Introducción
“El político debe tener: amor apasionado por su causa; ética de su responsabilidad; mesura en sus actuaciones”
Max Weber
La ética y la legitimidad son dos elementos que desde el punto de vista filosófico e histórico han de entenderse como un proceso de continuo replanteamiento, en la medida que el espacio de lo público frente a lo privado se ha ido construyendo, primero en la sociedad clásica y, posteriormente, en la institucionalización del poder en la idea del Estado.
El poder, entendido como la capacidad de influir sobre el comportamiento individual y colectivo, requiere de legitimidad para ser aceptado, tanto por los gobernantes como por los gobernados. La legitimidad se construye de valores y argumentos por los cuales se acepta, valida y ejerce el poder. Esta legitimidad para el ejercicio, aceptación y obediencia se ha basado en la construcción de una ética en el espacio público.
El presente artículo realiza un análisis de la legitimidad y la ética pública desde dos aristas: la primera, de tipo filosófico y, la segunda, de tipo histórico. Ambas aristas tendrán como hilo conductor la creación, valoración y acotación de los espacios público y privado, respectivamente. Lo anterior tiene por objetivo comprender el contexto actual en que se ha considerado una crisis de legitimidad del Estado y la necesidad de un replanteamiento de valores éticos.
Uno de los valores de la ética pública que permanentemente le ha dado la legitimidad al Estado para ser obedecido sin necesidad de ejercer la fuerza con violencia, sino en la convicción, ha sido el principio del servicio e interés general. En un contexto de crisis contemporánea de tal legitimidad, la respuesta ha sido la reconfiguración del espacio de lo público mediante la incursión de la sociedad civil organizada, con una denominación de “ciudadanos” (distinta de la que se acuñó en la era de los clásicos), y se ha optado por “ciudadanizar” los procesos públicos como una forma de legitimarlos.
Este análisis filosófico e histórico nos obliga, finalmente, a hacer una reflexión: ¿es suficiente esta ciudadanización para dar respuesta a la crisis de legitimidad y valores? ¿Cómo recuperar la confianza del ciudadano hacia el político y el servidor público en general? La respuesta estaría en la ética pública.
1. La construcción de lo público y su ética
La frontera de lo público y lo privado ha debido ir acompañada a lo largo de la historia humana de una argumentación y un andamiaje de valores, denominado “legitimidad”, entendida ésta como el conjunto de fundamentos por medio de los cuales se ejerce el poder. La construcción de estos dos ámbitos, sus límites y su prevalencia del uno sobre el otro, se basa en un discurso que se impone, por la fuerza o por el convencimiento, hacia los gobernados, quienes acatan, aceptan y reproducen la validez de tales argumentos basados en valores.
Desde el punto de vista de la filosofía política y de los procesos históricos, podemos considerar cómo la construcción de lo público y lo privado ha ido en constante cambio de mecanismos y de argumentos, que finalmente construyen la ética de lo público y la ética de lo privado.1
Atendiendo al sentido etimológico, ética proviene del griego ethos, que significa costumbre, hábito, y en latín la palabra costumbre se designa con el término mos, moris, que se traduce como moral. Etimológicamente moral y ética son lo mismo, y manifiestan el modo de ser del hombre por medio del cual éste conoce, juzga y actúa justa o injustamente, según el conjunto de valores aceptados en esa sociedad para vivir en armonía conforme a principios que les permita vivir satisfactoriamente en convivencia (Naessens, 2010: 2113-2114).
En nuestra primera línea de análisis, la filosófica, podemos identificar la génesis de esta distinción de lo público y lo privado con los griegos, donde ética y política son uno mismo. Ellos no diferenciaban entre sociedad y política, lo político incluía lo social: retomando a Aristóteles, el hombre es un “Zoom Politikon” (ζooν πoλίτικoν),2 siendo que éste sólo se realiza con plenitud en la polis; infiriendo que el que está fuera de ella es un “Idion” (ἰδιώτης).
Es decir, por “naturaleza” el hombre es un hombre social, un ser que necesita de los otros de su especie para sobrevivir. Por tanto, la política era el vivir colectivo, el vivir social y el lugar para adoptar decisiones. De hecho, la sociedad no es el resultado de un conjunto de individuos que antes vivían independientes unos de otros y decidieron reunirse en sociedad: ésta ya es en sí misma su estado natural.
En la polis griega, la política se entiende sólo en situaciones de total independencia y soberanía, en la que los ciudadanos tienen obligaciones con otros (esclavos, mujeres, extranjeros) y pueden entregarse a la libertad de lo político, es decir a relacionarse con otros ciudadanos iguales, sin coacción, violencia ni dominio. Por tanto, la política está unida a la ética ciudadana, al servicio público y a la doctrina de la vida buena y justa.
Por ello, lo privado era considerado como inferior a lo público, porque el hombre no político era un Idion (ἰδιώτης),3 es decir, un ser incompleto, porque cuando el individuo busca formar parte del todo, lo particular pierde fuerza para cedérsela al grupo, que da sentido completo a la unidad política que es la polis.
En la Grecia antigua se oponía el Koinón, es decir lo común, al Oikos, que es privado. El espacio político suponía una comunidad de intercambio entre iguales, ligados por una cosa en común. Por lo tanto, “la república era la garantía de la futilidad de la vida individual, y el republicanismo era la ‘ley del mejor argumento” (Antaki, 2004: 94).
Animal político no es sinónimo de animal social y, por lo tanto, de ciudadano. Aristóteles delimita que no se es ciudadano por el mero hecho de vivir en la polis, sino aquellos que participan en las funciones judiciales y de gobierno, y que por tanto tienen el privilegio de ser politeia, es decir, por la aportación al bien de la comunidad.4De aquí se construye la argumentación y la justificación de la construcción del concepto de “ciudadanos” que son los que tienen los derechos políticos que el resto de la sociedad como mujeres, extranjeros y esclavos carecen. Se crea como valor la “lealtad política” a la ciudad, porque es un vínculo que ata y obliga al ciudadano a su ciudad lo que le da legitimidad al sistema.
