I. Introducción
Hoy día se discute poco si, por ejemplo, los ciudadanos conocemos el significado de la constitución que rige el orden jurídico de un Estado y, por tanto, nuestra vida política o colectiva,2 aunque el legislador constituyente procura -por los medios a su alcance- que cada quien conozca la norma fundamental para actualizar cardinalmente nuestra sujeción al orden jurídico, sea de manera abstracta o concreta. El hecho de no ser expertos en materia constitucional no es un pretexto para eximirnos de una sujeción tal, aunque podemos ignorar los distintos casos concretos llevados ante la justicia ordinaria o ante la justicia constitucional.
No obstante que en estos tiempos en que los comunicadores de radiodifusoras, televisoras y grandes cadenas periodísticas insertan notas relativas a la impartición de justicia por tribunales jurisdiccionales, es posible escuchar cada vez más voces seculares que discuten el sentido de resoluciones o sentencias recaídas a asuntos de trascendencia pública, porque se llega a creer que posiblemente los jueces están ligados a algunos de los intereses particulares ventilados, en lugar de conducirse como duros defensores de la constitución, de sus preceptos, bases o principios, y de todo lo que significa en relación con los derechos fundamentales y la organización del Estado.
Puesto que todo Estado se ha regido por una constitución, conviene entonces preguntarse, inicialmente, sobre el distinto significado de constitución en cada época, obviamente afectado por el pensamiento jurídico y político dominante en cada momento histórico.3,4 Desde los antiguos pueblos griegos han existido las «Constituciones» y su finalidad estaba trazada conforme a las necesidades de organización política de las ciudades-Estado, pero «el concepto de constitución escrita es relativamente reciente y data del siglo XVIII» (Monroy Cabra, 2005:13), y como norma suprema y eje organizador del orden jurídico estatal el concepto contemporáneo de constitución tiene sus antecedentes próximos en los siguientes momentos de la modernidad:5 (a) la constitucionalización de ciertos derechos del hombre y el ciudadano en la primera Constitución francesa el 3 de septiembre de 1791; (b) la constitucionalización de ciertos derechos y libertades personales y ciudadanas en la Constitución estadounidense, mediante enmiendas promulgadas el 15 de diciembre de 1791; (c) la sentencia del juez presidente (chief justice) de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América, John Marshall, en 1803, que instaura el primer sistema de control de constitucionalidad de leyes en su versión de control difuso (Andrade, 2003), y (d) el modelo de control concentrado (y abstracto) de constitucionalidad creado por el jurista y filósofo iuspositivista austriaco Hans Kelsen en 1920.
Luego de una breve remisión a los antecedentes antiguos del constitucionalismo, que se concreta en el problema de la organización política y territorial de las ciudades-Estado, ilustrado en ciertas tipologías de formas de gobierno, es pertinente avanzar a una breve defensa del significado de la Constitución con bases principialistas que han aportado las tradiciones de pensamiento liberal y democrático, a su vez revisadas y cuestionadas por medio de los enfoques garantista y neoconstitucionalista, los cuales coinciden en destacar el principio de supremacía-fundamentalidad constitucional y la cardinalidad de los derechos fundamentales o de los derechos humanos, con antecedente en la limitación del poder político y la defensa de las libertades individuales. El constitucionalismo -en su conformación contemporánea rígida- puede recrearse a través de distintos enfoques, sea en una orientación iusnaturalista o «no positivista» (v.g. el «neoconstitucionalismo») o en una de perfeccionamiento o expansión del positivismo jurídico, pero en todos los casos su esencia de superioridad normativa es invariable, como bien precisa Luigi Ferrajoli (2011:16) en los siguientes términos:
[…] el constitucionalismo, como sistema jurídico, «equivale a un conjunto de límites y vínculos, no sólo formales, sino también sustanciales, rígidamente impuestos a todas las fuentes normativas por normas supra-ordenadas; y, como teoría del Derecho, a una concepción de validez de las leyes ligada ya no sólo a la conformidad de sus formas de producción en las normas procedimentales sobre su formación, sino también a la coherencia de sus contenidos con los principios de justicia constitucionalmente establecidos.
Me parece que en el inicio del siglo XXI, en un contexto de encuentro abierto entre el derecho interno y el derecho internacional, los enfoques neoconstitucionalista y garantista han puesto de relieve dos cosas, respectivamente, en calidad de formas derivadas de un «constitucionalismo de los derechos», como lo sugiere Luis Prieto Sanchís (2013), o «dos modelos de constitucionalismo», como se desprende de la conversación entre Luigi Ferrajoli y Juan Ruiz Manero (2012): (a) la necesidad de maximizar la protección de los derechos humanos en un escenario de conformación de un bloque de constitucionalidad-convencionalidad, y (b) la obligación del Estado de garantizar los derechos fundamentales como forma de limitación estructural de los excesos de poder, a fin de confiar en un sistema de justicia institucional la promoción de esos derechos (acciones afirmativas previstas normativamente y operadas por medio de políticas públicas), de manera paralela a una serie de prohibiciones estatuidas, y la efectiva reducción de lesiones o agravios a éstos.
