actuales sobre lo que es conveniente y adecuado para los intereses de la estabilidad social y de la justicia social (Keynes, 1988: 308).

Keynes advierte (1988: 307) de las dificultades para enterrar el laissez faire. La transición de la anarquía económica a un régimen que deliberadamente apunta a controlar y dirigir las fuerzas económicas en interés de la justicia social y de la estabilidad social, presentará enormes dificultades tanto técnicas como políticas. No obstante, sugiere que el verdadero destino del nuevo liberalismo es buscar su solución.

Sin lugar a duda, esas dificultades son descomunales en la actualidad por el mayor poder que ahora tienen los promotores y beneficiarios de la moderna versión de la doctrina del laissez faire; así como por la extensión y profundidad del sistema financiero internacional. Las grandes empresas siempre han apoyado las propuestas que permiten la maximización de las ganancias; y, es por ello que apoyan con toda su poder la doctrina de la desregulación de los mercados porque les ha ofrecido las mejores condiciones para alcanzar ese objetivo.

En la época de Keynes, los hechos sugerían que los banqueros del mundo se habían empeñado en suicidarse. En ninguna fase del proceso habían tenido ganas de adoptar un remedio suficientemente drástico. Se dejó que las cosas fuesen tan lejos que se hizo extraordinariamente difícil encontrar una manera de salir (Keynes, 1988: 164). Algo relativamente diferente sucede hoy en día. Los principales participantes en el mercado financiero mundial no tienen necesidad, y por ende, ningún empeño para suicidarse, ya que tienen el poder político para impulsar, diseñar e instrumentar su propio rescate y recuperación. Pero también ocurre algo relativamente similar. No obstante que las cosas están llegando demasiado lejos y hay incertidumbre en relación a la efectividad de la recuperación y en el resultado final, ellos no aceptarán cualquier cambio o reforma sustantiva que pueda afectar sus intereses, lo que puede traducirse en un gran problema para encontrar una salida de la crisis mundial que sea adecuada para todos.

Reflexiones finales

Para Keynes, la teoría económica es un método más que una doctrina, resaltaba él, pero debemos reiterar que como doctrina conlleva una ideología que tiene el propósito de apoyar y justificar los intereses específicos del poder económico y político, y que en numerosas ocasiones y diversas circunstancias, su función metodológica se ve rebasada por los intereses creados.

Los argumentos presentados en la presente investigación permiten corroborar esa idea: el monetarismo, la nueva escuela clásica y la teoría del ciclo real de negocios tienen una relación interactiva con los intereses creados del PPMLG que, promueven y apoyan la explicación de éstas escuelas sobre el funcionamiento de la economía, las cuáles, a su vez, a través de una pretendida naturaleza científica de su análisis justifican las decisiones y acciones de los intereses creados en los mercados. Al objetar la supuesta naturaleza científica del keynesianismo y su efectividad para resolver los problemas macroeconómicos centrales, estos enfoques cuestionan la rectoría económica del Estado y la estructura de regulación del mercado mundial (un trabajo intelectual y doctrinario muy preciado principalmente por la comunidad financiera internacional).

El PPMLG está enfrentando retos económicos, políticos y sociales serios a consecuencia de la crisis económica global. Además, al llevarse el proyecto a un estadio más avanzado, los peligros para la sociedad mundial son mayores e impredecibles, y consecuentemente, las resistencias también lo son. Los retos y resistencias al fundamentalismo de mercado son importantes, pero su principal promotor, Estados Unidos, tiene el poder suficiente para vetar cualquier reforma del laissez faire global. Mientras este país continúe comprometido con este proyecto vetará cualquier reforma. Mientras su política siga basándose en la ideología del laissez faire, no habrá posibilidad de reformar la economía mundial.13

Keynes advirtió de las dificultades para enterrar el laissez faire. Dificultades que son descomunales en la actualidad por el poder que ahora tienen los promotores y beneficiarios de la moderna versión de esta doctrina; así como por la extensión y profundidad del sistema financiero internacional. La liberalización financiera ha sido el elemento central para sostener la viabilidad de un mercado libre global, ya que ha anulado o aminorado las resistencias que anteriormente había encontrado el proyecto en el siglo XIX.

No obstante la fuerte oposición social que enfrenta, se puede sostener que el proyecto de implantar mercados libres en todo el mundo parece destinado a persistir en el futuro previsible. El libre mercado anglosajón seguirá siendo el modelo de las reformas económicas en todas partes. Por lo tanto, en ausencia de una alternativa política viable, la idea de que la economía mundial debe organizarse como un mercado libre único y universal continuará siendo la prevaleciente, sobre todo sí los grupos de interés que promovieron este proyecto mantienen bajo su control los mercados financieros y la economía mundial.14

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Notes

[1] Una definición clara y directa de lo que es un sistema de libre mercado la ofrece Basu (2011: 36): “(...) el sistema de libre mercado es como una mano invisible que puede coordinar discretamente el comportamiento de una multitud de individuos interesados sólo en la maximización de su propio beneficio, con el fin de lograr la eficiencia y un resultado socialmente óptimo.”

[2] Las últimas protestas multitudinarias se han dado en Hamburgo, Alemania, en el marco de la cumbre del G20, donde los organismos multilaterales (OMC, FMI y BM) llaman a garantizar la libertad de flujos de capital y a vigorizar el libre comercio (La Jornada, 2017).

[3] Definimos el concepto de doctrina como el conjunto de enseñanzas que se basa en un sistema de creencias. Se trata de los principios existentes sobre una materia determinada, por lo general con pretensión de validez universal.

[4] Éste y otros planteamientos teóricos de la presente sección se encuentran en la obra de Polanyi (2003).

[5] Polanyi (2003) con el término “arraigo” expresa la idea de que la economía no es autónoma.

[6] Fred Block escribe la introducción al libro de Polanyi (2003).

[7] Algunos planteamientos generales y específicos (la experiencia de Reino Unido) de esta sección se encuentran en la obra de Grey (2000).

[8] Véase Snowdon (2005: 26).

[9] Vargas Llosa (2012) también plantea la víspera de una nueva civilización mundial, la civilización del espectáculo.

[10] En Estados Unidos la doctrina del libre mercado también se aplicó ampliamente. Las políticas concretas de esta doctrina determinaron significativamente sus crisis financieras y económicas recientes.

[11] No obstante la evidencia histórica, el ex-presidente Carlos Salinas de Gortari afirmó enfáticamente que en el periodo de 1982 a 1988 lo que se instrumentó en México fueron políticas de ajuste estructural convencionales y que bajo su gobierno (1988-1994) lo que imperó fue un programa de liberalismo social, que no tiene relación alguna con el neoliberalismo (Salinas de Gortari, 2008).

[12] Como podrían ser los planteamientos de Karl Polanyi (2003), John Gray (2000), Kaushik Basu (2011), y Fred Block and Margaret Somers (2016).

[13] La administración de Donald Trump plantea reducir muchas de las normas regulatorias de los mercados financieros adoptadas después de la crisis financiera global (El País, 2017a).

[14] Paul Samuelson señaló que el capitalismo libertario del Laissez-faire que predicaban Milton Friedman y Friedrich Hayek, al que se permitió desarrollarse sin regulación, es la fuente primaria de nuestros problemas actuales. Agrega, hoy esos personajes están muertos, pero sus legados envenenados perduran (El País, 2017b).



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