Con los romanos, las polis griegas pasan a constituirse en las Civitas, pasando de una concepción filosófica a una jurídica. Así, la ciudadanía se justifica y legitima por la fuerza y el imperio de la ley. Es decir, donde los griegos decían polites, los romanos decían civis, en donde ésta se configura como una civitas societas que implicaba una iuris societas (Sartori, 2003: 204).
Aquí inicia un cambio en el que se empieza a disociar la ética con la política. Mientras que en la Grecia clásica la política no era percibida como una idea de poder sino de servicio público, la política romana le agrega un componente jurídico-político, y más tarde en la baja Edad Media se le agregan los valores religiosos. Es por ello que con Maquiavelo en el Renacimiento, con su obra El Príncipe, a la política se le agrega lisa y llanamente el valor intrínseco del poder (Sartori, 2003: 209).
Incluso, erróneamente se ha ligado el término legitimidad a la legalidad, cuando la política se liga a lo jurídico, se limita lo jurídico a lo legal, en una degeneración legalista positivista, así como formal; y se le elimina lo filosófico, esto es, sus valores éticos. De hecho, se le define como el reconocimiento de los gobernados a sus gobernantes, quienes son los verdaderos titulares del poder y los que tienen derecho a ejercerlo: a crear y aplicar normas jurídicas, disponiendo del monopolio de la fuerza, de acuerdo con esas normas, sobre la población (López Hernández, 2009: 156).
La concepción moderna empieza con Maquiavelo y se sofistica con Hobbes en adelante. En primer lugar, la política abandona su conexión con la ética; en segundo lugar, la política se orienta como saber técnico para la correcta organización del Estado y su gobierno; en tercer lugar, la política se entiende como la posibilidad de construir un campo de conocimientos ciertos o infalibles sobre la esencia de las leyes y las convenciones sociales (Jiménez, 2012: 5).
Posteriormente, las revoluciones liberales del siglo XVII, las raíces del capitalismo y la industrialización de algunas sociedades reconsideraron esta división de lo público y lo privado, poniendo en el centro del pensamiento filosófico al individuo por encima del conjunto, dando origen al pensamiento humanista. Se empezaron a experimentar cambios radicales en los que prevalece la afirmación del individualismo. A partir de este enfoque, la distinción entre lo público y lo privado se encuentra en la teoría del contrato social, posibilitando la constitución de la democracia burguesa, la aparición del individuo libre-ciudadano en quien descansa la soberanía de la nación y del Estado moderno. Se construye la sociedad civil, como la suma de los individuos-ciudadanos. Público y privado son las esferas en que se divide la sociedad humana.
La visión legalista del ejercicio del poder ha prevalecido desde entonces, soslayando la parte moral y ética:
Hay que tener presente que los discursos jurídicos, cualquiera sea su modo de vinculación al derecho vigente, no pueden moverse en un universo cerrado de reglas jurídicas unívocamente fijadas. Esto es, algo que se sigue de la propia estructuración del derecho moderno en reglas y principios. Muchos de estos principios son de naturaleza jurídica y simultáneamente de naturaleza moral, como fácilmente puede verse en el caso del derecho constitucional. Los principios morales del derecho natural racional se han convertido en los Estados constitucionales modernos en derecho positivo. Por eso las vías de fundamentación institucionalizadas mediante procedimientos jurídicos, cuando se las mira desde la perspectiva de una lógica de la argumentación, permanecen abiertas a discursos morales (Habermas, 2005: 545).
Finalmente, la ética pública subyace en el ejercicio del poder y de la convivencia entre lo público y lo privado.
2. Ética pública y su legitimidad en la construcción del Estado
Si bien la definición clásica de la polis y la civitas se dio en el contexto de Grecia y la Roma antiguas, es indispensable entender que fueron la excepción, y no la regla, dentro del contexto mundial del desarrollo de las sociedades y la construcción de lo público y lo privado.
La definición de lo público es entendido como el espacio que fue ocupando el Estado, entendiéndose a éste como:
[...] aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia (Weber, 1984: 83-84).
Cuando el espacio de lo público pasa de un concepto filosófico a uno de poder, es que se crea la idea del Estado, como una “estructura estable, leyes, organizaciones, y limitar las modalidades de resistencia de los ciudadanos. Se trata de extender las redes del poder a través del campo social y de interiorizar, en el corazón de los gobernados, sus obligaciones” (Antaki, 2004, 79). El Estado es visto como la posibilidad de salir de la barbarie a un espacio social más organizado, en el que se puede huir de la violencia, para incorporarse a una de tipo legítimo. Es decir, una en la que no necesariamente se aplica una fuerza sancionadora, sino en la que media la obligación, la persuación o el consenso.
Desde nuestra segunda línea de análisis, la histórica, hemos caracterizado cuatro grandes etapas considerando los argumentos de legitimidad y ética pública diseñados en la construcción de dicho Estado.
a) Estado patrimonial: la legitimidad del padre, el soberano y los súbditos. Se basa en el principio del patrimonio (el páter familias5) y la soberanía. Respecto del primero, el poder estatal era ejercido como el padre, por lo que el patrimonio estatal se basa en las tierras y las personas son tuteladas por el soberano. Respecto de la segunda, la legitimidad del poder soberano radica en el derecho divino de los reyes, en donde el gobernante es designado por Dios, o es dios mismo. La legitimidad y la ética prevaleciente se fundamenta en la supremacía de la religión para la conducción de los valores sociales.6
El espacio de lo privado es casi inexistente, ya que la tutela del gobernante o del páter, es quien determina los valores y principios. El tutelado incluso es considerado súbdito (y no ciudadano), porque acata las órdenes por obligación, y no por consenso; carece de voluntad propia e incluso es considerado como parte del patrimonio o propiedad del gobernante.
