Hasta donde la evidencia antropológica alcanza a discernir, los seres humanos evolucionamos en el seno de grupos relativamente pequeños, separados unos de otros por una cantidad apreciable de territorio, y en una constante tensión por alcanzar nuevos recursos que iban quedando cada vez más lejos del lugar de origen. Es decir, la especie humana es una de migrantes obligados, que probablemente salió de África más de una vez y fue colonizando cada rincón de la Tierra, al inicio sin encontrar otros humanos, y gradualmente generando una competencia con quienes ya estaban total o parcialmente instalados en un territorio (Cavalli-Sforza y Cavalli-Sforza, 1995), especialmente después de la emergencia de la agricultura (Diamod, 2013). Con el tiempo, a ello se agregó el desplazamiento forzado por guerras, conquistas, hambrunas y por la huida de enfermedades, así que, desde sus orígenes, los grupos humanos han tendido a migrar y buscar mejores condiciones de vida enfrentando a otros grupos, lo que, andando el tiempo, generó una dinámica socioeconómica, biopolítica y psicosocial muy compleja.
Es importante recalcar que la migración no es un fenómeno nuevo, exclusivo de la modernidad. No existen -excepto en África y los territorios históricamente despoblados- “pueblos originarios”, pues cada cultura usualmente se sobrepuso a otra, razón por la cual no se sostiene una política de tipo nativista (restricción de derechos a los no nacidos en el territorio). Este proceso de alguna manera ha dejado huella en las mentalidades, la afectividad y las prácticas de las sociedades humanas, sea en el sentido de dar refugio a los extranjeros o de cuidarse del ajeno, el diferente, el que va de paso, constituyendo un conjunto de actitudes más o menos ambiguas, pero sujetas a la coyuntura e intereses políticos de un grupo particular. Prácticamente no hay una religión, un conjunto de normas históricas o leyes formales, folclor o historias familiares, que no tengan una posición y un discurso respecto de migrar, de los migrantes y del fenómeno de la migración en su conjunto. Sin embargo, el incremento en las poblaciones resultado de la modernidad, el mayor acceso a medios de traslado, el desarrollo de las comunicaciones electrónicas y el conocimiento de la situación de lugares prometedores para establecerse, así como del incremento brutal en las presiones económicas, políticas, sociales -y cada vez más, medioambientales- que obligan al traslado, han hecho que en las últimas décadas del siglo XX, el fenómeno de la migración bajo condiciones contrarias al bienestar humano y en cantidades cada vez mayores y más complejas, sea característico de este momento de la historia.
Parte de ese fenómeno es el choque que se produce en los grupos previamente establecidos en un territorio, con aquellos que arriban, derivando en comportamientos nocivos para estos últimos. La pregunta es, ¿qué es lo que motiva el trato desigual, el maltrato y la exclusión que unos grupos sociales ejercen sobre otros?, ¿qué elementos fundamentan la sensación de superioridad que muestran unos grupos (los habitantes de un cierto lugar) sobre los otros (los recién llegados)?
El objetivo de este trabajo es analizar los resultados de la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2010, así como los reportados en la Encuesta Nacional de Migración 2015, en relación con la percepción general que se tiene acerca de la población migrante, y discutir las teorías del conflicto intergrupal y de la identidad social, para tratar de comprender la forma como se expresan los prejuicios y los estereotipos que derivan en disposiciones discriminatorias hacia los migrantes en México.
Para ello, vale demarcar el presente estudio respecto de otras áreas importantes de intersección entre psicología social y migración, como son aquellas que se enfocan a estudiar al migrante y su adaptación personal, grupal, comunitaria o su aculturación a la sociedad receptora (Berry, 1997; 2003). Por el contrario, en este trabajo el sujeto de análisis es precisamente dicha sociedad y los grupos previa y hegemónicamente establecidos en ella, y pretende en todo caso conocer, a partir de examinar la construcción identitaria que tiene de sí misma, qué relación desarrolla con quien arriba al lugar o transita por él hacia otra región. Asimismo, reconocemos el gran valor de la literatura sobre los factores psicosociales (sumados a los económicos, políticos y socioculturales) que originan la emigración, intencionada o forzada, pero, aunque utilizamos algunos de sus referentes para enriquecer nuestro análisis, de nuevo el interés está puesto en la población de los lugares que reciben a las y los migrantes. Finalmente, el nivel de explicación que elegimos para este análisis no es el de los factores individuales, como el autoritarismo u otros rasgos de personalidad, el rechazo a la ambigüedad y la disonancia del racismo moderno, entre otras variables ya estudiadas, sino aquel propio de entender que la identidad es construida siempre en relación con otros, que son el propio grupo o categoría cognitiva de referencia, y que son también los otros, el exogrupo, los que fungen como parámetro de diferenciación y comparación (Tajfel y Turner, 1986). A explicar esa tradición teórica dedicaremos un apartado posterior, pero primero profundicemos el fenómeno migratorio reciente en nuestro país.
Tendencias e imágenes de la inmigración en México
Se define a la migración como el desplazamiento de individuos o grupos de un lugar a otro, generalmente, por causas sociales, políticas o económicas, es decir, que las personas abandonan su lugar de residencia para establecerse en otro país o región (Real Academia Española, 2017; Farlex, 2017). De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2017) de México, la migración es “el cambio de residencia de una o más personas de manera temporal o definitiva, generalmente con la intención de mejorar su situación económica, así como su desarrollo personal y familiar”. El citado INEGI retoma las definiciones internacionales sobre los tres tipos de migración: la municipal, la interna o estatal, y la externa o internacional; asimismo, distingue entre emigrantes (quienes dejan un municipio, un estado o un país para irse a vivir a otro lugar) e inmigrantes (aquellas personas que han llegado y se han establecido en un nuevo municipio, estado o país).
Según los registros con los que se cuenta en nuestro país, la población migrante en México ha tenido diferentes orígenes en distintas épocas: a principios del siglo XX, eran principalmente chinos, japoneses, hindúes e indo-británicos, judíos, polacos y este-europeos, personas de origen africano sub-sahariano, libaneses, armenios, y palestinos. A partir de 1937, llegaron al país familias completas de exiliados españoles que huían de la Guerra Civil que se libraba en su país de origen, apoyados por el gobierno mexicano; en la década de los 50, emigrados guatemaltecos solicitaron refugio en México después del golpe de estado de Jacobo Arbenz; en la década de los años setenta, las personas que arribaron provenían principalmente de la parte sur del continente americano, pues venían escapando de las dictaduras de países como Chile, Argentina, Uruguay y Perú entre otros; en los años ochenta, hubo otra oleada de guatemaltecos que vinieron a México como consecuencia de la violencia que se vivía en su nación (Caicedo y Morales Mena, 2015; Corona y Tuirán, 2001, y Castillo, 2001).