Luigi Ferrajoli denomina el neoconstitucionalismo como «constitucionalismo argumentativo o principialista», distinto del «constitucionalismo normativo o garantista». Ambas vertientes constitucionalistas suelen conjugarse en un bloque principialista-garantista cuando se pretende extremar el efecto protector de la Constitución en un contexto de unidad del derecho internacional y del derecho interno; por ejemplo, cuando se prefiere un tipo de justicia sobre la base de los principios de dignidad humana y pro personae. Sin embargo, como bien reconoce este pensador italiano en una breve revisión lexicográfica de esta distinción, a pie de página, no se puede omitir que el neoconstitucionalismo tiende a «elaborar principios no formulados en la constitución, sino fruto únicamente de argumentaciones morales», en tanto que el garantismo tiende a advertir los límites del poder político y sus efectos en la protección de los derechos fundamentales (Ferrajoli, 2011a:20, nota 9 de pie de página).6
Por lo anterior, hoy día resulta difícil separar la noción de Estado constitucional democrático de derecho respecto a la influencia que han ejercido en su diseño dichas tradiciones; precisamente por eso, debe reconocerse el gran alcance histórico que tuvo la Carta Magna de 1215 en términos de una sintomática limitación del poder concentrado en el monarca con base en el respeto y la protección de derechos de los gobernados, lo cual habría de contrastar con el significado de constitución en las polis de la antigua Grecia, basado en la organización de los ciudadanos para la discusión de los asuntos públicos y el mantenimiento de la defensa común. En las antiguas ciudades-Estado la Constitución tenía como fin la organización de la comunidad política -los propios ciudadanos convertidos en Estado in situ y viviente, es decir, en ecclesia visible y cotidiana en el ágora para decidir los asuntos públicos- y su conservación ante las amenazas de los pueblos vecinos. A partir de 2015, lo que importa son los derechos de los llamados «hombres libres» de aquella época (los aristócratas propietarios) y, por tanto, la contención de los abusos de poder del monarca. La Carta Magna que los nobles obligaron a firmar al rey Juan I contiene en germen una perspectiva principialista sustentada en la prioridad de los derechos y las libertades individuales ante los detentadores de poder político, al mismo tiempo que la necesidad de garantizar esos derechos y libertades mediante un debido proceso de justicia. Y digo «prioridad» puesto que esos hombres libres determinaron desobedecer a ese monarca, y aun preferir a otro, si no firmaba dicha Carta Magna. Como consecuencia, si bien la eficacia del constitucionalismo moderno parte del principio de supremacía-fundamentalidad constitucional y de la idea de control constitucional del conjunto normativo, mecanismo eminentemente garantista, es imposible que motive en el largo plazo la producción de sentencias si no contiene los derechos fundamentales en el centro de su estructura doctrinal, porque la eficacia constitucional no está disociada de la necesaria protección de esos derechos, y solamente de ese modo es que la autoridad del Estado se puede hacer obedecer.
Ahora bien, a partir de una breve revisión de significados relevantes de Constitución en sucesivas épocas, se plantea en este trabajo la hipótesis de que el Estado democrático de derecho se rige por una Constitución democrática y, por tanto, hay una razón principialista de doble carácter liberal y democrático que permite configurar una estructura de poder político limitada por iguales y universales libertades y derechos individuales. Del mismo modo, al entenderse bajo esta perspectiva a la Constitución como norma fundamental (norma de normas), no se pretende separarla materialmente de las normas infraconstitucionales, sino, precisamente desde ella, por interpretación, reducir o evitar el conflicto normativo o la vigencia de normas que la contradicen. Sin duda, estamos aquí exactamente ubicados en uno de los puntos de debate entre principialismo y garantismo que se resume, en ese orden, en la preferencia por la ponderación o por la subsunción normativa.
Sin embargo, en este trabajo se prefiere el punto de vista del jurista español Juan Antonio García Amado (2014:29-32 y ss.), consistente en la intercambiabilidad de los métodos ponderativo y subsuntivo, puesto que, en realidad, el primero parte de un momento de balance de principios conforme a una serie de argumentos, pero concluye necesariamente en la subsunción del objeto cuestionado a una norma de aplicación redimensionada; a su vez, el segundo no procede como una aplicación mecánica de la norma a los hechos sub judice, sino que implica un trabajo previo de razonabilidad discrecional por los jueces para desprender significados normativos aplicables. Así, la dimensión del efecto limitador de los derechos respecto al poder político, bajo el manto garantista constitucional (o constitucional-convencional), se compagina con la dimensión del mayor alcance protector de los derechos gracias a su naturaleza principialista que colma a la misma constitución. Entonces, la constitución democrática se vuelve una concatenación expansiva de normas-principios bajo la cual todos los actos de autoridad deben legitimarse, todas las normas derivadas deben quedar conformes y todos los derechos se tornan en la finalidad de la sociedad-Estado.
Pero la cuestión es, entonces, ¿qué debemos entender por Constitución democrática, sobre todo si, como dice Víctor M. Martínez Bullé-Goyri (2013:41), la cuestión de la democracia y la de los derechos fundamentales en el mundo contemporáneo comparten un estrecho vínculo con la idea de dignidad humana, la cual no se satisface solamente en una concepción de derechos y libertades individuales, sino también en una concepción de derechos sociales constitutivos de una tercera generación o un tercer núcleo de derechos fundamentales (Salazar Ugarte, 2006:148 y ss.). Una aproximación a una respuesta plausible nos lleva a entender que hoy día este tipo de constitución está literalmente atravesada por principios liberales y principios democráticos, pero también por principios de mínimos de bienestar social, todo lo cual conforma un modelo de buena sociedad7 y, sobre todo, coloca los derechos de las personas y los ciudadanos, individual y socialmente, como puntos clave para la justificación de las acciones de la sociedad y el Estado.