b) Estado liberal y gendarme: de súbditos a ciudadanos mediante la transmutación del depositario de la soberanía. Con el ascenso de una nueva clase social derivado de la reforma religiosa y del Renacimiento, que plantean una nueva ética protestante7 y una visión del mundo más humanista. Esta nueva clase social, primero denominados burgueses (por habitar en los burgos) y luego los capitalistas, plantean la necesidad de la libertad, entendida por el lado económico en el libre juego de las fuerzas de mercado y cuyas facultades se reducen a mantener el orden público, la seguridad interna y la defensa del exterior. En la parte política, se establece la necesidad de libertad de pensamiento, ya que ahora la soberanía, entendida como el máximo poder a ejercerse en una jurisdicción, recae en los individuos y no en el gobernante.
El espacio público se concibe ahora como aquel en el que coinciden los individuos, que en su soberanía pueden hacer todo aquello que les parezca y convenga, pero cuya libertad puede llegar a afectar la del otro. De ahí que para la sana convivencia en este espacio de concurrencia se requiere la realización de un contrato social, en el que los individuos de manera libre y conciente ceden a un tercero, el Estado, el poder de gobernar y con ello establecer las reglas de la convivencia de los individuos.
Lo importante es que en el espacio de lo privado los individuos siguen teniendo la supremacía de su poder y el ejercicio de sus libertades, del cual el Estado se convierte en garante y gendarme.
c) Estado de derecho: la homologación de la legitimidad con la legalidad. Es una versión formalizada del Estado liberal, en el que se promueve un mayor desarrollo de las instituciones políticas y jurídicas, y busca ante todo acto del Estado el principio de la legalidad. Es decir, la legitimidad se basa en la legalidad, y los valores de convivencia social y política deberán estar en la Constitución y las leyes.
Hay una diferenciación entre el derecho público y el derecho privado. Mientras que el derecho privado mantiene como principio ético que el individuo puede realizar todo aquello que no le esté prohibido; en el caso del derecho público, el Estado y sus órganos públicos, vía las autoridades que recibieron un poder de parte de los gobernados, sólo pueden realizar lo que la legislación indique.
Estas facultades se ejercen a través de leyes imperativas y a través del principio de legalidad. Se da una división de poderes del Estado, como resultado del constitucionalismo, con base en la premisa de distintas funciones públicas (legislativo, ejecutivo y judicial).
Es aquí donde se identifican a la función pública como la actividad esencial y mínima del Estado contemporáneo, fundada en la idea de soberanía, que conlleva el ejercicio de potestad, de imperio, de autoridad, de donde proviene su indelegabilidad, cuya realización atiende al interés público (Fernández Ruiz, 2000: 37). A partir de esta etapa el funcionario público es el encargado de materializar tales funciones mediante los principios de derecho público señalados anteriormente, deberán acotar su actuar legítimo en apego estricto a la legalidad de sus actos.
d) Estado interventor de justicia social y responsabilidad pública: la legitimidad de la prevalencia de lo social y el servicio público. Hacia el inicio del siglo XX la función pública del Estado debió reconfigurarse, debido a las desigualdades sociales y económicas que el mercantilismo, la revolución industrial y el imperialismo capitalista empezaron a generar. Los temas de justicia social empiezan a incorporarse en la agenda pública como un elemento de prioridad política. En las constituciones nacionales se le empiezan a otorgar mayores facultades al Estado para proteger el interés público sobre el individuo, por lo cual se constituye en un Estado interventor.
El Estado acumula a sus facultades básicas, otras más de corte interventor: a las facultades de mando, policía y coacción, se adicionan las de otorgar la prestación de servicios públicos y la gestión en asuntos sociales, asistenciales y económicos. Con la crisis del capitalismo de inicios del siglo XX, también se le otorgan al Estado mayores facultades de regular las actividades económicas de los particulares.
El nuevo enfoque de legitimidad, además de la legalidad, tiene que ver con el servicio público, por el que el Estado y sus instituciones valida la intervención en el espacio de lo que antes se consideraba privado. El régimen de servicio público implica toda actividad destinada a satisfacer una necesidad de carácter general, cuyo cumplimiento debe estar en todo momento asegurado, regulado y controlado por el Estado, con un régimen jurídico que asegure el beneficio indiscriminado de toda persona. Estos servicios deben cumplir con los requisitos de generalidad, uniformidad, regularidad, continuidad y, en algunos casos, de gratuidad. (Fernández Ruiz, 1995: 162-163). La denominación del personal responsable de hacer cumplir este nuevo enfoque legítimo de la actuación del Estado frente a la sociedad cambia de funcionario a servidor público.8
Sin embargo, este Estado interventor y benefactor, empieza a generar una crisis, que exigirá un replanteamiento en sus mecanismos de actuación hacia el ámbito privado y de la sociedad misma, así como los argumentos de su legitimidad y un reposicionamiento de la ética pública.
Lo que se empieza a observar es una dicotomía, contrario a lo que existió en la era clásica: lo privado está en contra de lo público, e incluso es mejor el primero que lo segundo; lo ciudadano excluye al político, siendo aquél en una escala de valores mejor que éste.