En conjunto, estas comunidades han dejado su impronta en la historia del país y constituyen posiblemente el paradigma o representación más conocida del inmigrante, plasmada en películas, telenovelas y programas cómicos de televisión, novelas, dichos, y otras expresiones culturales. Fueron y son, en el imaginario colectivo, el “migrante clásico” en México.
La recepción de estas personas por parte de las autoridades, sin embargo, no siempre fue tan abierta y el apoyo hacia ellas tan incondicional como podría creerse. Desde las primeras leyes que regularon la inmigración en México, se establecieron criterios estrictos de selección tales como: que fueran personas sanas, que mostraran un buen comportamiento, y que se asimilaran con facilidad a la población mexicana. Por tanto, en buena medida, dichas leyes estaban fundadas en principios racistas y discriminatorios; además, quizás únicamente en el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas (1934-1940) hubo esfuerzos del gobierno para reducir las actitudes negativas de la población nativa hacia los recién llegados. Asimismo, en algún momento, las consideraciones para recibir a los migrantes se orientaron hacia la aportación que éstos hacían al desarrollo social y económico del país (Caicedo y Morales Mena, 2015).
Actualmente, ¿qué tan grande es la población de inmigrantes en México, y qué cantidad constituyen las y los migrantes en el mundo? La proporción de personas nacidas en el extranjero y asentadas en México registradas en el año 2010 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) fue de aproximadamente 0.9%, más del doble de las que había en 1950 (INEGI, 2010 en Caicedo y Morales Mena, 2015). En el mundo, según datos del Consejo Nacional de Población y la Fundación BBVA Bancomer (2017), publicados en el Anuario de Migración y Remesas México 2017, las personas migrantes constituyen el 3.3% de la población del planeta. Según el mismo documento, en 2015, en México había 19 787 423 personas en condición de migrantes internos; en el mismo año, de casi un millón de migrantes internacionales, 739 168 habían nacido en Estados Unidos (78.6% con padre o madre originarios de México), y 267 895 eran nacidos en otros países, principalmente Guatemala, España, Colombia, Venezuela y Argentina. De manera complementaria, el reporte consigna que más del 90% de las personas repatriadas por autoridades migratorias mexicanas son centroamericanos. Los emigrantes mexicanos, por otra parte, fueron 719 242 entre 2009 y 2014, provenientes principalmente de los estados de Michoacán, Guerrero, Guanajuato, Jalisco y Puebla, y tenían como lugares de llegada, en Estados Unidos, los estados de California, Texas, Illinois, Carolina del Norte y Nueva York, entre los más importantes.
Así, se observa que la mayor parte de esta población es de origen estadounidense (sobre todo jóvenes), seguidos por europeos (de edad mayor) principalmente españoles y, por otro lado, están los guatemaltecos, colombianos, argentinos, cubanos y venezolanos que han arribado en últimas fechas. Además, no podemos perder de vista la notoriedad que ha ganado en estos años el flujo tan importante de migrantes centroamericanos que cruzan nuestro país para llegar a Estados Unidos, de entre los cuales, una proporción se establece en territorio mexicano y se integra a la población y a la vida productiva del país ante la imposibilidad de alcanzar su meta.
Conforme muestran los datos y tendencias internacionales, contra el estereotipo del migrante clásico, actualmente la composición y origen de los inmigrantes ha cambiado y muestra una diversidad de condiciones, incluyendo al migrante mayor de edad que retorna después de años de trabajo al sitio de origen, el migrante muy joven que no conocía su lugar de nacimiento, el migrante que va “de paso” y se expone a las mayores tasas de violencia y exclusión de derechos incluso por la misma autoridad nacional, la migrante de sexo femenino y los menores de edad viajando solos. Podría esperarse que estos grupos humanos sean percibidos de una manera distinta respecto de los de la primera oleada ya referida, y con frecuencia se han visto asociados a problemáticas y eventos que causan conmoción en la opinión pública nacional, tales como la muerte de quienes viajan en tren o hacinados en la caja de un tráiler desde Centroamérica, la violación y explotación sexual de mujeres sudamericanas, la mendicidad y faltas administrativas cometidas en las calles, el abuso de parte de las autoridades mexicanas en carreteras y centros de detención, el apoyo con alimentos y lugares de estancia temporal por parte de pobladores, iglesias y organizaciones civiles, entre muchas otras noticias disponibles diariamente en los diarios y medios masivos de información nacionales e internacionales.
¿Quiénes son en realidad esas personas que llegan a establecerse en nuestro país? De acuerdo con la Encuesta sobre Migración en la Frontera Sur de México levantada en 2013 por El Colegio de la Frontera Norte, la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación, el Consejo Nacional de Población, la Secretaría de Relaciones Exteriores, y la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, por la frontera sur de México ingresan personas procedentes principalmente de Guatemala, Honduras y El Salvador, sobre todo jóvenes y con baja escolaridad. Tal como los mexicanos que cruzan la frontera norte, la mayoría de estas personas que arriban a nuestro país tampoco cuenta con documentos legales, y su objetivo es llegar a Estados Unidos para trabajar y enviar dinero a sus familias, pero una proporción importante de aquellos terminan quedándose en territorio mexicano por los obstáculos que encuentran para continuar con el viaje, sea porque se sienten en riesgo de ser detenidos y deportados por las autoridades migratorias mexicanas o bien porque no logran satisfacer las exigencias de los agentes aduanales o de las bandas criminales que los extorsionan y les quitan los escasos recursos con que cuentan.
Parte del conflicto con las naciones con las que compartimos las fronteras, tiene que ver precisamente con el flujo de personas, pues se considera que el trato que reciben las y los migrantes mexicanos que viajan en calidad de indocumentados a Estados Unidos es indigno, pero al mismo tiempo, se sabe de sobra que los migrantes centroamericanos, en su paso por México, reciben un trato eventualmente peor que el que dan a nuestros connacionales en la frontera norte, de parte de las autoridades migratorias de nuestro país, o incluso de otros sectores de la población. Entender el fenómeno de la inmigración y exponer sus diferentes dimensiones a los alumnos y académicos en textos como este, constituye una contribución para sensibilizar al público a nuestro alcance sobre la imposibilidad ética y práctica de exigir protección y cuidado a los mexicanos que migran mientras se maltrata a quienes pasan por, o llegan al país.
Vale la pena recordar que los emigrantes (quienes dejan una localidad con la intención de establecerse permanentemente en otra, potencialmente lejos de la original)3 llevan con ellos su cultura, sus costumbres, y sus modos de relacionarse con otros grupos, que no sólo los distingue, sino que transmiten, de generación en generación, y, por tanto, hacen borrosa la frontera entre quién es un emigrante de primera generación y sus descendientes que, aun teniendo la nacionalidad y ciudadanía del lugar de arribo, son percibidos como ajenos respecto de una imagen abstracta de lo nacional, su carácter y naturaleza. Así, judíos, chinos, y muchas otras agrupaciones han sido percibidas históricamente como no parte de una nación concreta, y señalados y usados políticamente en ciertos momentos, y por ello han recibido -contando muchas veces con la participación y legitimación de la población general- trato de extranjeros, incluso uno despiadado y de exterminio, por más que no hubiese razones étnicas, socioculturales o económicas para hacer esa distinción.