De acuerdo con Pedro Salazar Ugarte, los derechos sociales constituyen una de las innovaciones de la democracia constitucional, y también denotan «pretensiones» o «expectativas» de las personas o de una clase de personas, pero carecen de contenido preciso y de una contraparte concreta, por lo cual generalmente aparecen como ««derechos de papel». Al respecto, Salazar Ugarte (2006:152) cita a Ricardo Guastini: «La lógica de Guastini es simple: un derecho sin garantías no es verdadero, es un derecho de papel y ése es el caso de los derechos sociales». Sin embargo, en la medida en que el constitucionalismo principialista -incluido el mismo enfoque garantista de Ferrajoli- proyecta el valor cardinal de todos los derechos fundamentales-humanos y su exigibilidad, cada vez más genera la convicción de que los derechos sociales también deben ser realizables, es decir, también deben ser tutelados por vía jurisdiccional. Es cierto que, a pesar de que ello parece depender más programáticamente de la disponibilidad de recursos de los gobiernos, el segundo elemento innovador de la democracia constitucional, que descansa en el control de constitucionalidad de leyes, según Salazar Ugarte (2006:160), permite entender que las constituciones están también contemporáneamente diseñadas para garantizar todos los derechos fundamentales, por lo que la configuración de legalidad que lleva a cabo el poder legislativo ordinario -y que también afecta la disponibilidad presupuestal- está subordinada al principio de supremacía constitucional, como bien lo observó desde 1803 el juez Marshall en el histórico juicio Marbury vs. Madison, que originó el modelo de control constitucional difuso, y posteriormente, en 1920, lo estableció el jurista y filósofo austriaco Hans Kelsen -como principio de fundamentalidad constitucional de todo el orden jurídico- al concebir el control concentrado de constitucionalidad de leyes.8
Para mesurar el alcance de nuestra hipótesis, señalamos que la intención básica de este artículo consiste en destacar la relevancia del significado principialista de las Constituciones de nuestro tiempo, originado en la prioridad de los derechos fundamentales, puesto que ello contribuye a procurar cierto equilibrio inestable en el corazón de esa dualidad. Sin duda, esta pretensión es inherente a la función de control constitucional, y es lo que lleva a observar «desde afuera» y desde cada segmento de intereses privados una apariencia de incoherencias o incongruencias en las decisiones de los jueces constitucionales, sobre todo en una época en la que es muy clara la disociación entre la esfera estatal-gubernamental y la compleja esfera civil-privada, a diferencia de la vida colectiva entre los atenienses de la época de Solón, Clístenes y Pericles, que unifica la vida cotidiana de los ciudadanos en el marco de la comunidad política, es decir, de los asuntos públicos.
II. La Constitución de los antiguos
Desde los tiempos de Aristóteles9 (el más lúcido y original discípulo de Platón, pero en desacuerdo con muchas de las ideas del Maestro), ha habido un interés por el estudio de las «Constituciones».10 Precisamente, la descomunal empresa de estudio de ciento cincuenta y ocho constituciones de ciudades griegas y no griegas, en perspectiva comparada, llevó a Aristóteles a distinguir entre Constituciones «puras» e «impuras», así como a desprender su teoría de tres formas «puras» de gobierno y tres «impuras» o degenerativas.11
No obstante que el pensador estagirita logró una tipología de formas de gobierno con base en una aguda observación empírica y comparativa, cuyo criterio general sigue siendo aplicable (véase Rossi y Amadeo, 2002:70), él no plantea una teoría normativa de las formas de gobierno ni se ocupa de algún principio que pudiera proporcionar alguna clave acerca de las razones que deberían llevar a los ciudadanos a elegir una forma de gobierno y no otra.
Es cierto que a Aristóteles se debe la idea de que las Constituciones revelan la realidad política y social de una colectividad, la naturaleza de una sociedad, pero no se encuentra en su obra una consideración normativa de la función constitucional respecto a los límites del poder. Esto es, más allá de la consideración de que la sociedad -o, mejor, la organización del poder político o de los cargos públicos- se rige conforme a normas más o menos estables, superiores12 y permanentes, no existe en Aristóteles una idea de la naturaleza y primacía de derechos de los ciudadanos, porque en la democracia antigua no existen los ciudadanos (hombres libres) separados de la vida pública-colectiva y, por tanto, de su unidad como un todo al concurrir cotidianamente a la plaza pública. Las votaciones por unanimidad son reveladoras de esa unidad ciudadanos-ciudad Estado, de modo que la libertad de los ciudadanos es concebible únicamente en el marco de una comunidad y de una participación política in situ. Y, de hecho, la libertad del ciudadano hace veinticinco siglos era entendida no como autonomía individual, sino como una inserción necesaria y privilegiada en la vida colectiva, de modo que tampoco hay una noción de representación política ni de gobierno como estructura política con autonomía específica, porque ambas nociones connotan una escisión estructural de la vida política que es propia del mundo moderno.
Por tanto, en la antigüedad no hay una concepción de constitución conforme a un núcleo de preceptos, valores o principios fundantes de derechos individuales y limitadores del poder político, como hoy día lo proclama el neoconstitucionalismo (el constitucionalismo principialista y el constitucionalismo garantista). El aporte aristotélico, en realidad, tiene que ser visto más bien en términos de una tarea seminal de gran alcance que, precisamente, abre una discusión interminable en dos vertientes: (a) la del reconocimiento de iguales libertades del ciudadano exclusivamente en el marco de una pertenencia a una comunidad política (base del comunitarismo, opuesto al liberalismo individualista), y (b) la de un interés por la distinta organización morfológica interna del poder.13
III. La Constitución como carta de derechos
Con la llamada Carta Magna de 1215 se puede obtener una primigenia conceptualización de la Constitución como acotación del poder regio y, más allá de su circunstancia, de toda clase de poder político, puesto que, por su contenido, se puede considerar también como una carta de derechos y libertades. Así, antes que un determinado tipo de normas relativas a la organización del poder, importan los derechos por los cuales el gobernante tiene una razón de ser y de mantenerse en el poder. Esto permite comprender por qué las primeras constituciones modernas fueron consideradas como «cartas políticas», en tanto que destacaron el compromiso de los detentadores de poder político ante «la Nación».