3. Crisis y trasmutación de los valores éticos: privado versus público, ciudadano versus político
El Estado interventor en el espacio de lo privado, tanto en los aspectos económicos mediante su rectoría, como en los espacios sociales mediante su gestión y asistencialismo, fue gestando los valores que justificaron su actuación bajo la premisa del servicio público y el bien común. Sin embargo, a partir de la década de los ochenta del siglo XX, se marcó la crisis del Estado interventor o de bienestar, que venía gestándose un par de décadas anteriores, llevando al replanteamiento de las estructuras de poder, y de las fronteras entre la esfera de lo público y de lo privado, y de lo político y lo ciudadano en una doble acepción, en lo económico y en lo político, respecto de los valores prevalecientes que otorgaran legitimidad, y se conforma un nuevo andamiaje ético.
a) El andamiaje de valores en la esfera económica: lo privado es mejor que lo público
La rectoría del Estado se basaba fundamentalmente en políticas proteccionistas de los sectores productivos nacionales. Ante las crisis económicas de los setenta y ochenta del siglo XX, muchos grupos de interés privados empujaron a la apertura de fronteras, y al inicio de los procesos de globalización, específicamente a través de la celebración de tratados comerciales bilaterales o multilaterales, en el que el concepto de soberanía de los Estados se ve superado por los intereses y condiciones comerciales de “las partes” para el comercio y la inversión trasnacional.
En este nuevo marco, el Estado empieza a constituirse en una categoría jurídica y comercial dentro del ámbito privado, en donde el capital y sus intereses predominan, y se empieza a menoscabar el derecho público que regula al Estado respecto de los conceptos de servicio público, rectoría económica e interés general.
Es así, que sobre todo en la década de los noventa, hay una contracción del Estado, no sólo en su tamaño (derivado de la corriente que pregonó “el redimensionamiento del Estado”, mediante las privatizaciones y las reingenierías administrativas), sino en las funciones y atribuciones estatales, mediante el replanteamiento de las áreas estratégicas y priroitarias del desarrollo. Ante ello, el antes omnipresente Estado empezó a acotarse a ciertos sectores, que no eran del interés de los particulares y los inversionistas.
A mitad de los noventa del siglo XX, hay una pérdida de control de las funciones de autoridad del Estado sobre muchos temas, sobre todo en el de rectoría económica, y que empieza a compartirse con los particulares, o en el caso de los otrora servicios públicos, se hace con otras “autoridades no estatales”. Existe un desplazamiento de la autoridad del Estado hacia los mercados, en donde ejercen un área privilegiada de poder las corporaciones transnacionales, las grandes empresas de consultoría y las organizaciones internacionales no gubernamentales de ayuda económica (Strange, 2001: 25).
En este nuevo contexto, en materia económica los patrones de legitimidad a finales del siglo XX y principios del siglo XXI se basan en el cuestionamiento de que algunas de las responsabilidades básicas del Estado en una economía de mercado, y que no están siendo asumidas convenientemente por nadie. De hecho, la mengua de la autoridad de los gobiernos nacionales ha dejado un enorme vacío de autoridad, que podría llamarse desgobernación (Strange, 2001: 33-35).
Por tanto, los nuevos valores éticos centrales, en un contexto de globalización económica, son la competitividad y la eficiencia, pasando de un enfoque del servicio público al de gerencia y management públicos. Esto implica un replanteamiento de un modelo estatal de enfoque social a uno mercantilista, de servicio público a la de maximización del valor.
El enfoque del public management tiene como origen en el pensamiento económico neoclásico, así como en un enfoque antiburocrático. Aunque se denomina management la noción no alude al “manejo”, sino la noción de la empresa mercantil; y auque ostenta el vocablo “público” nada lo vincula con esa palabra, pues sus propósitos y resultados se encaminan a la privatización del Estado.
El nuevo public management consiste en un movimiento de reforma del sector público basado en el mercado como modelo de relación política y administrativa, el manejo de la calidad total y la economía de costos de transacción. Sus fundamentos son económicos y por consiguiente, sus declaraciones doctrinarias están basadas en la empresa privada y la noción de mercado, por lo tanto, constituye una visión privada de lo público, y orienta al gobierno hacia el consumidor, no hacia el ciudadano; orienta el espíritu empresarial en el gobierno, así como el desarrollo de los principios de competencia en la provisión de bienes y servicios públicos.
La estrategia de la impostación de este modelo desde la década de 1990 ha ido en dos sentidos: la exoprivatización y la endoprivatización. Respecto de la primera, ha consistido en un proceso paulatino por el que la administración pública transfiere la producción de bienes y servicios a la empresa privada. Por su parte, la endoprivatización ha consistido en la sustitución de la gestión de los asuntos públicos por la idea, la metodología y la técnica del espíritu empresarial privado, siendo así que el management público se convierte en el objeto de la transacción mercantil. La competencia es su instrumento central, ya que se opera en una economía conducida por las fuerzas invisibles del mercado (Guerrero, 2004: 9-52).
Este modelo se antepone con el marco constitucional, no contempla jerarquías, no contempla poderes del Estado, resta la fuerza política al gobierno, no se contemplan los acuerdos, diálogos con fuerzas políticas. En lo que corresponde a la ciudadanía, al ser asimilada a la categoría de cliente, se anteponen las necesidades mercantiles a las libertades y los derechos cívicos.9
Esta estructura de valores éticos del management en el área de lo económico, ha dejado en el pensamiento colectivo lo que se ha denominado los mitos sobre el Estado (Kliksberg, 2012: 34-41) basados en las premisas: a) se puede prescindir del Estado; b) hay una ineficiencia congénita del Estado; c) la culpa es del Estado de bienestar, y d) el enemigo son los funcionarios.
Estos mitos han dejado su huella en los aspectos sociales y políticos que analizaremos en el siguiente apartado.
b) El andamiaje de valores en la esfera social: lo ciudadano es mejor que lo político
Por el lado de la política, la legitimidad en esta etapa del capitalismo tiene que ver ya no con su concepción clásica, sino con la selección de líderes que garanticen a las nuevas élites detentar el poder, bajo el manto de lo que ahora se considera “democracia” (Habermas, 1973: 54). Esta democracia, en la que se basa la renovación de las instituciones, termina por no representar ni proteger los intereses de todos. Y aunque jurídica y políticamente todos los individuos son iguales, como consecuencia del sistema económico y de los mecanismos de las instituciones “representativas” existe una desigualdad material de hecho (Offe, 1988: 7-24).