Sin esa consideración, sólo contemplando los registros y censos oficiales de cada nación, según la base de datos de Naciones Unidas y del Banco Mundial, entre 1960 y 2015 la cantidad de emigrantes por año pasó de casi 78 millones de personas en el primer periodo, a casi 243 millones en el último, es decir un incremento de 311% de seres humanos que están migrando cada año, con una aceleración notable en esta tendencia en la segunda parte de los ochenta y de nuevo en la segunda de los 2000. Respecto de la población total mundial, en 2015 los migrantes de ese año representaron el 3.11% de todos los seres humanos vivos, que deben sumarse a los de periodos anteriores, menos quienes ya se encuentran integrados y ya no reportan serlo. En cuanto a población total acumulada, según las mismas fuentes, México tuvo en 2015 más de 1.2 millones de habitantes que nacieron fuera de su territorio; mientras que poco más de 12 millones de nacidos aquí habían registrado su nueva residencia permanente en el extranjero, señalando este último dato una tendencia hacia la disminución que permitió al país en 2016 dejar de ser el primer lugar mundial en expulsión de personas.
Sin embargo, por circunstancias no todas halagüeñas, México -sin dejar de ser un lugar de donde parten muchas personas- es también y cada vez más un lugar de arribo de individuos, familias y comunidades enteras, y uno de tránsito hacia los países del norte del continente y otros destinos, pasando de expulsar en términos netos (restando salidas de llegadas) a poco más de dos millones de personas en 1997, a recibir 300 mil en 2007 según el Banco Mundial (2015), revirtiendo una tendencia en contrario de más de medio siglo en el registro.
Es en este fenómeno emergente, la adaptación del que llega y los procesos psicosociales relacionados, donde queremos enfocar la investigación, de una manera similar a como se realiza en otros países receptores desde hace muchos años para entender la inmigración (Moghaddam, 2008; Massey, 1990; Deaux, 1990; Levine; 1973; Thomas y Znaniecki, 1918/1996),4 por tres razones: debido a que consideramos que en nuestro campo académico no ha recibido el tratamiento adecuado a su complejidad (apuntada ya en los trabajos pioneros de Pacheco, Lucca Irizarry y Wapner,1984), por el diagnóstico que arroja sobre nuestra propia población el observar las nuevas relaciones intergrupales, y por las enseñanzas teórico-metodológicas para la disciplina que se pueden extraer del fenómeno migratorio y el choque entre grupos.
A partir de este punto utilizaremos la categoría psicosocial (no legal o demográfica) de inmigrante para designar a quienes provienen de otras poblaciones nacionales y se encuentran de paso o en proceso de establecerse, pero que en general son percibidos como ajenos, diferentes, y dependiendo de atribuciones sobre su nivel socioeconómico, género, edad, intención de permanecer, etc., presentan mayor riesgo de ser objeto de exclusión y marginación que la población receptora promedio.
Buscando la relación empírica entre discriminación e identificación
Podemos coincidir con la idea de que, en prácticamente todos los lugares del mundo donde las personas tienen que convivir con quienes llegan de lugares distintos suelen presentarse dificultades y choques entre individuos o grupos, que -se entienda así o no por los implicados- están definidos por la percepción que tiene un grupo del otro, en este caso, lo que los habitantes “nativos” piensan de los recién llegados. Pero, con las nuevas características del fenómeno migratorio ya discutidas, ahora parece haber aún más conflictos a nivel de las relaciones con el grupo nacional como si fuese una sola entidad, así que es válido explorar empíricamente qué tan dispuestos estamos en México a coexistir y convivir con inmigrantes provenientes de otros países o de otros contextos geográficos y culturales, y pensar cómo se podrían manejar esas relaciones en aras de una convivencia pacífica y mutuamente conveniente.
Nosotros los mexicanos, ¿discriminadores hacia los extranjeros?
Resulta interesante que dentro y fuera de los entornos universitarios una cantidad importante de personas no se consideran a sí mismas prejuiciosas o discriminadoras, y muchas se jactan de ser tolerantes, hospitalarias, generosas y abiertas a la convivencia con quienes provienen de otras culturas y otras regiones del mismo país o de otros (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, Conapred, 2011). Sin embargo, al generar evidencia más confiable empleando instrumentos sistemáticos en muestras representativas, tal como lo hacen la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México (Enadis) y la Encuesta Nacional de Migración 2015 de la UNAM, se revela una realidad muy distinta, ya que una proporción importante de los habitantes de nuestro país muestran lejanía, desconfianza e incluso hostilidad hacia ciertos grupos sociales como los inmigrantes. La información recabada a través de estos instrumentos y los hallazgos de la investigación psicosocial experimental, nos permiten prever que los conflictos por razón de sexo, grupo étnico, condición social y nacionalidad se originan también en procesos cognitivos tales como el prejuicio y la formación de estereotipos, a través de los cuales nos formamos una imagen más o menos rígida de las y los otros, y que nos llevan a actuar bajo esa imagen aun en la interacción entre individuos, es decir, atendiendo menos a sus atributos e historia particular, y más al grupo donde los encuadramos y las características de éste (Binder, Brown, Zagefka, Funke, Kessler, Mummendey, Maquil, Demoulin y Leyens, 2009).
En el caso concreto de México, ¿cómo perciben las personas nativas del país a las y los recién llegados? ¿Cómo se sienten las personas que arriban en relación con el trato que reciben al establecerse? ¿Cómo podría facilitarse la convivencia y el respeto a los derechos de las personas migrantes en nuestro país?
En 2005 se realizó el primer levantamiento de datos sobre discriminación en México a través de una encuesta. La Enadis 2005 se aplicó a una muestra representativa de personas a nivel nacional, constituida por 700 adultos mayores, 700 indígenas, 600 discapacitados, 700 miembros de grupos considerados como minorías, 900 mujeres y 200 homosexuales; ese ejercicio se realizó de nueva cuenta en el año 2010, en el que la encuesta fue aplicada a un total de 52 100 personas, y permitió “conocer cuáles son las prácticas de discriminación más recurrentes en la sociedad mexicana” (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, Conapred, 2011, 2011a y 2017).
La encuesta citada, cuenta con un apartado específico que explora la percepción que se tiene sobre el trato que se da a las personas migrantes, tanto desde el punto de vista de mexicanas y mexicanos hacia éstas, como desde el que corresponde a las personas de origen centroamericano en condición de tránsito o que tienen la intención de quedarse a vivir en nuestro país. Una de las preguntas planteadas en la encuesta es “¿Qué tanto cree usted que en México se respetan los derechos de las personas migrantes centroamericanas?” 29.9% respondió que “nada”; 29.7% que “poco”; 24.2% que “algo”; 11.8%, que “mucho”; el restante 4.4% no sabía, no contestó, o eligió la opción “otra”. De hecho, los migrantes se encuentran entre los tres grupos a los que una proporción mayor al 40% de las personas encuestadas consideraron que no se respetan sus derechos; los otros son los homosexuales y los indígenas.