Con el seminal contenido de la Carta Magna de 1215 estamos a la vista del nacimiento del «constitucionalismo» medieval que prolongó -desde la Baja Edad Media y hasta la etapa primaria de la modernidad (siglos XVI al XVIII)- la idea de la defensa de la legalidad ante los ataques reales, y que no es otra cosa que la defensa de privilegios estamentales frente a la Corona. Aquella imagen de defensa de derechos de «personas libres» que hicieron los señores feudales o barones ante el monarca Juan I (o «Juan sin Tierra»), quedó plasmada como el antecedente ineludible de las modernas cartas y declaraciones de derechos de los ciudadanos y las personas.14 En efecto, «el constitucionalismo es la respuesta al ejercicio desmesurado y abusivo del poder» y, desde un punto de vista de técnica jurídica, conforma también la base de la racionalización del poder mediante el otorgamiento de derechos y la separación entre órganos de poder (Dussan, Escobar, Kahn y Núñez, 2002:190). Por lo demás, ese constitucionalismo medieval se erige en el marco de un Estado estamental determinado por el principio de que el poder tiene un origen popular y que en ello reside la razón de la limitación de la autoridad real, lo que luego será tomado como una de las bases del liberalismo político a través del pensamiento iusnaturalista (al respecto, Miranda, 1959:512). Karl Loewenstein (1979) incluso coincide con esa consideración al afirmar que el constitucionalismo, en general, consiste en el sometimiento del poder político a un orden normativo fundamental (al respecto, véase también González Casanova, 1965). A su vez, al referirse a la concepción extremadamente realista del poder de Loewenstein (Teoría de la Constitución), y concretamente a su abuso y degeneración (ya anticipada por Aristóteles), Eric Cícero Landívar Mosiño (2011:34) señala con precisión que, «siendo imposible el eliminar y suprimir el poder político de la sociedad, puesto que como señalamos es un elemento esencial del Estado, lo que corresponde es limitarlo y controlarlo para de esa manera evitar su ejercicio degenerado, abusivo, excesivo y autocrático».
En el siglo XVI, época madura del Renacimiento y antesala de la modernidad, el pensamiento constitucionalista podía hablar ya de «leyes fundamentales» propias de cada reino que ni siquiera el monarca podía ignorar (Pujol, 1991:46-47). Este hecho hace plausible la afirmación (aquí resumida) del historiador británico A. J. Carlyle acerca de que -en una cierta traducción histórica europea de la Lex Regia romana- en aquel tiempo la libertad política (individual) se fundamenta siempre en la autoridad política de la comunidad, y luego ésta confiere a su gobernante su imperium y su potestas. Por tanto, recuerda Carlyle (1982:22 a 25 y passim), si «toda autoridad es limitada», «no es el príncipe quien es superior, sino el derecho, y el derecho en la Edad Media era primordialmente la costumbre de la comunidad».15
Las llamadas cartas de derechos extendidas a los dominios burgueses desde la época del Renacimiento temprano (siglos XII y XIII), pronto se volvieron la base del constitucionalismo moderno, que tuvo sus primeros frutos con las dos revoluciones liberales inglesas del siglo XVII. Así, en 1689, con la segunda y «gloriosa» revolución inglesa, apareció la famosa Bill of Rights, uno de los documentos más importantes de la doctrina de los derechos humanos en el sistema jurídico anglosajón, impuesto por el parlamento inglés (bastión burgués, por lo menos en lo que toca a la Cámara de los Comunes) al príncipe Guillermo de Orange como condición para suceder al rey Jacobo.16 Dominado por el liberalismo político como paradigma normativo, el constitucionalismo moderno fue decisivo para dar trascendencia a la limitación del poder político a través de una defensa sistemática del principio de división del poder público y de la primacía de los derechos y las libertades individuales.
IV. La Constitución real
Con sus dos conferencias dictadas en abril y noviembre de 1862 acerca de la «Constitución», el político socialista alemán Ferdinand Lassalle tuvo el acierto de conectar el significado de la constitución con la realidad política prusiana; es decir, trató de subrayar cómo los factores reales de poder determinan los contenidos constitucionales que, por cierto, según Lassalle, pueden ser «buenos» y «duraderos» sólo cuando hay correspondencia entre el sentido del deber ser y la realidad política imperante. Sin duda, el materialismo histórico de Marx actuaba ya como guía del ordenamiento de las ideas de Lassalle, aunque luego -en su conversión reformista- también fuera blanco de la aguda crítica marxiana en la cuestión social y sobre el Estado (cfr. Crítica del Programa de Gotha, 1875).
Lassalle sólo tomaba el aporte marxiano como un punto de apoyo metodológico, pero trataba de innovar en una cuestión en la que en cierto modo Marx ya se había anticipado cuando hablaba de la voluntad de la clase dominante transfigurada en la superestructura política-ideológica-jurídica. Wenceslao Roces, conocido por su traducción de El Capital para la casa editorial Fondo de Cultura Económica (México), lo dice del siguiente modo: «Allí donde Marx dice «condiciones económicas», «las leyes de la dinámica económica», en ¿Qué es una Constitución? Lassalle (1931:31) pronuncia: «los factores reales y efectivos de la sociedad».17
Según Lassalle, los «[...] factores reales de poder que rigen en el seno de cada sociedad son esa fuerza activa y eficaz que informa todas las leyes e instituciones jurídicas de la sociedad en cuestión, haciendo que no puedan ser, en sustancia, más que tal y como son...» y la constitución no es más que «la suma de los factores reales de poder que rigen en ese país» (1931:58 y 65). Basándose en una hipótesis extrema de desaparición accidental (por incendio) de todos los ejemplares escritos de «la Colección legislativa» prusiana, Lassalle pretendía ilustrar el significado profundo de tales «factores reales de poder»: una combinación o correlación de fuerzas políticas reales que, atendiendo el interés de cada cual de una forma pactada, plasma sus bases de mantenimiento en la «Constitución jurídica». En otras palabras, en «la hoja de papel» (la «Constitución escrita») se establece una forma de organización del poder político, unos ciertos derechos y obligaciones generales, facultades de los órganos de poder, etcétera. Así, en el supuesto de su destrucción total (por incendio), subsistiría, sin embargo, la «Constitución real y efectiva» (1931:71).