Es en estas dos últimas décadas del siglo XX que se consuma lo que se ha denominado “la crisis de legitimidad de Estado”, donde la búsqueda de votos para asegurar la permanencia de las élites en los puestos claves para la toma de decisiones que garantice sus intereses, y que en el discurso abogan por el interés general y el servicio público, termina alejando al ciudadano elector de las autoridades electas.
El Estado, que legitima su actuación en el bienestar general, empieza a ser criticado por desatender los derechos, tales como el acceso a la educación, el empleo, la alimentación, la salud, el medio ambiente limpio y la equidad de género (Kliksberg, 2012: 16-33). Adicionalmente, cada vez es más visible el tema de la corrupción de esta clase política, que alcanza niveles de escándalo y de poca credibilidad de la ciudadanía hacia sus gobernantes, por lo que la ética pública requiere de plantear mecanismos de transparencia, fiscalización y anticorrupción en búsqueda de incorporar nuevos valores y definiciones de justicia y democracia.
La falta de legitimidad del discurso y del hacer de la clase política, que argumentando el bien y servicio público, va abriendo espacios a nuevos valores, modos de acción y actores que se empiezan a mover del espacio de lo privado al espacio de lo público. Por ello empiezan a darse los movimientos sociales, sobre todo de la clase media, que rompen con el pacto corporativo que suponía el Estado de bienestar, y que no se adoptan como de derecha o de izquierda, sino que se van configurando en torno a un problema específico, como movimiento feminista, ecologista, pacifismo, entre diversas demandas no atendidas (Offe, 1992: 227).
Es así, que el espacio de lo público se concibe en dos vertientes: el espacio estatal propiamente, representado por instituciones formales, jurídicamente legitimadas, cuyos actos son materializados por una clase política, ya sea la burocracia y los partidos políticos, y que genéricamente se denominan “políticos”; y, la sociedad civil organizada, que inician su inserción a través de movimientos sociales no políticos, llamándose a sí mismos los “ciudadanos”. Es decir, lo público admite los ámbitos de lo político y lo social.
Estos nuevos movimientos sociales se componen de personas con elevado nivel de educación, relativa seguridad económica y empleo. Esta crisis de legitimidad del Estado, evidenciada y atacada por los nuevos grupos emergentes del ámbito privado, ahora denominados movimientos de la sociedad civil organizada, presionan para que los nuevos valores que devuelvan la legitimidad al sistema, como una nueva ética pública, y se incorporen al sistema normativo (Offe, 1990: 62).
De aquí surge un andamiaje de valores, en los que lo “ciudadano” se asume como lo transparente, honesto, solidario, entre otros, y termina por entenderse como lo que verdaderamente representa el interés general. En cambio, lo “político” ha terminado entendiéndose como lo faccioso, corrupto, negligente, opaco, entre muchos epítetos, para entenderse genéricamente como lo que representa su interés de grupo o de partido político.
A fin de dar salidas a esta crisis de legitimidad de las instituciones y el no cumplimiento de lo que era su ética pública de servicio público y de atender el interés general, que ahora se lo arrogan los grupos “ciudadanos”, se han realizado algunos esfuerzos por regresar a la legitimidad a las estructuras gubernamentales, con la inclusión de grupos ciudadanos.
Un primer intento ha consistido en la incorporación de esta sociedad civil, especializada en los temas específicos o de mérito académico, en un cuerpo institucionalizado y formalizado constitucionalmente, en donde el término “autonomía” le dota de legitimidad: así surgen los organismos constitucionales autónomos.
Las razones por las que surgen estos órganos son múltiples: enfrentar los defectos perniciosos de la partidocracia, especialización técnico-administrativa, cumplimiento de funciones que no deben estar sujetas a la coyuntura política pero que son parte de las atribuciones naturales del Estado y, en el caso de la materia electoral, la necesidad de contar con garantías de imparcialidad en los procesos electorales. Se construyeron como órganos técnicos que dejan de lado los intereses partidistas o coyunturales y cuyo supremo valor es atender a la sociedad civil.
La aparición de los órganos constitucionales autónomos deriva de la falta de órganos que vigilaran los excesos de los partidos políticos y de los grupos de interés nacionales e internacionales. No obstante la propaganda a sus bondades, mucho se ha cuestionado a los órganos constitucionales autónomos debido a su carácter técnico y la relativa ausencia de legitimidad democrática, pero en su defensa se argumenta que lo anterior se cumple mediante mecanismos que salvaguardan principios del Estado constitucional democrático, como la transparencia al interior de los órganos y la discusión pública de las decisiones que los órganos colegiados realizan, así como el mecanismo de selección de los titulares, mediante procesos de selección presidenciales o parlamentarios que presumen responder a los intereses de la mayoría. Pero precisamente éste ha terminado siendo su mayor crítica de falta de legitimidad.
Un ejemplo es el caso mexicano, con una creciente incorporación de organismos constitucionales autónomos para legitimar áreas de gobierno como la electoral, de control monetario, de manejo de las bases de datos e información y la vigilancia de los derechos humanos. Estos organismos no se encuentran adscritos propiamente a ninguno de los tres poderes, pues desarrollan una función distinta a las tradicionalmente realizadas por el Estado clásico, esto es las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, y se han creado insertándose en distintos artículos constitucionales, sin tener un espacio propio ni una definición per sé de su conformación y justificación como principio doctrinal.10
De hecho, la configuración del Estado mexicano se ha modificado drásticamente en los últimos años, habiéndose creado tales organismos cada vez con mayor recurrencia, como lo podemos advertir en las fechas de creación de dichos organismos: Comisión Nacional de Derechos Humanos (28 de enero de 1992); Banco de México (20 de agosto de 1993); Instituto Nacional de Estadística y Geografía (7 de abril de 2006); Instituto Nacional de Evaluación Educativa (26 de febrero de 2013); Instituto Federal de Telecomunicaciones (11 de junio de 2013); Comisión Federal de Competencia Económica (11 de junio de 2013); Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (7 de febrero de 2014); Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (10 de febrero de 2014); Fiscalía General de la República (10 de febrero de 2014); Instituto Nacional Electoral, antes IFE, (10 de febrero de 2014).