A la pregunta, “en lo personal, ¿alguna vez ha sentido que sus derechos no han sido respetados por…?”, en la opción “provenir de otro lugar” tuvo 15% “Sí”, y 3.5% “Sí, en parte”; en la opción, “el color de su piel” obtuvo 15% “Sí” y 3% “en parte”; “su acento al hablar”, 14.7% “Sí”, y 2.9% “en parte”; “sus costumbres o su cultura”, obtuvo 14.1% “Sí”, y 3% “en parte”. Todas las anteriores se puede considerar que son elementos relacionados con la identificación de personas migrantes: por su lugar de procedencia, por el color de su piel, por el acento al hablar, y por las costumbres que muestran. 54.1% de las personas de Tenosique, Tabasco, ciudad fronteriza en la zona sur del país, y sitio de flujo desde Centroamérica, opinaron que no se respetan los derechos de las personas migrantes de cualquier parte del mundo en nuestro país, y 69.3% en la misma ciudad consideró que no se respetan los derechos de los centromericanos que ingresan a México.
Al revisar las respuestas que dieron las y los migrantes participantes a las preguntas de la encuesta, se encontró que el 58.1% pensaba que se respetaban poco los derechos de los migrantes en México, y otro 7.2% consideró que no se respetaban nada sus derechos; 29.8% dijo que los derechos de los migrantes se respetaban mucho, y el 4.9% restante, no supo o no contestó (Conapred, 2011).
A la pregunta “¿cuál cree que es el principal problema para las y los migrantes en México, hoy en día?, las respuestas fueron: 23.5%, el desempleo; 20.5%, la discriminación; 17%, la inseguridad; 14.4% la falta de documentación legal; 3.2%, el abuso de autoridad; 1.3%, se violan sus derechos; el restante 20% no sabía o no contestó.
Además, la Enadis del año 2010 muestra también que 26.6% de la población mexicana no estaría dispuesta a permitir que en su casa vivieran personas extranjeras, y que casi 7 de cada diez consideraba que los extranjeros provocan división en la sociedad.
De manera destacada para el objeto de este análisis, 29.7% de las personas migrantes creían que no se respetan sus derechos y 37.1% de estas mismas personas no se sentían seguras en nuestro país. En ese mismo sentido, dos de cada diez personas de nuestro país no estarían dispuestas a compartir su hogar con otras de características fenotípicas distintas a las suyas (personas de otra “raza”), y 23.4% de la población no estaría dispuesta a permitir que en su casa vivieran personas con una cultura distinta a la suya (Conapred, 2011). Esta encuesta revela también que las y los encuestados hacían distinciones nocivas basadas en las características físicas de las personas migrantes, su país de procedencia, su estatus migratorio (documentadas o indocumentadas), entre los principales aspectos. No se debe perder de vista que los inmigrantes son un grupo especialmente vulnerable y discriminado, muchas veces por las condiciones de pobreza, clandestinidad y riesgo en las que realizan su movilidad (Conapred, 2011).
Los datos obtenidos con la Encuesta Nacional de Migración realizada por la UNAM en el año 2015, aplicada a 1 200 personas, muestran que si bien en general la opinión de las y los encuestados sobre los extranjeros que viven en México es buena (40.6%) o muy buena (4.7%), hay un 53.6% que tiene una opinión mala, y un 1.06% que tiene una muy mala opinión (Caicedo y Morales Mena, 2015). La encuesta citada también exploró la opinión de las personas participantes acerca de la cantidad de extranjeros que hay en México, encontrando que dos de cada diez (18%) consideraron que había “demasiados”, aun cuando la población extranjera constituye apenas el 1% de la población. Es notable que la proporción de personas que piensan que hay demasiados extranjeros en nuestro país, aumenta a 25.5% en la región sur que es la zona por donde ingresan la mayoría de las y los centroamericanos que buscan llegar a Estados Unidos.
A la pregunta sobre qué tanto se respetan los derechos de los extranjeros, 31.4% eligió la opción “mucho”, pero se observan diferencias interesantes al distinguir las regiones del mundo de las que son originarios, pues 52% dijeron que se respetan “mucho” los derechos de aquellos migrantes provenientes de Estados Unidos, 40.7% en el de los europeos, 29.9% los de Asia, 23% los de África y, en el último lugar, los que procedían de Centroamérica con el 19.3%. En contraste, 12.4% consideraron que no se respetan “nada” los derechos de los africanos, y 12.1% reconocieron que no se respetan “nada” los derechos de los centroamericanos, muy distinto al 3.7% de los norteamericanos, y el 4.9% de los europeos (Caicedo y Morales Mena, 2015). A continuación, la percepción sobre las oportunidades que tienen los extranjeros en México muestra que el 39.2% opinan que tienen las mismas oportunidades que los mexicanos, 35.4% que hay más oportunidades para los extranjeros, y un 21.3% opinó que hay menos para ellos que para los mexicanos.
Asimismo, 19.5% consideró que para los extranjeros es más difícil conseguir trabajo en México, 27.5% que es más difícil que consigan un trabajo con prestaciones, 25.3% que es más difícil tener un trabajo con un buen sueldo, 19.8% que es más difícil contar con servicios de salud, 23.8% que es más difícil adquirir una vivienda, 17.4% que es más difícil estudiar, 26.7% que es más difícil hacer trámites, y 10.3% que es más difícil encontrar pareja (Caicedo y Morales Mena, 2015). Como puede apreciarse, una parte significativa de las y los entrevistados perciben dificultades importantes para la adaptación e incorporación de las personas provenientes de otros países a la vida social en México. Por último, nos referiremos al 6.7% de las y los entrevistados que reconocieron que a las y los extranjeros se les discrimina “mucho” en nuestro país, y al 36.6% que admitieron que se discrimina “algo” a las personas provenientes de otros países, principalmente los centroamericanos: guatemaltecos (9.1%), hondureños (8.3%), salvadoreños (5.3%), seguidos por los africanos (6.6%), cubanos (3.6%), y chinos (2.7%) entre los más significativos; relacionado con los datos anteriores, 35.4% consideraron que el trato que reciben los extranjeros depende de su lugar de procedencia. En un estudio independiente sobre seguridad humana, Valenzuela (2014, en Caicedo y Morales Mena, 2015) encontró que el 44% de los guatemaltecos en México, por dar sólo un ejemplo, sufren de maltrato en nuestro país.