Se observa que la doble concepción contemporánea acerca de la constitución en sentido material y en sentido formal tiene su origen en esa distinción lassalleana entre Constitución real (efectiva, verdadera) y Constitución escrita. Por lo demás, puede agregarse que la concepción aristotélica de la Constitución como «naturaleza de la sociedad» no está muy alejada de dicha distinción, pero Lassalle tiene el mérito de plantear la cuestión de manera realista y en un afán por mantener un mínimo de congruencia con la crítica marxiana al carácter clasista e instrumental del llamado «Estado de derecho». Precisamente por esto último es que Lassalle (1931:71) concluye de manera contundente que «los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder». El constitucionalismo, como pensamiento abstractamente normativo, había quedado desnudado así por una vertiente dura del realismo político.
Sobre esa atrevida visión realista de la constitución, Francisco Caamaño Domínguez (2000: 56), como otros más, se ha adherido a una concepción de constitución como producto normativo situado culturalmente, cuya magia consiste en presentarse como un compromiso colectivo ineludible que implica la inclusión de todo tipo de actores y una serie de bases para su participación en un «proyecto común». Podemos decir, al respecto, que la constitución tiene cierto plus democrático justamente por dicho carácter inclusivo total. Ella no es democrática porque se produce conforme a un procedimiento que determina una voluntad colectiva constituyente, sino porque su contenido recoge principios propios de la democracia, si bien de una «democracia liberal» de la que es imposible separar, por ejemplo, la libertad y la igualdad como principios cardinales del Estado constitucional, democrático y de derecho.18
V. La constitución como norma fundamental
La obra del célebre jurista austriaco Hans Kelsen formalizó, sin duda, la concepción de la constitución como norma fundamental, colocada por eso en la cúspide de la pirámide que representa el orden normativo. Con ello, la llamada Escuela de Viena, a la que perteneció, pronto dejaría su lugar a la que con mérito se ha llamado «Escuela de Kelsen», integrada con nuevas concepciones -primero- sobre la democracia y -luego- sobre el orden normativo, mismas que se complementarían con una concepción acerca de la justicia en la década de los cincuenta del siglo pasado.19
En general, hay coincidencia en la consideración de que su Teoría pura del derecho representa su obra cumbre en la que propone que el Derecho tiene como objeto una ciencia jurídica específica, a la vez separada del iusnaturalismo y de la moral. De manera que el fundamento -y la validez- de una norma se encuentran en otra norma de mayor jerarquía, de manera que la constitución es la norma primigenia20 y suprema en el orden nacional y, en ese carácter, carece de positividad.21 Para Kelsen, según Ricardo Guastini (2006:203), «la norma fundamental (NF) es una norma no positiva, no puesta, sino presupuesta por la ciencia jurídica». Así, mientras la constitución se concibe como norma fundamental y fuente del derecho, la formalización del Estado y el Derecho -en medio del auge positivista de la década de los veinte- logra abrir una nueva brecha a la investigación jurídica, que en la actualidad se mantiene productiva, a pesar de los diversos debates provocados por el neoconstitucionalismo, el realismo jurídico, la teoría jurídica tridimensional y las nuevas vertientes del iusnaturalismo (por medio de la doctrina de los derechos humanos).22
No obstante la trascendencia del concepto de Constitución como norma fundamental y de validación del orden jurídico, hay que señalar también la consideración kelseniana del derecho internacional como fundamentación normativa de carácter general. Valiéndonos de una referencia especializada que Yolanda Frías (1986:70) hace de la obra de Kelsen, conviene rescatar la idea que el jurista austriaco manifestó -en Principios de derecho internacional)- sobre una fundamentación que rebasa el orden jurídico nacional a partir de dos consideraciones:
VI. La constitución como control del poder político
Al constitucionalista español Manuel Aragón Reyes se debe la insistencia en la tesis de que no basta con que el poder del Estado esté limitado, sino que además debe estar controlado. Y me parece que es esta la dirección en que puede prosperar una argumentación principialista que considere la constitución a la vez en su sentido más abstracto de supremacía normativa y de fundamentalidad del orden jurídico y en su sentido concreto o material como ordenamiento del modo de ser y de querer ser de una sociedad (a pesar de su estructuración desigual y combinada, así como del conflicto de valores que suele caracterizarla; véase, al respecto, Aragón Reyes, 2002:81 y ss.).
Una breve recapitulación nos permite incluso aportar un mínimo de razonabilidad en esa última aseveración: aun en su carácter abstracto basado en principios que trascienden las particularidades generacionales e informan su supremacía (cfr. Kelsen), una Constitución siempre ha de ser aplicable a problemas concretos (cfr. Lassalle) que conciernen a una sociedad específica (cfr. Aristóteles) y eficaz en su finalidad de evitar el abuso de poder por la vía de una concatenación de principios (cfr. liberalismo político).
Como hemos señalado, desde la Carta Magna de 1215 se sienta el precedente de un principio general de limitación del poder político. Sin duda, esto configurará una defensa cardinal de las libertades individuales. Pero los derechos y las libertades fundamentales que se encuentran establecidos -otorgados o, a veces, reconocidos- en las Constituciones modernas junto a una serie de principios limitadores del poder político (división de poderes, periodicidad del ejercicio de los cargos de elección popular, etc.), pueden convertirse en simples «derechos de papel» si, como dice José Martínez de Pisón (2001), se carece de efectivas garantías para su protección. Ello puede ser así si, en primer lugar, la constitución no previene un sistema de controles políticos y jurisdiccionales y, en segundo lugar, éste no funciona de manera efectiva.