Un segundo intento de legitimar los nuevos valores establecidos en la nueva estructura de la ética pública tales como el interés público, respeto, garantía a los derechos humanos, igualdad y no discriminación; equidad de género, integridad, transparencia y rendición de cuentas,11 se ha realizado mediante la intervención de grupos de la sociedad civil organizada, a través de instituciones académicas y de investigación, denominadas también think thanks12 (o tanques de pensamiento) que originalmente tuvieron su origen en la Segunda Guerra Mundial como agencias gubernamentales que investigaban sobre cuestiones bélicas y de políticas públicas. Actualmente se han constituido como centros de investigación que intentan servir de puente entre la comunidad académica y la administración pública. y se han convertido en los mediadores del mercado de las ideas políticas. También se les conoce como “fábrica de ideas” que influyen en la opinión pública, y buscan influir en las las propuestas, decisiones y nombramientos de responsables en los sistemas institucionales gubernamentales, que con la opinión o injerencia de tales ciudadanos, buscan darle una legitimidad de horadez, eficacia e imparcialidad. De hecho, los miembros de estos tanques de pensamiento se constituyen en actores muy activos en la crítica y monitoreo de la actuación pública, pero también son los candidatos que constantemente se proponen para formar parte de los organismos constitucionales , siendo una de sus ventajas competitivas con cualquier otro ciudadano interesado en participar en los procesos de selección, precisamente formar parte de estos tanques de pensamiento.
Llegamos, pues, a un modelo de legitimidad en donde el Estado es acotado por sus ciudadanos; el espacio de lo público acotado por el espacio de lo privado; y el gobierno vigilado por sus ciudadanos.
a) La conformación del Sistema Nacional Anticorrupción en México: la pugna por un modelo de ciudadanización de los procesos públicos
El Sistema Nacional Anticorrupción es un interesante ejemplo de esta nueva forma le legitimidad y de plantear en la agenda una ética como respuesta a la crisis que señalamos anteriormente.
Uno de estos temas que más se ha impuesto en la agenda de la recuperación de la ética pública es el combate a la corrupción, vista ésta desde el enfoque patrimonial, es decir, del uso de los recursos presupuestales públicos para beneficio personal de los “servidores públicos”.
Un primer intento de atacar institucionalmente el tema de la corrupción, fue una iniciativa presentada al Senado de México el 15 de noviembre de 2012, por medio de la bancada del PRI, unas semanas antes de que Enrique Peña Nieto asumiera el cargo de Presidente de manera oficial. Desde ese momento, se planteó que la Comisión Nacional Anticorrupción sustituiría a la Secretaría de la Función Pública, y funcionaría bajo la figura de organismo autónomo, con facultades para prevenir, investigar y sancionar actos de corrupción en materia administrativa cometidos por servidores públicos, así como por particulares, ya sean personas físicas o morales, así como atraer casos de corrupción de instancias de gobierno estatal y municipal.
La Comisión debería impulsar, de forma prioritaria, acciones y programas de carácter preventivo, en especial de aquellos destinados a promover la ética y la honestidad en el servicio público, así como formular recomendaciones, ya sean particulares o de carácter general, para la mejora de los procedimientos administrativos y prevenir la corrupción.
Una de las cuestiones que empezaron a cuestionar la legitimidad de esta Comisión es su mecanismo de nombramiento y ratificación, ya que se preveía que su titular fuera propuesta de los Grupos Parlamentarios, con el voto de las dos terceras partes de los miembros presentes, pero en nombramiento podría ser objetado por el Presidente de la República.13
Este modelo fue “congelado” en el Poder Legislativo, dado su cuestionamiento y pugnas de los grupos parlamentarios, representantes de los intereses de los partidos políticos, siendo un tema tan sensible la corrupción, en los que son juez y parte.
Además, y pese a que la Secretaría de la Función Pública seguía en funciones en tanto se aprobaba la Comisión Nacional Anticorrupción, el descrédito y desconfianza de estos modelos institucionales fue mayor ante la sociedad, sobre todo en el contexto del escándalo de la “casa blanca” de Peña Nieto y su esposa en 2014, y los resultados de la investigación presentados en 2015, concluyendo llanamente que no había “conflicto de interés”.14 Y aquí es donde el ingrediente de la “ciudadanización” empezó a tomar auge en el replanteamiento de un modelo de combate a la corrupción.
En abril de 2015, previo a las elecciones legislativas de ese año, a iniciativa del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) y Transparencia Mexicana, dos instituciones de la “sociedad civil organizada”, que a su vez se les califica como think thanks (arriba señalados), diseñan la Declaración 3de3, que es un portal en Internet creado con la intención de ser una plataforma que le permitiera a los electores filtrar sus decisiones sobre los políticos que buscan su voto. En esta página, los candidatos podrían subir su declaración patrimonial o su compromiso de hacerla pública si ganan la elección, su declaración de intereses y su comprobante de pago de impuestos.