En la misma encuesta5, al preguntar a las y los participantes cuáles son las tres palabras principales que asocian con la palabra migrante, destacan “pobreza”, “desempleo” e “ilegal”, pero también se mencionan con frecuencias importantes “trabajo”, “mojado”, “desempleo”, “dinero” y “discriminación”. Cuando se indaga qué tan positivo o negativo es para la sociedad que esté compuesta por personas de distintas razas, aunque 71% consideraron que era “positivo” o “muy positivo”, un 6.9% lo valoraron como “negativo” o “muy negativo”; a la pregunta de qué tan positivo o negativo es que la sociedad esté compuesta de diferentes nacionalidades, 60.2% dijeron que “positivo” o “muy positivo”, y 8% que “negativo” o “muy negativo”; sobre qué tan positivo o negativo es que la sociedad esté integrada por practicantes de diferentes religiones, 55% lo veían como “positivo” o “muy positivo” y 12% como “negativo” o “muy negativo”; en relación con la composición social de diferentes culturas, 62.2% valoró como “positivo” o “muy positivo”, y 7.7% como “negativo” o “muy negativo”. Como puede apreciarse, lo que se evaluó menos positivamente fue la filiación religiosa de las otras personas, pero el aspecto de la raza, la nacionalidad y la cultura, obtuvieron también opiniones con proporciones mayores al 5% que no la consideran positivamente.
Llama la atención también que 20.2% de las personas encuestadas consideraron que “no se justifica” migrar sin papeles para buscar nuevas oportunidades, que el 9.2% dijo que “sí se justifica” negar atención médica de urgencia a un extranjero por no tener papeles, 35.7% que “no se justifica” casarse con un extranjero para obtener su estancia legal en el país, 4.9% que “sí se justifica” insultar a alguien en la calle por su color de piel, 17.8% que “sí se justifica” devolver a un extranjero a su país por no tener papeles, y 6% que “sí se justifica” discriminar a inmigrantes por practicar costumbres diferentes. Es decir, que algunas personas aún mantienen fuertes ideas de rechazo hacia las personas que provienen de otro país o que practican costumbres distintas.
Resulta interesante que, de los 1 200 encuestados, sólo el 17.6% reconocieron que conviven en su día a día con personas de origen extranjero que viven en México. Esto es relevante porque diversas investigaciones (Hewstone y Swart, 2011; Binder et al., 2009; Voci y Hewstone, 2003; Hewstone y Greenland, 2000; Pettigrew, 1998; Allport, 1954) sugieren que el contacto intergrupal bajo ciertas condiciones (igualdad de estatus, metas comunes, cooperación, instituciones promotoras, personalización) podría contribuir a reducir los estereotipos negativos sobre éstas. En este caso, el 48% de las personas que conviven cotidianamente con los migrantes considera en general, menos negativo que una sociedad esté compuesta por personas de distintas razas (6.1%), por personas de diferentes nacionalidades (6.6%), y de distintas culturas (6.6%) y, salvo en el caso de las razas, la percepción es más positiva en relación con las nacionalidades, la religión y las culturas diferentes.
Identidad, identificación y estereotipo nacionales
No podemos dejar de mencionar que el 91% de quienes contestaron la Enadis 2010 consideraron sentir “mucho” orgullo de ser mexicanos, y al mismo tiempo, la gran mayoría no consideraba tener una herencia o tradición de una cultura diferente a la de la mayoría de las personas en el país, y de los que sí reconocieron poseerla, mencionaron a las culturas: maya, otomí, náhuatl, zapoteca, mazahua y española, principalmente (Conapred, 2011).
En el año 2015, el Instituto de Mercadotecnia y Opinión (IMO) publicó los resultados de su Encuesta Nacional en México sobre Identidad Nacional realizado con una muestra de 1, 062 casos.6 De este ejercicio destaca que: “el 79.7% de los mexicanos se siente “muy orgulloso y bastante orgulloso” de pertenecer a este país; 8 de cada 10 se enorgullecen de su historia y 7 de cada 10 prefieren ser ciudadanos de México que de cualquier otro país, y aun así el 50.2% desea sentirse más orgulloso de lo que ahora está por su país.” (IMO, 2015: 4). Asimismo, para ser “un verdadero mexicano”, 87.1% de las personas que contestaron esta encuesta opinaron que hay que “sentirse mexicano”, seguido de “tener la ciudadanía” con 86.2%, “haber nacido en México” con 84.1%, “hablar español” con 83.3%, y “haber vivido la mayor parte de su vida en México” con 82.2% como las principales razones; llama la atención que un 44.8% de las y los encuestados consideraron “imposible” que las personas que no comparten las costumbres y tradiciones de nuestro país lleguen a ser “verdaderos mexicanos”. Como parte de esa distinción entre quienes pueden considerarse mexicanos y los que no cumplen con los criterios mencionados anteriormente, en la encuesta se reporta también que una proporción cercana al 40% no consideró que el patriotismo provoque que las y los mexicanos tengamos disposiciones intolerantes ante los inmigrantes.
Por otra parte, resulta interesante que más de la mitad de las y los encuestados (54.1%) se mostraran a favor de que los inmigrantes con documentos y cuya estancia en el país es legal tengan los mismos derechos que las y los ciudadanos mexicanos, pero 40.4% sostuvieron una opinión a favor de endurecer las medidas para excluir a las y los migrantes indocumentados. Finalmente, 33.1% consideraba que la presencia de inmigrantes en nuestro país provoca un aumento en la criminalidad, 40.9% que éstos no benefician a la economía mexicana, y 39.6% que no mejoran a la sociedad (IMO, 2015).
Modelos recientes en psicología social de las relaciones entre grupos
Las relaciones entre grupos es uno de los temas constitutivos de la psicología social, definiendo algunos de sus constructos distintivos, tan importantes como el de las actitudes (estudiadas originalmente en el contexto de la migración polaca hacia Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX [Thomas y Znaniecki, 1918/1996]) formando una tradición que llega sólidamente hasta nuestros días (Hogg, 2013). En este devenir ese campo de indagación ha formulado varias y diversas perspectivas, describir las cuales sería casi tanto como hacer una historia de la disciplina y tomaría una gran cantidad de espacio de este documento, mientras que existen ya buenos recuentos de la misma (ver, por ejemplo, Smith-Castro, 2006). Baste sólo subrayar ampliamente la importancia de estudiar las relaciones intergrupales para generar teoría y modelos en psicología social.