VII. La Constitución como núcleo de principios
Ahora bien, un concepto principialista de constitución, para ser comprensivo del alcance de su eficacia en sus distintas dimensiones (normativa, valorativa y social), no puede omitir las referencias a las otras concepciones, puesto que éstas han logrado apuntar aspectos que son denotativos de la pretensión de una sociedad de regirse por un tipo de normas básicas o superiores y generales. Sin embargo, el núcleo de la Constitución ahora se encuentra en los valores y principios que configuran las aspiraciones legítimas de una colectividad.
Consecuentemente, desde esta perspectiva, siempre es necesario repasar las otras concepciones -y aun las tipologías que proponen23- y subrayar que el carácter abstracto y fundante de la Constitución connota determinaciones principialistas que permiten, por tanto, una legitimación precisa de los medios para su aplicación y defensa en la totalidad del orden jurídico. Así, es posible pensar la Constitución ya no sólo como limitación normativa del poder (desde un punto de vista lógico-jurídico y jurídico-positivo, según Kelsen), sino además como un conjunto de principios que configuran derechos y obligaciones, que consecuentemente dan sustento a un sistema de instrumentos de control permanente de los sujetos responsables (política o jurisdiccionalmente) de los órganos por medio de los cuales funciona el poder del Estado.
Se desprende de lo anterior que el apartado orgánico constitucional siempre estará acotado por la fuerza que esos principios logren imprimir a los derechos (apartado dogmático) y por la finalidad última de realización de éstos en un marco democrático. Los llamados «mínimos constitucionales» aparecen así proyectados ya no sólo como normas supremas, sino además como un sistema de garantías de orden político y jurisdiccional que tiene por finalidad dar efectividad a los derechos fundamentales correlacionados con un dimensionamiento más preciso de las responsabilidades públicas con un contenido democrático.
Una concepción de Constitución como sistema de controles del poder, en definitiva, no puede mantenerse por cuerda separada de una concepción principialista. Ambas coronan, a final de cuentas, el esfuerzo por arraigar tanto el significado lógico-jurídico (de supremacía normativa) como el significado jurídico-positivo (de validación normativa) de la Constitución. De cualquier manera, el Estado constitucional no debe ser entendido en el sentido único de principios jurídicos que rigen la organización del poder y la realización procedimental de derechos. En los términos planteados por Manuel Aragón Reyes (2002:11 a 29 y 105), es pertinente subrayar que, en efecto, la democracia informa constitucionalmente un conjunto de principios sin los cuales el orden jurídico carecería de contenido o legitimidad (propulsora de fines plausibles) que, a su vez, es condición imprescindible de su autovalidación (su realización o vigencia) «en la vida del ordenamiento y de las instituciones».
VIII. El aporte neoconstitucionalista y el desacuerdo entre principialismo y garantismo
Luis Prieto Sanchís ha sugerido, a diferencia de Ferrajoli, incluir en el neoconstitucionalismo a las dos tradiciones constitucionalistas contemporáneas que han contribuido a una concepción de los derechos fundamentales-y-humanos como prioridad de la sociedad y del Estado. El argumento de Ferrajoli para caracterizar el neoconstitucionalismo como un enfoque que tiende a desprender principios jurídicos más allá de la norma constitucional, al echar mano de criterios morales, aparece más como una forma de defensa del garantismo como fase superior del iuspositivismo y enfatiza en la obligación del Estado para instaurar un sistema de justicia constitucional, lo cual da la impresión de que la idea actual de constitucionalización de los derechos se centra únicamente en la organización y operación del aparato estatal-nacional. Así, para Ferrajoli, el principialismo carecería de elementos comunes frente al garantismo, sobre todo cuando desde aquella trinchera se aducen juicios morales.24 Pero Prieto Sanchís (2011:231 y 232) quiere ser mediador de un modo que, al mismo tiempo que relativice los postulados principialistas, rompa también con la distinción rígida de Ferrajoli afectada por la confesión de parte de éste de sostener «una concepción del constitucionalismo estrictamente ‘iuspositivista’», puesto que, como bien recuerda Prieto Sanchís, el iuspositivismo ha estado casado con el postulado de que el Derecho «depende de ciertos hechos y no de juicios morales».
[…] he propuesto cuatro rasgos o criterios fundamentales sin cuya concurrencia seguramente no hubieran podido concebirse (o lo hubieran hecho de otra manera) los distintos (neo)constitucionalismos, principialistas o garantistas, a saber: el reconocimiento de la fuerza normativa de la Constitución como ley suprema, la incorporación a la misma de un denso contenido material o sustantivo, en particular de derechos fundamentales, la garantía judicial y la rigidez frente a la reforma. […] Pero, a mi juicio, las cuatro características indicadas representan el presupuesto común a toda concepción (neo)constitucionalista, tanto principialista, argumentativa o iusnaturalista, como positivista y garantista. Las diferencias entre esas concepciones responden entonces al distinto modo de interpretar el alcance o la importancia de tales características.
En esa perspectiva mediadora, Prieto Sanchís (2011:238) propone modular la fuerza de la ponderación en la justiciabilidad de derechos si ésta se entendiera más bien como una subsunción «en el ámbito de aplicación de dos normas que suministran razones contradictorias», del mismo modo que, por efecto, si la ponderación reformulada así no dependiera regularmente de principios (razonabilidad y proporcionalidad), que facilitan la discrecionalidad, el cálculo atrevido o la sobreinterpretación de los jueces, sino que dependiera sistemáticamente de las reglas establecidas, es decir, de la norma fundamental y de las normas ordinarias con arreglo a ella. Así las cosas, para Prieto Sanchís (2011:240), mientras el principialismo extrapola el litigio entre derechos a un nivel de conflicto, Ferrajoli (garantista) prefiere abordarlo como en una perspectiva ordinaria de violaciones normativas.