Ambas instituciones no son autoridad ni personas de derecho público, que puedan obligar a los “políticos” a hacer estas 3 declaraciones, pero utilizaron los medios de comunicación para forzarlos, incidiendo en la opinión pública bajo la premisa de que el que se negara a hacerlo estaba en la opacidad y, por tanto, susceptible de ser corrupto. En la página invitaron a la ciudadanía a que “Si tu candidato o candidata no se ha subido a la iniciativa, les puedes enviar un tweet para exigirles que a cambio de tu voto, les pides que entreguen su tres de tres”.15
Incluso, esta página ha tenido más valor e impacto en la opinión pública, que la ya institucionalizada declaración patrimonial que por ley todo servidor público debe presentar al inicio, término de y de manera anual ante la Secretaría de la Función Pública, ya que la idea no es sólo conocer la situación patrimonial del servidor público, sino la manera en la que el ejercicio de sus atribuciones pudiera llegar a beneficiar, de manera directa o indirecta, a familiares, socios, asociaciones o demás personas físicas o morales con las que tenga contacto, y que eventualmente pudiera generar conflicto de interés, siendo éste el tema de ilegitimidad que se está buscando atacar, y no sólo el enriquecimiento ilícito.
Esta plataforma terminó convirtiéndose en el antecedente de gran parte de lo que se incorporó en la Ley General de Responsabilidades Administrativas, pero que de manera publicitaria se denominó Ley 3 de 3, para obtener la atención y la adhesión de ciudadanos, y que la firmaran como una iniciativa ciudadana, enfocada al registro de estas 3 declaraciones sólo para los “políticos” y no para los particulares relacionados con actos de corrupción, quienes son también sujetos de la mencionada Ley de Responsabilidades Administrativas, derivadas de la reforma al Título Cuarto Constitucional, que textualmente se denomina “De las Responsabilidades de los Servidores Públicos, Particulares Vinculados con Faltas Administrativas Graves o Hechos de Corrupción, y Patrimonial del Estado”.
Con esta presión “ciudadana” y de los medios de comunicación, es que se define un Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), que consta de la expedición y reforma de nueve leyes. Para garantizar el combate de la corrupción en la conformación de un SNA, con base en su propia ley, se conformará un Comité Coordinador; el Consejo de Participación Ciudadana, el Comité Rector del Sistema Nacional de Fiscalización, los Sistemas Locales Anticorrupción y una Secretaría Ejecutiva del SNA, cambiando significativamente el modelo inicial de una Comisión Nacional Anticorrupción como organismo constitucional autónomo.
Lo significativo es que el Comité Coordinador del SNA16 siempre será presidido rotativamente por los miembros del Comité de Participación Ciudadana, y a su vez presidirá el órgano de gobierno de la Secretaría Ejecutiva del SNA. Así pues, el corazón mismo de este SNA es el Comité de Participación Ciudadana, que con la inclusión de ciudadanos expertos legitima este andamiaje institucional y burocrático creado para el combate a la corrupción.
Lo que nos ocupa en este análisis, es el proceso que se ha seguido para la inclusión de tales ciudadanos, como una legitimidad del actuar en la esfera de lo público. Para la creación del SNA se presionó para que en el Senado de la República17(cámara de origen de las reformas legales para la creación del Sistema), realizara foros con base en el formato de Parlamento Abierto a fin de cumplir con valores reposicionados en la ética pública: la transparencia y la rendición de cuentas.18
Para legitimar los nombramientos de los “ciudadanos” componentes del Comité de Participación Ciudadana la Ley del SNA estableció que se formaría una Comisión de Selección, en el que no podrían participar los “políticos”.19Las instituciones que se posicionaron a título de representantes de los ciudadanos y como instituciones académicas o de la sociedad civil involucradas con el tema de la transparencia y anticorrupción, son las mismas que han ido ganando espacios en los organismos ciudadanos.20
Esta Comisión de Selección, por efectos de la Ley misma, podrían discrecionalmente definir la metodología, plazos y criterios de selección de los integrantes del Comité de Participación Ciudadana, con la única limitante que debieran hacerlos públicos. Es decir, los criterios se basaron en la confianza y la credibilidad al ciudadano sobre las regulaciones, en contra de las que de manera formal e institucionalizada tradicionalmente hacían los “políticos” (en este caso, los legisladores).
Actualmente el proceso aún no termina para realizar todos los nombramientos de los miembros del SNA, pero destaca el hecho de que, a pesar de que no está contemplado en la Ley, estos grupos ciudadanos están presionando para crear comités de “acompañamiento” en los nombramientos de servidores públicos a ocupar cargos públicos, y que constitucionalmente y por Ley le están encomendados al poder Legislativo.
Recientemente estas mismas organizaciones han solicitado incorporarse en los mecanismos de nombramiento del Fiscal Anticorrupción (a la fecha pendiente) y exigen acelerar el proceso. Esto es significativo en el contexto de que, para otros nombramientos, como ejemplo de los consejeros electorales, que es facultad de la Cámara de Diputados, se hayan nombrado académicos (en su cualidad de representantes de la sociedad civil), o en el caso del INEGI y Coneval, que se constituyeron como organismos constitucionales autónomos para dar legitimidad a su actuación transparente e imparcial, ha debido conformar un Grupo Técnico ampliado, compuesto por organizaciones académicas y de investigación, que valide sus resultados.
Con estos ejemplos, podemos identificar que el nuevo principio de la legitimidad implica que el Estado es acotado por sus ciudadanos ante la desconfianza de imparcialidad; el espacio de lo público acotado por el espacio de lo privado; y el gobierno vigilado por sus ciudadanos.
b) Una visión alternativa de la legitimidad en el Estado contemporáneo
Ante la visión que descalifica al Estado y sus servidores públicos, hay una corriente de pensadores que cuestionan la visión cortoplacista que avala los mitos antes analizados, y plantean una revisión filosófica e histórica nos permita entender que el Estado no sólo es una manifestación del poder de las naciones y los pueblos sino más bien es la encarnación por excelencia de su identidad, por lo que el Estado sigue siendo la mejor manera de proteger los intereses del pueblo (Guénaire, 2013: 379-384). Esta tendencia que está considerando el regreso del Estado como una opción a la crisis del modelo privatizador de los servicios públicos, basados en la competencia y en la consideración de clientes o consumidores a los ciudadanos, en los que el Estado es un mero regulador y no el garante y rector, no ha dado los frutos esperados. El denominado Estado regulador está resultando un gran desengaño. Se plantea, entonces, un futuro con mucho más Estado y no con menos, un futuro donde el Estado ocupa una posición central en la economía complementada por el mercado y por la nueva economía colaborativa (Ramió, 2017).