En la actualidad el estudio de las relaciones entre grupos puede encuadrarse en la psicología política porque se reconoce que éstas están tamizadas por las creencias, las emociones y las acciones derivadas de las posiciones relativas que ocupa cada grupo humano en la estructura social de distribución de recursos, derechos y oportunidades existentes o previsibles en contextos de interdependencia. Bajo esta concepción, la dinámica y conflicto entre grupos obedece a una historia y a un horizonte de futuro mediado sociocognitivamente. De manera previsible, esta área ha cambiado su énfasis entre explicaciones principalmente motivacionales (lo espontáneo, caliente, emocional), a otro momento donde prevalecían las cognitivas (lo estratégico, frío, racional) y, recientemente, desde el libro de Abrams y Hogg (1999) y hasta el de Brewer (2010), se ha logrado conjuntar modelos que recuperan procesualmente las variables que han demostrado efectos sólidos en las actitudes entre grupos. Debido a la acumulación de evidencia experimental y de campo, de la creciente complejización de los modelos, y del descubrimiento de variables condicionantes de los procesos, en la actualidad el campo es uno de los más dinámicos y explosivos de la psicología social. Para explicar las principales aportaciones del área en la comprensión de las relaciones con los inmigrantes, hemos elegido una estrategia expositiva no tan apegada a escuelas, hitos teóricos en la historia o resultados cruciales, sino una que nos permite introducir las variables más importantes que afectan la identificación, por un lado, y las que modifican el contenido de la identidad por otro.
Coincidimos en que “La psicología social de las relaciones intergrupales es el área de la psicología que estudia las causas y consecuencias de las acciones y percepciones que tienen los individuos sobre sí mismos y los otros en tanto miembros de diferentes grupos sociales”, sobre todo en tres conceptos básicos en esta área: los estereotipos, el prejuicio y la discriminación. De manera aplicada, “la investigación se ha abocado al estudio de condiciones y mecanismos asociados a la reducción del antagonismo intergrupal y la promoción de relaciones intergrupales, solidarias, positivas o armónicas” (Smith-Castro, 2006: 45-46).
En el Manual de principios básicos (Kruglanski y Higgins, 2007) M. Brewer describe tres principios básicos de la psicología social de las relaciones intergrupales, a saber: “1. Las actitudes, las percepciones y el comportamiento basado en el grupo emergen desde los procesos básicos de categorización que particionan el mundo social en endo-grupos y exo-grupos. 2. El apego a, y la preferencia por, el endogrupo es el motivo (drive) primario de las relaciones intergrupales. El favoritismo intergrupal da lugar a la discriminación, independientemente de las actitudes hacia grupos específicos. 3. Las actitudes y emociones hacia exogrupos específicos reflejan valoraciones (appraisals) de la naturaleza de las relaciones entre el endo y el exo-grupo…” (Brewer, 2007: 695).
Según Tajfel y Turner (1979), debido al aparato perceptual humano, es casi inevitable que un conjunto de personas que se perciben como pertenecientes a un grupo incrementen el contraste con el que perciben como distintos (y eventualmente como amenazantes), a los individuos que pertenecen a otro grupo (por ejemplo, porque provienen de otro lugar) y en ese mismo acto perceptual incrementan la similitud percibida entre ellos, con lo que recrean para sí mismos categorías sociales que particiona la variabilidad multidimensional de los seres humanos en subconjuntos discretos. Paralelamente, el adscribirse a una categoría (una representación cognitiva de uno mismo y de los demás) tiene la ventaja de proporcionar simplicidad, estabilidad y orden al mundo personal, y ofrecer una guía legítima para las expectativas y la acción dirigida a los miembros del propio grupo y a los de otros. Para lograrlo, la socialización y el contexto otorgan una representación de la naturaleza y jerarquía de las categorías existentes, de sus relaciones (poder pasar de una a otra o no, por ejemplo), así como una adscripción inicial a los individuos dentro de ellos, por ejemplo, ser una mujer y lo que eso significa en una sociedad y momento histórico dado, ser joven, ser indígena, etc.
Esta estructuración cognitiva no necesita ser consciente,7 pero es posible reflexionar sobre ella y expresarla verbalmente. Lo que sí implica es que uno buscará establecer una comparación social ventajosa identificando aquellas dimensiones o características de la categoría que son valoradas social o grupalmente y que se cree poseer más (o de mejor manera) que los otros grupos de comparación, es decir, la categorización social puede desembocar en un fuerte componente motivacional que lleva a los miembros del grupo a la movilización de recursos prácticos y cognitivos a fin de lograr una mejor valoración en algún aspecto, que se convierte en importante y central para valorarse a sí mismo de forma positiva (autoestima). La identidad social sería este conjunto de atributos que uno percibe o cree compartir con el grupo (vuelto categoría) mediados por su valoración, la legitimidad percibida de la jerarquía entre categorías y la estabilidad o porosidad entre las mismas (Tajfel y Turner, 1979).
Para Brewer (2007) el proceso de categorización social da lugar a los estereotipos en la forma de ejemplares prototipo de dicha categoría (el mejor caso o ejemplo de ella), distribuciones de rasgos y teorías implícitas sobre el significado [práctico, operativo] de ser o estar en la categoría. Una consecuencia de esto es que “es posible la discriminación a partir de creencias sobre cualquier categoría social, aunque no sea una a la cual pertenece uno. En este sentido, estereotipar es resultado de la ‘cognición fría’, no influida por la auto-referencia ni el significado emocional asociado” (Brewer, 2007: 696).
Paralelamente, cuando existe una auto-referencia, es decir un juicio en términos de mío-no mío sobre las categorías, se está frente al proceso de auto-categorización (Turner y cols., 1987) o identificación social donde el sentido del sí mismo se extiende al grupo para lograr la separación cognitivo-afectiva que constituye el exogrupo. Esta separación binaria puede a su vez descomponerse en tres niveles: entre nosotros y no-nosotros (es decir, cuando no necesita haber un exogrupo explícito, sólo un “otro generalizado” y donde se manifestaría por ello una favorabilidad hacia los nosotros sin hostilidad hacia los otros), entre mí y ellos (donde, por el contrario, el perceptor se enfoca en el exogrupo sin necesidad de identificar a los camaradas del propio, usualmente acompañada de hostilidad y negatividad hacia aquellos externos), y entre nosotros y ellos (grupos específicos en situaciones de -explícitamente- dos grupos, como la cooperación y competencia por recursos escasos, juegos de suma cero) (Brewer, 2007: 696).
La taxonomía recién explicada daría lugar a tres formas de discriminación y prejuicio: el favoritismo, que no pretende perjudicar por principio al otro, pero definitivamente sí beneficiar a los propios (caso nosotros vs. no-nosotros); la hostilidad (caso mí vs. ellos) como intención persistente, explicitada o no, de hacer daño, que es disparada por el estigma social del exogrupo y resulta potencialmente la más destructiva por estar dirigida a su eliminación; y finalmente la rivalidad (caso nosotros vs. ellos) que emerge por señales del entorno donde hay recursos en disputa y, por lo tanto, sigue una lógica estratégica, adaptativa, variable, puntuada). Estas tres, más la discriminación basada en el puro estereotipo (fría), serían las categorías de análisis para ser aplicadas en las relaciones y actitudes hacia los inmigrantes.