La proclamación del constitucionalismo garantista se resume en unas cuantas líneas de un texto de Luigi Ferrajoli (2011:24), como una confesión que pretende provocar una firme convicción en la centralidad de la norma fundamental y, por tanto, en la constitucionalización de la democracia, no hay más:
La concepción del constitucionalismo que he llamado «iuspositivista» o «garantista», es opuesta. El constitucionalismo rígido, tal como he escrito en varias ocasiones, no es una superación, sino que es, antes bien, un reforzamiento del positivismo jurídico, que se amplía a las opciones -los derechos fundamentales estipulados en las normas constitucionales- a las que debe someterse la producción del derecho positivo. Es el fruto de un cambio de paradigma del viejo iuspositivismo, producido por el sometimiento de la producción normativa a normas de derecho positivo no sólo formales, sino también sustanciales.
El lugar que ocupan los derechos de todos (los derechos fundamentales)25 en el pensamiento de Ferrajoli está acotado estrictamente a la Constitución rígida, y los principios que están alojados en ella solamente existen como formas de una razón que trasciende en el deber ser y se afirma en un debido proceso de producción normativa previsto constitucionalmente (Ferrajoli, 2011a:25). El neoconstitucionalismo garantista connota así un proyecto normativo delimitado a la Constitución como objetivación de la validez de todo el orden jurídico. De manera que
[…] el constitucionalismo garantista se concibe como un nuevo paradigma iuspositivista del Derecho y de la democracia, que -en cuanto positivamente normativo en relación con la misma normación positiva, y en cuanto sistema de límites y vínculos sustanciales relativo al «qué», junto a los formales relativos al «quién» y al «cómo» de las decisiones- integra el viejo modelo paleo-iuspositivista. Gracias a él, los principios ético-políticos mediante los que se expresaban los viejos «derechos naturales» han sido positivados, convirtiéndose en principios jurídicos vinculantes para todos los titulares de funciones normativas […] (Ferrajoli, 2011a:27).
No obstante que Luigi Ferrajoli (por ejemplo, 2006:30-32) ha abordado limitadamente el fenómeno de la internacionalización del Derecho, Rodolfo Moreno Cruz (2007:836 y 837) destaca que en su obra hay una negación hacia la posibilidad de un gobierno mundial, toda vez que éste «ubica en una cúspide el mandato y no necesariamente legítimo y protector de los derechos fundamentales y de las garantías». La alternativa a la internacionalización o globalización del Derecho estaría puesta así en la democratización de los órganos de poder supraestatales y, sobre todo, «en su función de garantía de la paz y de los derechos fundamentales de los hombres y los pueblos» (Ferrajoli, citado por Moreno Cruz 2007). A pesar de que Ferrajoli admite la internacionalización del Derecho, es claro que únicamente admite la formación democrática de órganos supraestatales (Naciones Unidas, una Corte internacional, etcétera) orientados a establecer garantías que satisfagan las declaraciones sustanciales, por lo que así se concretaría «un modelo constitucional internacional sustentado en los principios de la democracia sustancial y de la democracia política» (Moreno Cruz, 2007:841).
Hoy día, el derecho internacional ha logrado incidir visiblemente la protección de los derechos fundamentales y humanos, pues ha provocado la apertura progresiva de los sistemas jurídicos nacionales en las democracias plenas y aun en las democracias imperfectas (o en vías de consolidación). En ese tenor, la constitucionalización de los derechos ha implicado que las constituciones se configuren con flexibilidad y con cierto grado de apertura al derecho que emana de los instrumentos internacionales, de la doctrina constitucionalista y aún de las sentencias y la jurisprudencia de las cortes internacionales. En esto parecen converger los enfoques neoconstitucionalistas principialista y garantista. De modo que el carácter invasivo de las constituciones en relación con el conjunto del orden normativo, que ha postulado el neoconstitucionalismo principialista, parecería ser también una conclusión del garantismo puesto al día de la internacionalización de los derechos fundamentales.
IX. A manera de conclusión
Riccardo Guastini (2003:29 a 45) ha señalado diversos significados y matices del término «Constitución» utilizado en el lenguaje jurídico y aun político, y he citado arriba a Marco Gerardo Monroy Cabra (2005:13 a 18) a propósito del uso del término en sentido político desde las antiguas Grecia y Roma, hasta la Edad Media, cuando las constituciones conservaron su significado como marco para la organización del poder político en correlación con los asuntos públicos (la res pública) y, posteriormente, incorporaron disposiciones pactadas con el poder regio o principesco para el mantenimiento de privilegios de tipo estamental.26 La Carta Magna Libertatum (Carta de Libertades) de 1215, en Inglaterra, inauguró la época del constitucionalismo medieval y fue antecedente inmediato de diversas cartas de derechos27 que condujeron progresivamente a la instauración de un sistema de límites del poder político del cual la monarquía fue su figura central. Así, el constitucionalismo moderno toma del constitucionalismo medieval la idea de «Constitución» como límite al poder político y como ley fundamental o norma fundamental para regir un orden jurídico nacional-estatal.
Desde un punto de vista racional-normativo, el constitucionalismo moderno configuró la Constitución como la norma fundamental (norma normarum o, como en Alemania, grundgesetz), como un auténtico sistema normativo que se impone a las demás normas del orden jurídico y, por tanto, le otorga primacía (Mora-Donatto, 2002:18 y 37). Sin duda, la tradición constitucionalista estadounidense, a partir de la sentencia emitida por el juez John Marshall al caso Marbury vs. Madison en 1803, y la tradición austriaca generada por el pensamiento de Hans Kelsen, en 1820, consolidaron el concepto de Constitución como Ley Suprema o Ley Fundamental, cúspide de todo el sistema normativo y, a la vez, parámetro de producción y de validez de las normas inferiores. Pero lo más importante que heredaron estas tradiciones fue la idea de que no era suficiente la limitación del poder político a través de una serie de principios para conferir poder a órganos del Estado y para garantizar derechos, sino que también era conveniente controlar el poder del Estado.