Tanto en la gestión de los asuntos públicos, como los de una comunidad, una empresa o una familia, la calidad de la relación entre los hombres será determinada por aquellos que permiten dar a conocer su comportamiento de cara a la sociedad. El retorno del Estado es el retorno de los hombres (Guénaire, 2013: 378).
Hoy en día estamos en una encrucijada en donde la ética pública deberá reposicionarse para dar legitimidad a los actos del Estado y sus servidores públicos. Si bien se han dado pasos en los que la ciudadanización de los procesos ha buscado transparentar, publicitar y validar sus actos como de interés público y bienestar general, también existe la otra lectura: el político-servidor público no es digno de confianza, aquella confianza que se validó y legitimó por efectos de un contrato social. El neoliberalismo, con sus visiones de mercado y de ciudadanización de los procesos políticos, tampoco ha dado respuesta plena a la resolución de los problemas públicos y sociales de fondo y, contrariamente, la desigualdad, la injusticia y la corrupción en el ámbito público y privado han ido en franco ascenso y profundización hacia las primeras décadas del siglo XXI, lo que cuestiona profundamente los principios de legitimidad para el ejercicio del poder del Estado contemporáneo.
Reflexiones finales: hacia un replanteamiento de la legitimidad y la ética pública
Esta revisión histórica y filosófica de la legitimidad como la expresión de una ética pública cambiante, pero a la vez permanente, obliga a plantearse reflexiones y desafíos: ¿Cómo reposicionar al servidor público para ser digno de la confianza del ciudadano?; ¿es la vigilancia del ciudadano a través de los mecanismos de transparencia congruente con la visión gobernante-gobernado?; ¿es la exigencia del ciudadano a través del principio de la rendición de cuentas congruente con la visión de los actos de autoridad?; ¿es la influencia, ideas y recomendaciones de los expertos de la sociedad civil organizada o los tanques de pensamiento lo que garantizan la imparcialidad, honestidad e independencia de los actos institucionales?
Estos y muchos cuestionamientos, en el contexto del espacio de lo público, nos abre como desafío la búsqueda de mecanismos que empaten lo social y lo político. El punto medular ha sido la desconfianza, la falta de credibilidad y la posición maniquea de los “políticos” y los ciudadanos”. La definición y una mayor influencia de los valores de la ética pública, no sólo aplicada para los servidores públicos, sino a la sociedad en lo general, sería la respuesta mediata a este escenario.
Si bien la legitimidad ha estado ligada con la legalidad, no puede omitirse el hecho que el marco jurídico está fincado en valores morales, que han conformado una ética pública. Coincidimos totalmente con Carl Schmitt, cuando señala que el liberalismo ha vaciado a la política, haciendo de ésta un frío cálculo legalista, y perdiendo toda convicción, toda pasión o voluntad de vida, cayendo en un procedimentalismo formalista.
El mejor remedio a la crisis intelectual y moral que atraviesa el mundo moderno, de lo que se le ha llamado “la amnesia neoliberal” de la política, consiste en la restauración de la confianza que los pueblos deben tener en la autenticidad y la disponibilidad de aquellos que asumen las responsabilidades de conducir las acciones del Estado.
El replanteamiento de la legitimidad debe consistir en quitarle su juridicidad y reconsiderar su valor filosófico y ético. Los valores no sólo deben encontrar su referente en la ley para ser acatados, sino deben ser interiorizados en una convicción, sin la necesidad de la coacción. La validez ética debe ser más importante que la validez jurídica.
El planteamiento de un Estado inteligente deberá considerar la incorporación de la empresa privada en aspectos de responsabilidad social, y a su vez que el Estado asuma un papel de potencializador de la población mediante las políticas de responsabilidad social; es decir, que la ética vuelva a dirigir la economía y la política. Lo que se requiere es una visión solidaria y ya no individualista, que siempre estuvo presente en las filosofías y ética de los pueblos, ya sea en sus religiones o en sus comportamientos comunitarios.
El rescate de la visión ética de la política conlleva una revalorización de su visión clásica, en donde ésta deja de ser un simple medio para ejercer el poder político y pasa a transformarse en un fin en sí mismo: la política como realización humana.
Una ética pública debe permitir empatar lo social y lo político. Mecanismos como escuelas de ética o campañas de medios masivos de comunicación dirigidos a los ahora denominados políticos y ciudadanos, serían apenas el principio para replantear una nueva ética que nos lleve a la legitimidad del servicio público.
Por el lado de los ciudadanos, cuando un valor se interioriza y se convierte en una convicción, se hacen innecesarios los instrumentos de coerción social e institucional como la seguridad, la vigilancia y el control. Por el lado de los servidores públicos, el ejercicio de la política contemporánea, deberá despojarse de sus excesos, la vanidad y la corrupción que actualmente caracteriza a muchos de ellos, e incorporarse una formación ética clásica, en el que lo social es antes que lo individual, y que es indispensable para la solución de los problemas de corrupción, medioambientales, de derechos humanos, de violencia en todos sus aspectos.
Las civilizaciones mueren no por aspectos económicos o las guerras mismas: mueren por crisis de ética. Cuando hay un odio sistemático entre los miembros de la sociedad y desconfianza en sus instituciones, se rompe el respeto y la confianza comunes. Retomar a ese animal político aristotélico en toda su dimensión, física, emocional y espiritual es el desafío para salir de la actual crisis de legitimidad: se requiere más concertación, más poesía, más ética en el pensamiento y más moral, como en las enseñanzas de la Polis y de la Civitas clásicas.