Vale aquí recordar que “Los estereotipos son las percepciones [y las actitudes, creencias, atribuciones, agregado nuestro] sobre una persona a partir de su pertenencia a ciertos grupos o categorías sociales” que tienen cierta consistencia en el tiempo, pero no necesitan ser impresiones fijas y rígidas desde un punto de vista cognitivo que considera el papel del contexto de comparación (Oakes, 1994, en Smith-Castro, 2006: 47) y que están cargados afectivamente (en beneficio del sí mismo), y en los experimentos “los resultados muestran que estas atribuciones están estrechamente ligadas con las formas socialmente permitidas de interacción con los miembros de los grupos sociales, evidenciando que los estereotipos, aun los positivos, definen los ‘lugares’ de los grupos en la jerarquía social y permiten la legitimación de las relaciones de poder entre los grupos” (Fiske, Cuddy, Glick, y Xu, 2002, en Smith-Castro, 2006: 48).
Así, mientras los estereotipos son estructuras más o menos complejas, los prejuicios (“lo que está antes del juicio, de la expresión verbal o conductual”) son para nosotros principalmente valoraciones derogatorias unidimensionales de tipo disposicional hacia una persona debidas a su pertenencia categorial, cercanas al appraisal ya tratado y, por tanto, muy conectadas con respuestas habituales, automáticas que requieren poco esfuerzo o supervisión consciente.
Así, mientras que el prejuicio es una actitud social inconsciente, la discriminación es la exclusión fáctica del disfrute de ciertos derechos u oportunidades (Smith-Castro, 2006) de una persona por razón de su pertenencia grupal, y por tanto se refiere ya a situaciones institucionalizadas o normativamente aprobadas que perpetúan la vulneración o invisibilización de grupos como los indígenas, los homosexuales, las mujeres, y por supuesto los inmigrantes, entre otros. Es una negación de la igualdad de trato que sabotea a las democracias, el Estado de derecho y es el mecanismo psicosocial que sostiene la desigualdad socioeconómica.
Aquí introduciremos una nota sumamente importante, que estamos insertando en este otro contexto teórico. Dice Smith-Castro (2006: 49): “Es en el contexto de esta discusión [la existencia de viejas y nuevas formas de discriminación como el racismo y sexismo modernos, benevolentes, no aniquiladores, nota propia] que Pettigrew y Meertens (1995) introducen los conceptos de prejuicio abierto y prejuicio sutil para distinguir la forma “caliente y directa” de la variante “fría, distante e indirecta” de hostilidad interétnica. De acuerdo con estos autores, el prejuicio directo apunta a un rechazo de las minorías étnicas sobre la base de un sistema de creencias abiertamente racista; mientras que el prejuicio sutil más bien se nutre de una exageración de las diferencias culturales, la defensa de valores tradicionales y la negación de emociones positivas hacia las minorías”.
Con base en las distinciones sociocognitivas (tanto atencionales del perceptor como estructurales de la saliencia categorial de la situación) de Brewer (2010), queda más claro que la variante fría de la discriminación sería la que esta autora deriva del mero estereotipamiento (‘estereotipia’, la llama Smith-Castro, 2006), mientras que la caliente se activaría como respuesta a una amenaza simbólica a la propia identidad (la que atenta contra una ideología, un estilo de vida, una tradición que sostiene el endogrupo), mientras que la fría derivaría de una amenaza realista (aquella que le disputa al propio grupo su poder, recursos y bienestar; Stephan, Ybarra y Ríos-Morrison, 2009).
Por este lazo conceptual que vislumbramos, creemos que es posible integrar (valga la expresión) esta “Teoría integrada de las amenazas” (Stephan, Ybarra y Ríos-Morrison, 2009) entre grupos, sumándola a la teoría de distintividad óptima de Brewer (2010) que recién explicamos, para lograr construir nuestra propuesta teórica.
La última pieza de este entramado conceptual es el modelo del contenido del estereotipo (Fiske, Cuddy, Glick, y Xu, 2002), que intenta predecir no sólo la expresión de actitudes negativas, como hasta el momento se ha discutido, sino también las positivas. Esta posición parte de que, por razones evolutivas, la primera impresión que hacen los individuos de los miembros de otros grupos son las intenciones que tenga, calificándolas en un continuo que llaman de “calidez-frialdad”, de la siguiente manera: “Los grupos sociales y las personas que compiten con el grupo o el sí mismo por recursos (por ejemplo, espacio vital, acceso a bienestar y salud, habitación, alimentos, etc.) son tratados con hostilidad o desdén”, es decir de manera fría; mientras que los grupos que no compiten o colaboran (actual o potencialmente) son calificados como más altos en calidez. Una vez que fue valorada su intención, la siguiente fase perceptual es evaluar su capacidad (poder, estatus) para lograr tales intenciones, y es colocado a lo largo de un continuo de “competencia-incompetencia”. Un grupo que puede lograr sus metas por tener recursos con qué hacerlo, es percibido como alto en competencia. Esta clasificación da lugar a cuatro cuadrantes (esquemáticamente), que originan las actitudes hacia el exogrupo y sus miembros. La unión de alta competencia y alta calidez (benevolencia y capacidad de hacerla efectiva) causarían un estereotipo lleno de cogniciones de admiración hacia ese grupo; la intersección de alta competencia pero baja calidez provocarían estereotipos asociados a la envidia y la rivalidad; la mezcla de baja competencia y alta calidez (buenas intenciones intergrupales pero poca capacidad de llevarlas a la práctica) llevarían a un estereotipo paternalista, condescendiente hacia ese grupo y, finalmente, la combinación de una atribución de baja calidez y baja competencia (malas intenciones pero incapacidad de aplicarlas) se asocia con un estereotipo desdeñoso o despreciativo.
Diferentes estudios transculturales, incluidos los realizados en México (Posadas, 2015), encuentran evidencia que apoya este modelo, denominado con el acrónimo bias (del inglés Behaviors from Intergroup Affect and Stereotypes, o Comportamientos derivados del Afecto intergrupal y los Estereotipos) por lo que suele dárselo por válido. También se ha encontrado el modelo que tiene capacidad predictiva en la medida que en el laboratorio sea posible manipular los valores de las dimensiones atribuidos a grupos no conocidos previamente, y es posible verificar que el comportamiento de los sujetos sigue las orientaciones antes señaladas al conocer un miembro del exogrupo.
Sin embargo, este modelo basa sus resultados en un piso muy resbaladizo, como es decir que esto sucede por razones evolutivas, es decir, el ser humano “es así, y no hay nada que hacer”. Por una posición epistemológica y teórica de principio, pensamos que es posible remediar esa fragilidad teórica al incrustar los principios de la amenaza intergrupal (una variable situacional, exógena, que recoge lo importante de la teoría realista del conflicto de Sheriff, mencionado en Baumeister y Vohs, 2007), y del nivel de categorización derivado de la situación y la atención del perceptor de Brewer (2010).
La idea básica es que cada nueva situación de interacción tiene como prerrequisito la percepción del lugar de los grupos en la estructura social, y como variables mediadoras la autocategorización, el appraisal de las intenciones (amenazantes o no) del grupo en contacto y, finalmente, la atribución de la capacidad de ejecución de esas intenciones.