La tradición estadounidense de la Judicial Review, en un esquema de control constitucional difuso y concreto de las leyes, y la tradición austriaca del control concentrado y abstracto de leyes mediante un órgano especializado, se convirtieron así en piedras angulares de los actuales sistemas de control constitucional de leyes. Como bien señala María Virginia Andrade (2003), al iniciar el siglo XIX, la Suprema Corte de los Estados Unidos fue considerada «un refugio para aquellos hombres que querían retirarse» de la función judicial y «se mantenían al margen de la labor activa del gobierno [de los otros órganos de poder]». Sin embargo, el juez Marshall, con ese caso, pudo actualizar con precisión la naturaleza jurisprudencial inglesa y, con ello, abrir un lugar a las consideraciones de los jueces para resolver casos difíciles de vinculación constitucional.28 Indubitablemente, hoy día el trabajo de los jueces da un toque especial y preponderante al constitucionalismo, sea en el enfoque principialista o bien en el garantista, de modo que la ineludible protección de derechos se orienta inexcusablemente a confirmar el poder de la autoridad de control jurisdiccional -razonablemente discrecional y provista de buenos argumentos-, o la finalidad garantista a través del debido proceso constitucional (véase Gumerato Ramos, 2012; Rea Lozano, 2013; García Melgarejo, 2015), incluso a veces las dos cosas en situaciones excepcionales (Escobar Paraguay, 2012).
El constitucionalismo contemporáneo, posterior a la Segunda Guerra Mundial, corresponde propiamente al Estado constitucional de derecho al que se refiere Luigi Ferrajoli (2002), en oposición al Estado legislativo de derecho. Así, puede hablarse estrictamente de la constitucionalización del Derecho y de los derechos, y consecuentemente de la aparición del Derecho como «sistema de garantías» (Ferrajoli dixit, 2006:15 y ss). En efecto, esta etapa es la que Ferrajoli ha preferido para hablar de la garantía de los derechos fundamentales, incluso en sede supraestatal. Este acotamiento es descrito por Robert Alexy (2003:28) del siguiente modo:
Una teoría de los derechos fundamentales de la Ley Fundamental es una teoría de determinados derechos fundamentales positivamente válidos. Esto la distingue de las teorías de los derechos fundamentales que han tenido vigencia en el pasado (teorías histórico-jurídicas) como así también de las teorías sobre los derechos fundamentales en general (teorías teórico-jurídicas) y de teorías sobre derechos fundamentales que no son los de la Ley Fundamental […].
En esta serie de aseveraciones conclusivas es evidente que, en primer lugar, los derechos de las personas (y los ciudadanos) han pasado a ocupar un lugar preponderante en las constituciones, como su apartado dogmático, pues trascienden otras formas de limitación del poder político; en segundo lugar, la Constitución es Ley Fundamental en tanto que funda todo el orden jurídico, le da sentido a los contenidos normativos y proyecta su razón de ser como condensación de los derechos considerados como finalidad del Estado constitucional; y, en tercer lugar, sin embargo, los derechos de las personas no se agotan en las constituciones de los Estados nacionales, sino que encuentran su trascendencia, incluso como derechos-principios en sí mismos y, por tanto, como «mandatos de optimización» (Alexy dixit, 2003), según ha destacado el enfoque neoconstitucionalista principialista desarrollado desde el último cuarto del siglo XX29 por Paolo Comanducci, Susanna Pozzolo, Gustavo Zagrebelsky y Luis Prieto Sanchís, entre otros, inspirados en una serie de consideraciones no positivistas o abiertamente antipositivistas de Ronald Dworkin y Robert Alexy (véanse al respecto Comanducci, 2003; Carbonell, 2010; Pozzolo, 2010; Lopera Mesa, 2004). Así, la Constitución proclama y enumera diversos derechos y libertades, pero también establece variados mecanismos o medios para su control, de tal modo que el sistema de justicia constitucional sea eficaz para garatizarlos.
En la actualidad, la preocupación porque la sociedad esté regida por un Derecho superior -un Derecho principialista o garantista intensa y extensivamente constitucionalizado- ya no señala sólo la dimensión de la forma y organización del gobierno. Ello podía ser así en la antigüedad porque el colectivo de ciudadanos era el gobierno mismo o, por lo menos, no erigía un gobierno de representantes, sino de simples delegados o comisionados cuyo periodo de ejercicio era breve y su nombramiento podía ser revocado, además de la sujeción de los ciudadanos a la aplastante decisión mayoritaria.30
Desde la modernidad, puesto que los gobernantes parecen separarse de los gobernados, y a fin de prevenir que los detentadores de poder no ataquen el orden jurídico-político o no lo contravengan, ese Derecho superior, condensado en la Constitución, adquiere su fuerza a través de una concatenación de cláusulas y principios generales que designan: (a) la forma de gobierno y su organización, pero también sus límites; (b) los derechos fundamentales como prioridad del orden jurídico, pero también sus límites (Brage Camazano, 2004:445; Tórtora Aravena, 2010; Prieto Sanchís, 2000), determinados en virtud de la prevención de consecuencias negativas por su ejercicio concreto individual o colectivo en un contexto específico, de la posibilidad de manifestación abierta de conflictos entre derechos por aplicación normativa, de la forma de su enunciación constitucional o de la diferenciación entre el ámbito de vida pública y el ámbito de vida privada, y (c) una serie de límites enunciados bajo la forma de principios constitucionales y competencias distribuidas entre los órganos de poder que, sin embargo, tienden a ser completados por una serie de controles instaurados también constitucionalmente y que son visibles cotidianamente en el entramado de tribunales principalmente de orden jurisdiccional.