Así, las creencias que tenemos sobre nosotros y sobre los otros, hacen que les adjudiquemos ciertas características que no siempre resultan deseables, y con frecuencia lo que predomina es lo que algunos autores han denominado como esencialismo psicológico, entendido como la red de creencias que tenemos sobre lo que suponemos que hace que un grupo sea como es, y resulta en sostener que ciertas categorías sociales son producto de la creencia de que existe una esencia común que es compartida por los miembros de ese grupo y eso determinaría tanto sus características externas (fenotipo) como otras más bien internas (genotipo) (Bastian y Haslam, 2008; Cruz Pillancari, Vargas Velázquez, Vargas Vidal y Estrada Goic, 2014). Esto no sería problemático en sí mismo, si no fuera porque esa visión esencialista dificulta la relación entre los grupos porque genera una visión dicotómica de la realidad social, y favorece la existencia de estereotipos y prejuicios que justifican y racionalizan la división social imperante y la tendencia a infrahumanizar a aquellos grupos a los que no pertenecemos (Leyens, Paladino, Rodriguez-Torres, Vaes, Demoulin, Rodriguez-Perez y Gaunt, 2000). Esto a su vez puede provocar, en opinión de los autores citados, que se perciba a un grupo como peligroso, y que se desarrollen acciones de agresión preventiva en contra del grupo o de los grupos considerados inferiores (Bar-Tal, 1990).
Resulta interesante, sin embargo, que el esencialismo provoca una percepción de homogeneidad intergrupal no sólo hacia el exogrupo con el que se tiene un conflicto, sino también hacia el endogrupo. De modo que podemos decir que se hace más evidente la diferencia entre los grupos, al mismo tiempo que la similitud al interior de los grupos también se percibe como mayor. El esencialismo, según Bastian y Haslam (2008) es un elemento que predice fenómenos como la estereotipia, aunque, en ciertas circunstancias, también puede resultar estratégico, pues los grupos lo usan para movilizarse y promover el cambio social (Schor y Weed, 1994 en Cruz Pillancari et al., 2014).
Estas diferencias en la “humanidad” entre los grupos, y los estereotipos con los que les caracterizamos, pueden también estar asociadas con una percepción en una calidad distinta en los valores que ostenta cada grupo (Rodríguez-Bailón y Moya Morales, 2003). En opinión de Gaertner y Dovidio (1986, en Rodríguez-Bailón y Moya Morales, 2003), los valores juegan un rol de importancia en el antagonismo intergrupal.
Vale la pena no perder de vista el prejuicio abierto o manifiesto, y el prejuicio sutil (Pettigrew y Meertens, 1995, en Rodríguez-Bailón y Moya Morales, 2003), siendo este último más importante en la época actual, según los autores citados, por incluir componentes de amplia aceptación cultural, tales como la defensa de los valores tradicionales, la exageración de las diferencias culturales con el exogrupo, lo que da lugar a prejuicios socialmente validados (Rodríguez-Bailón y Moya Morales, 2003). Estos autores sostienen que, con frecuencia, las actitudes y las conductas de hostilidad y discriminación hacia un grupo, se sustentan en una diferencia percibida en los valores que sirven como justificación hacia esa hostilidad, pues la agresión intergrupal se justifica al deshumanizar al exogrupo y por percibirlo sin la sensibilidad moral que caracteriza a la naturaleza humana (Schwartz y Struch, 1989, en Rodríguez-Bailón y Moya Morales, 2003).
Reflexiones finales
Las relaciones entre personas que pertenecen a diferentes grupos sociales han sido históricamente complejas, y quienes las estudian han pensado en diversas formas para abordarlas. Una base, por ejemplo, ha sido la reflexión sobre la identidad social y la comparación social (Tajfel y Turner, 1986), así como sobre la necesidad que tienen los grupos de reaccionar ante las posibles amenazas que representan las personas con diferentes creencias, valores, tradiciones, etc. Por tal motivo, no resulta extraño que la historia de la humanidad se encuentre plagada de conflictos, guerras, expulsiones de personas, exterminios masivos, etc. Ahora mismo, se vive esa situación tanto entre países y regiones (por ejemplo, Palestina e Israel, Estados Unidos y Corea del Norte, Estados Unidos y México, Reino Unido ante Europa, etc.), al interior de los mismos países (Québec en Canadá, o Cataluña en España es el caso más reciente) pero hay también ejemplos interesantes de países en los que la integración cultural es una realidad, no exenta de problemas, pero en los que la convivencia es pacífica y la vida transcurre en relativa tranquilidad. No podemos dejar de lado tampoco los recientes ataques del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, contra los migrantes provenientes de distintas latitudes, que se han asentado a lo largo y ancho del territorio estadounidense y que, aun cuando han contribuido con su trabajo y su cultura al desarrollo de ese país, en los últimos dos años han sido señalados como personas negativas, y les han sido adjudicados calificativos como: narcotraficantes, violadores, y criminales, generando o descubriendo con ello, las disposiciones negativas de los pobladores del país receptor.
La percepción que tenemos sobre quiénes son los otros, distintos de nosotros, pertenecientes a grupos diferentes del nuestro, hace que desarrollemos actitudes positivas o negativas, que desarrollemos prejuicios y que eventualmente tengamos conductas discriminatorias hacia ellas y ellos. La razón principal es que esas personas nos parecen “diferentes”, no iguales a nosotros, poseedoras de valores, creencias, normas y tradiciones culturales.
Recordemos que para la teoría de la identidad social, esta es aquella parte del autoconcepto de los individuos derivada de su conocimiento de su membresía a un grupo social, junto con el valor y la significancia emocional de tal membresía (Tajfel, 1982). De acuerdo con esta teoría, el favoritismo hacia el propio grupo constituye una manera para preservar una diferenciación positiva del grupo al que se pertenece, al compararlo con un grupo externo a lo largo de dimensiones relevantes para tal comparación; el favoritismo hacia el endogrupo parece ser muy penetrante y surge independientemente de la similitud interpersonal entre los miembros del endogrupo y del exogrupo entre otras condiciones (Marques, Yzerbyt y Leyens, 1988).
Marques, Yzerbyt y Leyens (1988), entre otros, siguiendo los planteamientos previos de autores como Tajfel (1982) y Turner (1975) sobre identidad social, se cuestionaron sobre la naturaleza cognitiva y/o emocional de los estereotipos, mismos que llevan a las personas a favorecer al propio grupo en contraste con el grupo externo, en lo relativo a percepción, actitudes y comportamientos. Es decir, que tendemos a tener una percepción positiva sobre nuestro endogrupo, así como en las evaluaciones que hacemos de lo que piensan, de lo que sienten y de lo que hacen.
Estas ideas nos deberían permitir una reflexión nueva y más amplia, vistos los datos disponibles públicamente, y de esa manera originar un programa de investigación que ponga a prueba nuestro esquema teórico con nueva evidencia.